Cuota de peaje

Mentiría si dijera que aun sufro cada vez que lo recuerdo. Es que han pasado ya muchos años y bien dicen que el tiempo cura toda herida. Claro que, como toda la gente que pasa por una experiencia similar, cuando estaba reciente yo me imaginaba que jamás se extinguiría ese sentimiento de dolor tan terrible. Lo que pasa es que en ese tiempo, en que todos éramos jóvenes y por lo mismo nos sentíamos invulnerables, enfrentarnos a la muerte de alguien tan cercano, fue una prueba casi demasiado dura. Mi hermano Mario tenía 22 años de edad y estaba en plenitud de sus facultades, como suele decirse. Tenía escasos meses de casado y su única hija (Ivette) aun era una bebé. Su matrimonio no era como para ponerlo de ejemplo pero no iba mal; él y su esposa discutían y se contentaban con la misma frecuencia que cualquier otra pareja. Cuando aun estaba reciente la tragedia yo aseguraba que todo había sido culpa de la falta de dinero, de la pobreza. Él era un empleado federal de reciente ingreso y escaso salario, lo que lo tenía siempre muy limitado y era causa frecuente de sus discusiones con Alejandra, su esposa. Precisamente la noche en que lo vimos con vida por última vez, llevaba en el bolsillo de su pantalón 200 pesos que le acababa de prestar Gustavo, otro de mis hermanos. La primera versión que nos llegó de los hechos decía que había sido interceptado por unos tipos que lo querían asaltar y que él emprendió la carrera para poder llegar a su casa con esos preciosos pesos. Decían que al cruzar la Avenida Texcoco a toda carrera había sido arrollado por un automóvil que pasaba a gran velocidad. Eran aproximadamente las dos de la madrugada de un naciente domingo 15 de mayo. Algo que a mí en lo personal me tuvo pensativo mucho tiempo es una mancha de lodo que mi hermano me dejó en la camisa. Me hizo encabronar mucho porque, para empezar, la camisa era blanca, pero, sobre todo, porque no me gustaba que se pusieran muy ebrios los acompañantes que, supuestamente, iban a ayudarnos a nuestros compromisos musicales. Es que en ese tiempo yo aun estaba muy activo en la música y formaba parte de un grupo de esos a los que llamamos “moleros” porque casi siempre actúan en fiestas de bodas, quinceaños o bautizos, donde el platillo principal es pollo con arroz y… mole. Normalmente nos acompañaban dos o tres personas para ayudarnos a cargar y conectar los instrumentos. En esos días iban con nosotros mis hermanos Mario y Gustavo y mi primo Lorenzo. Para ellos, el interés radicaba, más que en el dinero que les pagábamos, en la caza de posibles aventuras amorosas con alguna invitada; estaban, por decirlo así, en su mero momento: Mario, ya lo mencioné, contaba 22 años y ya estaba domesticado; Gustavo y Lorenzo tenían 24 y todavía le aullaban a la luna. Mientras estábamos en el receso previo a nuestro último turno musical, pusieron música grabada y se dio el caso de que yo me levanté a bailar y me coloqué justo a un lado de Mario. Él estaba muy tomado y bailaba frenéticamente. Quizá estuvo a punto de caerse o tal vez la emoción del baile lo hizo poner las manos en el piso de tierra apisonada que, por algún motivo que no sé precisar, estaba mojado, lo que recuerdo con certeza es que se incorporó con las manos manchadas de lodo, volteo a verme, me sonrió tristemente y puso su mano en mi camisa blanca dejando en ella una gran mancha de lodo. Yo inmediatamente le dije exaltado: “¡No me chingues! ¡Qué te pasa, ya estás muy tomado!” Él volvió a sonreír y siguió bailando. A los pocos minutos nos enteramos que ya se había marchado y dimos por hecho que al sentirse mal había decidido irse caminando a su casa. Vivía con su esposa y su bebita en un pequeño departamento que le prestó mi abuela, sin embargo se nos hizo un tanto extraño que no esperara hasta el final del compromiso para recibir el pago por su ayuda y para que lo lleváramos en la camioneta que alquilábamos como transporte para estos compromisos. Alguien nos dijo que lo había visto marcharse y eso nos bastó. Después de concluir nuestra actuación y traer de regreso a casa los instrumentos, acostumbrábamos beber otras cervezas mientras escuchábamos nuestra música favorita e intercambiábamos nuestras respectivas anécdotas e impresiones acerca de la fiesta o de cualquier otra cosa. Normalmente terminábamos yendo a descansar hasta las seis o siete de la mañana. Si alguien tenía una propuesta que nos pareciera interesante, en cualquier momento podíamos salir para dirigirnos hacia allá en nuestro medio de transporte habitual de aquellos días: nuestros propios pies. Era, pues, común para nosotros andar con nuestra botella de cerveza por las calles de Neza en la madrugada. En aquel tiempo el grupo de amigos que nos reuníamos los fines de semana, ya fuera para atender un compromiso musical del conjunto, o para emprender alguna otra aventura, estaba integrado por mis hermanos Gustavo y Mario, mis primos Arturo (quien era el bajista del grupo) y Lorenzo, y nuestro inseparable amigo Chava. Normalmente solíamos ir a animar alguna fiesta molera y al regreso Arturo y yo acompañábamos a Chava a su casa para seguir bebiendo y escuchar música mientras filosofábamos y nos dábamos mutuos consejos. Sin embargo, cuando alguien tenía una buena propuesta nos salíamos y emprendíamos la aventura en la calle. Podíamos ir a dar a algún congal a bailar con prostitutas; a cantar a la ventana de alguna muchacha, o simplemente a despertar a algún amigo para que bebiera con nosotros. Si se daba el caso de que nos acompañara alguien que tuviera automóvil, nuestro destino podía variar enormemente y podíamos ver la luz del siguiente día en Texcoco, en Xochimilco o al pie del volcán Popocatépetl. El día siguiente, que normalmente era domingo (las fiestas se daban más frecuentemente los sábados), solíamos reunirnos hacia el mediodía para ir a desayunar algo apropiado y aliviar nuestro estado con unas cervezas. Al caer la noche ya estaba cada quien en su casa para, el lunes, retomar su rutina habitual de la semana. El domingo 15 de mayo nos vimos casi todos en la casa de mi madre y ella nos sirvió un desayuno exquisito y reconstituyente. Más tarde nos salimos a recorrer el tianguis de San Juan hasta llegar al puesto de discos de rock que atendía Chava. Allí estuvimos hasta la tarde cuando éste levantó la mercancía y después nos invitó a su casa para seguir cheleando. Teníamos mucho aguante, pero esa noche de domingo habíamos bebido demasiado y habíamos dormido muy poco. A eso de la media noche ya estábamos totalmente ebrios y no faltaron las locuras: mi primo Lorenzo y Chava hicieron un extraño ritual que, aun ahora, me sigue inquietando: cuando nos dimos cuenta Lorenzo tenía en las manos una navaja de rasurar y  se estaba quitando su tradicional bigote, del que estaba muy orgulloso. Yo, que estaba un poco más controlado, intenté detenerlo, pero fue imposible, estaba decidido. Al terminar, Chava le pidió la navaja y la emprendió, no contra su bigote, que no usaba, sino contra sus cejas. Esto era demasiado. Traté de detenerlo pero Arturo y Gustavo me dijeron que no interviniera, que era su gusto. Tiempo después, en alguna parte, escuché (o leí)que hay pueblos en donde cortarse las cejas es señal de luto. Cuando todo esto ocurría, mi hermano Mario tenía casi 24 horas de muerto y nosotros lo ignorábamos. Cuando Mario salió de la fiesta referida al inicio de este escrito se dirigió a su casa pero, como ya mencioné, la muerte lo interceptó a medio camino. Su cuerpo quedó tendido sobre la avenida Texcoco. No llevaba ninguna identificación, nadie lo reconoció. Alguien se condolió del difunto y lo cubrió completamente con una manta blanca. A eso de las 11 de la mañana, ya con el sol calentando a plenitud, en una camioneta del municipio lo trasladaron a la morgue en calidad de desconocido. Alejandra, su esposa, estaba muy enojada porque no había llegado a dormir y decidió hacer berrinche. Se fue a casa de sus padres y allá se quedó todo el domingo. Al día siguiente, lunes, ya le pareció alarmante que no regresara su pareja. Decidió callar otro poco para no preocupar a nadie. El martes muy temprano ya no aguantó más y fue a ver a mi madre para compartirle su desesperación. Ambas mujeres iniciaron una búsqueda frenética. Hicieron llamadas por teléfono, fueron a ver gente hasta que mi madre decidió enfrentar la posibilidad más terrible: ir a la morgue. Pidió a Bárbara (la mujer que ahora es mi esposa) que la llevara en su auto y entró a ese lugar temible a revisar los cadáveres. Allí lo encontró. Desfigurado, hinchado, sólo reconocible para la madre. Normalmente yo regresaba de la escuela (en ese tiempo ENAP, ahora llamada FAD) en cuanto terminaban las clases. Ya estaba un tanto ruco (con un atraso de 5 ó 6 años) para estudiar, pero me había propuesto retomar la carrera de diseñador gráfico con la firme propuesta de terminarla. Esa tarde de martes me disponía a retornar de mi excursión diaria desde Xochimilco hasta Neza cuando me interceptaron unos amigos y prácticamente me raptaron. Fuimos a casa de uno de ellos a jugar dominó y a embriagarnos. A eso de las 9 de la noche Guillermo Andrade se ofreció para traerme a casa en su auto y noventa minutos después estábamos frente a mi casa, sorprendidos, suspendidos, ante el espectáculo del funeral. Fue mi abuela Aurora quien se acercó al auto y al abrazarme me dijo: es tu hermano Mario. El día anterior, lunes, durante la tarde yo había estado preparando un trabajo escolar que incluía dos dibujos a lápiz. Decidí dibujar –basándome en fotografías de revista– una mujer mulata con anteojos oscuros y gesto de sufrimiento y la cabeza majestuosa de un águila. Cuando estaba por terminar el segundo dibujo me percaté que mi reloj despertador estaba detenido. No puedo precisar qué hora marcaba, pero he decidido mencionar esto porque hubo una serie de acontecimientos extraños o a los que posteriormente nosotros otorgamos una importancia particular. Otra cosa que recuerdo es lo que mi hermano Gerardo nos platicaba: decía que la madrugada del 15 de mayo, cuando estaba durmiendo acompañado por su esposa, fue despertado por alguien que lo llamaba por su nombre desde la calle. Como la ventana de su recámara en un segundo piso tenía vista hacia el exterior, solo le tomó levantarse y dar unos cuantos pasos para asomarse. Juraba que quien estaba abajo en la calle, a escasos metros de su ventana, era Mario, y que le decía: “vengo a avisarte que ya me voy”. Gerardo, molesto por haber sido interrumpido en su descanso y preocupado por ver a su hermano a esas horas de la madrugada todavía en la calle, le pidió enérgicamente que ya se fuera a dormir a su casa. Decía que cuando Mario se retiró caminando y él regresaba a su cama, sintió un frío recorrer su espalda, lo que no le impidió dormir, pero le produjo un sentimiento de zozobra durante todo el día siguiente. El miércoles 18, cuando la carroza que transportaba los restos de Mario sufrió una ponchadura que obligó al convoy funerario a detenerse bajo el quemante sol del mediodía, alguien dijo: “es que no se quiere ir”. Yo me sumí en una honda reflexión acerca de lo que significa para cada uno de nosotros el viaje por la vida. Recordé todas las aventuras por las que pasamos. Al igual que muchos jóvenes, llegamos a considerarnos invulnerables; sentíamos que éramos amados por Dios o por el cosmos y que nada podía salir mal. Aun en los momentos de mayores dificultades sabíamos que algo ocurriría a nuestro favor y que, al final, cualquier asunto quedaría solucionado y sería tan solo una anécdota que recordaríamos entre carcajadas. Nos causaba risa cualquier advertencia de nuestros mayores o de nuestros amigos más prudentes. Declarábamos entre risotadas que estábamos protegidos por nuestra buena suerte y tomábamos riesgos que no poca gente criticaba y nos decía que esas eran estupideces de personas inmaduras. Tal vez nuestras aventuras no fueron muy diferentes de las de cualquier joven, pero aun después de todos estos años al recordarlas me pregunto cómo fue posible tanta imprudencia. Ir en la noche, completamente ebrios, a bordo de una camioneta maltrecha por la carretera, exponiéndonos a un terrible accidente y exponiendo también a otras personas. Llevar en nuestra camioneta en pleno día a tres felices chicas menores de edad totalmente ebrias y vociferando improperios a quien se nos atravesara. Pasar caminando por una calle “peligrosa” a media noche gritando sandeces con nuestras cervezas en la mano. Llegar a una fiesta de bodas sin ser invitados y, en un descuido del novio, llevar a la novia –con la obvia complacencia de ésta– al patio trasero de la casa y meterle un faje “de despedida”. Hazañas que nos parecían dignas de nuestra buena fortuna y que aun ahora hacen asomar a mi rostro una sonrisa de malévolo orgullo. En alguna ocasión leí, o escuché decir por ahí, que en esta vida todo tiene un precio, que nada es gratis. Yo estoy convencido de que la muerte de mi hermano fue el pago que se nos exigió por nuestros excesos. Que, de alguna manera, hay un mecanismo mediante el cual se va registrando cada uno de nuestros actos para que, llegado el momento, pasemos a la oficina a liquidar el adeudo. Considerando las cosas de este modo, hasta podríamos concluir que, dentro de todo, a Mario no le fue tan mal: hay quienes llevan una vida sedentaria, triste y aburrida y de todas maneras tienen que pasar a la caja a pagar el peaje. Ahora que han transcurrido 21 años de la tragedia que me ocupa encuentro el valor para incluso salir con chistes de mal gusto, pero la verdad es que el importe que tuvimos que pagar mediante la vida de mi hermano fue una salvajada. A todos los que integrábamos esa especie de comando temerario nos dejó una profunda huella que modificó nuestra percepción del mundo, aunque, a decir verdad, pasó todavía mucho tiempo para que sentáramos cabeza.

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