“Pasajeros con destino al infierno, favor de abordar su nave por la puerta del excusado”, repetía una y otra vez Marcialoco, uno de esos personajes confusos y confundidos que, de manera un tanto inexplicable, se habían ido agregando a las sesiones creativas del grupo, sesiones que a veces se convertían en borracheras. Ahí estaba este vecino, hasta hace pocos días desconocido para nosotros, parado a un lado de la puerta del baño, en notorio estado de ebriedad. Nosotros lo veíamos y celebrábamos la ocurrencia mientras degustábamos nuestra cuba, cómodamente sentados en un sofá desvencijado.
A partir del día en que alquilamos esa casa de la calle Roma, en la colonia Metropolitana, podíamos darnos el “lujo” de echarnos nuestros alcoholes después de un buen rato de ensayo. Ocasionalmente acompañados por nuestros amigos, algunas amigas y a veces incluso por personajes cuyo origen desconocíamos. Estábamos viviendo nuestra fantasía de rock and roll.
Nos considerábamos una banda afortunada, nuestros logros se iban acumulando y contábamos ya con nuestros instrumentos completos, con una considerable cantidad de seguidores y seguidoras, un reconocimiento cada vez mayor del nombre del grupo: “Perro Fantástico”, nuestra propia camioneta, a la que llamábamos la perroneta, y la mayor comodidad a la que podíamos aspirar: un lugar para ensayar. Era una construcción de dos pisos con sala-comedor y tres recámaras a la que bautizamos como “la perrocasa.”
Ahí, en esa perrocasa, enclaustrados entre sus paredes cada vez más chorreantes de sonidos y sudores, navegando en una densa nube de cigarrillos Baronet, adormecidos por los vapores del ron Bonampaq o el brandy Viejo vergel, bañados por la lánguida luz de los focos de 60 watts, ahí compusimos y ensayamos las rolas que los chavos de Neza de aquéllos años (cuando el rock mexicano iba saliendo de la crisálida), adoptaron como propias y nos convirtieron en leyenda.
Una leyenda quizás modesta y un tanto salitrosa, pero leyenda al fin.