Autor: fantastikan@gmail.com

  • Fuimos fantásticos

    Fuimos fantásticos

    “Pasajeros con destino al infierno, favor de abordar su nave por la puerta del excusado”, repetía una y otra vez Marcialoco, uno de esos personajes confusos y confundidos que, de manera un tanto inexplicable,  se habían ido agregando a las sesiones creativas del grupo, sesiones que a veces se convertían en borracheras. Ahí estaba este vecino, hasta hace pocos días desconocido para nosotros, parado a un lado de la puerta del baño, en notorio estado de ebriedad. Nosotros lo veíamos y celebrábamos la ocurrencia mientras degustábamos nuestra cuba, cómodamente sentados en un sofá desvencijado.

    A partir del día en que alquilamos esa casa de la calle Roma, en la colonia Metropolitana, podíamos darnos el “lujo” de echarnos nuestros alcoholes después de un buen rato de ensayo. Ocasionalmente acompañados por nuestros amigos, algunas amigas y a veces incluso por personajes cuyo origen desconocíamos. Estábamos viviendo nuestra fantasía de rock and roll.

    Nos considerábamos una banda afortunada, nuestros logros se iban acumulando y contábamos ya con nuestros instrumentos completos, con una considerable cantidad de seguidores y seguidoras, un reconocimiento cada vez mayor del nombre del grupo: “Perro Fantástico”, nuestra propia camioneta, a la que llamábamos la perroneta, y la mayor comodidad a la que podíamos aspirar: un lugar para ensayar. Era una construcción de dos pisos con sala-comedor y tres recámaras a la que bautizamos como “la perrocasa.”

    Ahí, en esa perrocasa, enclaustrados entre sus paredes cada vez más chorreantes de sonidos y sudores, navegando en una densa nube de cigarrillos Baronet, adormecidos por los vapores del ron Bonampaq o el brandy Viejo vergel, bañados por la lánguida luz de los focos de 60 watts, ahí compusimos y ensayamos las rolas que los chavos de Neza de aquéllos años (cuando el rock mexicano iba saliendo de la crisálida), adoptaron como propias y nos convirtieron en leyenda.

    Una leyenda quizás modesta y un tanto salitrosa, pero leyenda al fin.

  • Rock en familia

    Rock en familia

    La música ha sido muy importante para mí durante gran parte de mi vida. He dedicado horas y horas a escucharla, a tratar de dominar algún instrumento, a entender su lenguaje escrito, a coordinar esfuerzos con otras personas buscando ensamblar nuestras pasiones filarmónicas. He gastado dinero, tiempo y esfuerzo para satisfacer mis ansias, tanto creativas como de degustación. He tomado decisiones cruciales en las que mis actividades referentes a la música han sido el factor determinante. En fin, en muchos sentidos me he movido atraído por la música.

    Después de que Bárbara, mi ahora esposa, y yo decidimos unir nuestras vidas, continuamos formando parte de un conjunto con el que amenizábamos fiestas y eventos varios. Esto nos ayudó durante algunos años a satisfacer nuestras necesidades económicas, hasta que llegó un momento en el que ella decidió no continuar más, seguramente cuando resultó embarazada de nuestro hijo Guillermo. Posteriormente, al cabo de unos años más llegó a nuestras vidas nuestra hija Roxana y ese hecho amarró aún más a mi esposa en el hogar y borró cualquier posibilidad de que ella regresara a la vida de conjuntos y eventos. Sin embargo yo me mantuve aún activo durante varios años más. De hecho, tenemos algunas fotografías en las que se puede ver a mi hijo con una guitarrita de juguete parado a mi lado con pose de ejecutante mientras yo estoy tocando la batería en alguna fiesta.

    Posteriormente, de una manera casi desapercibida, me fui alejando de la actividad musical en conjuntos hasta que la dejé por completo. Así pasaron varios años en los que de algún modo me resigné a ser un escucha, más que un ejecutor. Por ese mismo tiempo, buscando un sitio más tranquilo para vivir, un lugar en el que nuestros hijos tuvieran una mejor calidad de vida, nos mudamos a la ciudad de Toluca y nuestra buena suerte nos permitió vivir en una bonita casa en la que gozábamos de gran tranquilidad y convivíamos muy armoniosamente.  Dicho con otras palabras, había llegado a la edad de la madurez, si no mentalmente, sí en cuanto a mi comportamiento y mis expectativas.

    La conexión y la convivencia que logramos como familia eran, sin exagerar, envidiables. Nuestros amigos nos lo decían, admiraban la forma en la que nos desenvolvíamos, siempre de manera armónica, siempre con cariño y respeto. Sin embargo, hacía falta algo que nos permitiera una convivencia más significativa, mi esposa y yo intuíamos que ir al cine, ir al parque a andar en las bicicletas, platicar historias y todo eso que era nuestra vida, pronto comenzaría a ser menos interesante para nuestros hijos, que estaban llegando a la adolescencia.

    Una tarde, Bárbara me comentó que le agradaría mucho realizar uno de sus anhelos musicales, que siempre se había sentido atraída por tocar el bajo en un grupo, no ya el piano como siempre lo había hecho, sino ese instrumento que le parecía tan poderoso e independiente. Yo le dije que sentía una inquietud similar. Que me gustaría tocar otra cosa que no fuera la batería, algo como la guitarra, a la cual muy seguido le rascaba las cuerdas sin ningún método y sin ningún objetivo. Y de pronto se nos iluminó la mente casi al unísono y pensamos que sería muy padre armar un conjunto en el que todos seríamos aprendices, todos estaríamos comenzando casi de cero: ella en el bajo, mi hijo Memo en la batería, mi hija Roxana (que era muy pequeña aún, tenía diez años) en la voz y yo en la guitarra. Tocaríamos un repertorio compuesto de canciones sencillas pero de nuestro completo gusto y nos ofreceríamos para ir a tocar a las convivencias familiares y de nuestros amigos. Esto último nos pareció la clave de todo el plan: ir a tocar solo por el gusto de tocar y convivir, sin esperar a cambio otra cosa que el beneplácito de la gente que queremos y nos quiere.

    Se los planteamos a nuestros hijos y ellos se mostraron fascinados con la idea. Así que a las pocas semanas ya habíamos reunido los instrumentos necesarios y comenzamos los ensayos.

    Inicialmente no sabíamos que nombre adoptar, pasaban muchos por nuestra mente pero ninguno nos parecía el indicado, hasta que en una ocasión a mí se me ocurrió que si íbamos a interpretar una colección de piezas emblemáticas de la historia del rock, nuestro repertorio sería algo similar a una galería en la cual, en lugar de contemplar cuadros y esculturas, se estarían presentando imágenes musicales. Para complementar la idea se me ocurrió que sería muy sutil y simbólico incluir la contracción del nombre de mi hija Roxana, así, el nombre compuesto sería La Galería de Rox. Una galería en la que estaríamos exponiendo piezas de la historia del Rock.

    Mientras íbamos incrementando nuestro repertorio, adquiriendo un mayor dominio de nuestros respectivos instrumentos y alcanzando un mejor acoplamiento, mi hijo Memo se interesó por la guitarra y comenzó a practicar ayudándose con tutoriales del internet. Su progreso fue sorprendente, al cabo de unos meses había alcanzado un nivel muy aceptable, de hecho, me había superado. En cuanto yo observé esa situación vi la oportunidad de que nuestro grupo diera un salto: como mi nivel en la batería era mejor que el de mi hijo, propuse un intercambio de instrumentos y el movimiento funcionó muy bien. Al cabo de pocos meses conseguimos una base rítmica más firme y una ejecución melódica más versátil y precisa. La verdad es que sorprendimos a propios y extraños. La formación entonces (que fue la que se mantuvo durante el tiempo que duró la banda) quedó así: mi hija Roxana en la voz y teclados, mi hijo Memo en la guitarra, mi esposa Bárbara en el bajo y yo en la voz y batería. La Galería de Rox.

  • Discos que me hacen viajar

    Discos que me hacen viajar

    Hace años, cuando aún no había cumplido los veinte, descubrí que la música no sólo consiste de sonidos y silencios, de melodías, armonías y ritmos; descubrí que hay música que se compone principalmente de sentimientos, angustias, explosiones de alegría, gemidos de tristeza, gritos de confusión, atisbos de esperanza.

    Descubrí la expresión del ser humano desde la profundidad del abismo a través de obras que desde la primera vez que las encontré me parecieron maravillosas. La genial inspiración de The Beatles, la rebeldía de The Rolling Stones, la rabia de The Who y el poder de Led Zepellin.

    A través del tiempo mi admiración por esos grandes artistas fue creciendo. Para mí, al igual que para muchos otros, la música de esas grandes agrupaciones significaba mucho más que los sonidos que podíamos percibir a través de las bocinas de nuestros equipos reproductores, mucho más que lo que estaba grabado en esos discos de vinil negro que tanto apreciábamos. Un disco de The Doors era, además de la serie de canciones, una especie de aceptación a formar parte de un club maldito. Un disco de Pink Floyd era un pasaporte a otros universos. Un álbum de Genesis era la graduación en la ciencia de escuchar rock.

    Recuerdo, por ejemplo, mi primer encuentro con esa inspirada obra de Ian Anderson y Jethro Tull llamada Thick as a brick. Me parecía increíble que un grupo de músicos pudieran tocar de manera tan profunda mi alma. Algunos pasajes de esa obra podían llevarme hasta las lágrimas (aún hoy, a pesar de los años y de haberla escuchado ya muchas veces, me sigue conmoviendo), el dulce sonido de la flauta de Anderson, respaldado por su guitarra acústica y una no menos inspirada guitarra eléctrica (Martin Barre), realzado por el órgano mágico de John Evan y todo sobre la firme base rítmica del bajo de Jeffrey Hammond y los tambores de Barriemore Barlow.

    Ya fuera acompañado por mis amigos o en la soledad, siempre me resultaba una experiencia muy agradable escuchar esa extensa rola que abarcaba ambas caras del LP (long play). El idioma no era obstáculo para disfrutar la bella música, de hecho, de alguna forma la voz de Anderson me transmitía ideas que probablemente no coincidían con el significado real, pero se generaba una verdadera comunicación. Como sea, me las arreglé para, con la ayuda de mi diccionario, traducir lo mejor que pude la letra y comprender de mejor modo el mensaje.

    Podría escribir una gran cantidad de referencias y recuerdos de las obras de artistas de rock que me han conmovido, pero estaría desviándome de mis propósitos al crear este espacio. Mencionaré, sin embargo a dos bandas que me parecen esenciales en la historia de la música de finales del siglo XX: Genesis y Pink Floyd.

    Cuando escuché por vez primera The lamb lies down on Broadway, quizás el mejor álbum de Genesis, no sabía de qué manera reaccionar, deseaba salir corriendo para llevar la nueva a mis amigos, pero a la vez quería seguir escuchándolo una y otra vez, con el tiempo hice ambas cosas. Ese disco conceptual doble con el que Peter Gabriel se despide de Genesis es digno de ser colocado entre las grandes creaciones artísticas de la historia del rock. Igualmente importantes son otras de sus creaciones, como las piezas Cinema Show, Firth of Fifth y I know what I like, del álbum Selling England by the pound; como Super´s ready, del álbum Foxtrot; Squonk, del álbum A trick of the tail y Afterglow, del álbum Wind and wuthering y otras más, muchas más. La trayectoria de esta singular banda debe ser recordada por todos los grandes momentos que aportaron a la música y no solamente por la parte final, en la cual el éxito y la fama terminaron por marear a los integrantes.

    Por otro lado, qué decir de Pink Floyd que no se haya dicho ya. Para mí, el primer encuentro con la obra de esta agrupación fue el álbum compilatorio Relics, el cual, a pesar de que no me encantó, me sirvió de acceso a otros pasajes creativos. Posteriormente fui descubriendo otras obras que me parecieron cada vez más excitantes hasta la llegada de la enorme obra The Wall. Éste álbum, si bien extraordinario, no es el que personalmente me gusta más, yo prefiero Wish you were here, Dark side of the moon, Animals y Atom heart mother, en ese orden. Adoro toooda la obra de Pink Floyd, incluso esas somníferas y pesadas rolas que de pronto nos receta Waters, pero podría mencionar entre mis canciones favoritas: Comfortably numb, Have a cigar, Time, Fat old sun, Sheep y See Emily play.

  • Siguiendo la huella

    Siguiendo la huella

    Durante algún tiempo de la contingencia generada por la pandemia de COVID 19, he estado practicando el piano. En realidad, he estado jugueteando con un teclado electrónico que usábamos cuando aún estábamos en activo con La Galería de Rox —el grupo de covers de rock clásico que organizamos con mi esposa y mis hijos— para tratar de ampliar un poco mis habilidades musicales en general.

    A través de los años he sentido que mi actividad musical en la batería (un instrumento de ritmo y tiempo) no me ha obligado a capacitarme más en aspectos básicos como melodía y armonía. Estoy consciente de que si hubiera tomado esto con mucha mayor seriedad y disciplina hubiera tenido que sumergirme en el mundo de las percusiones, hubiera tenido que dominar la batería mediante la lectura de notación musical, eso además de incluir entre mis compromisos el estudio de instrumentos como el xilófono y las campanas tubulares. Sin embargo no lo hice, de hecho, cuando intenté algo así (cuando contaba con veintitantos años) me planteé la disyuntiva de tomar la música como profesión principal o continuar con mi carrera universitaria de diseño gráfico, me decidí por lo segundo y desde entonces he vivido una especie de matrimonio infiel, estoy comprometido con el diseño pero mis pensamientos e ilusiones no se apartan por completo de la música.

    Cada vez que toco este tema con gente de mi confianza digo que me gusta mucho el diseño y, en general, las artes plásticas, pero que me siento mucho más capaz, con más facultades, en el ámbito de la música. Que cuando estoy ante personas muy dotadas para las actividades gráficas me siento cohibido, disminuido e inseguro; en cambio, es muy difícil que me sienta así cuando estoy entre músicos, aún cuando fueran de reconocido prestigio. Con un poco de preparación previa yo me sentiría con el ánimo para tocar casi junto a cualquier músico popular, o sea, siempre que no fuera indispensable leer una partitura.

    Este sentimiento es el que me hace dudar cada vez que se me pregunta cuál es mi profesión. Desde que me casé estuve alternando mis actividades profesionales entre la práctica musical con grupos de bailes y centros nocturnos y el ejercicio de mi profesión de diseñador gráfico. A pesar de que ya hace más de quince años que mis ingresos los genero exclusivamente de mi labor como diseñador, sigo dedicando mucho de mi tiempo a divertirme con la música. Hice una banda con mi propia familia;  fui hasta los Estados Unidos para encontrarme con mis amigos del Perro Fantástico, nuestra banda extinta desde hace varias décadas; pagué una buena cantidad (para mis estándares) en la producción de una grabación de canciones compuestas por mí (Con Rumbo a Axtlán) y, ahora, de un par de años para acá, he estado trabajando con unos amigos en una nueva banda a la que bauticé como Vinagre. Esto me exige tiempo, dinero y esfuerzo y, en términos prácticos y materiales no me genera ningún beneficio, sin embargo sigo y sigo adelante. Hace algunos meses me clavé practicando con el saxofón. Mi hija nos pidió que le compráramos uno, pero cuando sintió que le resultaba muy complicado lo abandonó. Yo quise aprovecharlo y me puse a estudiarlo. Al cabo de unas semanas ya había avanzado bastante y sorprendía a propios y extraños con mis interpretaciones, pero, de pronto me cansó, dejo de interesarme y lo dejé. Yo pensé que sería tan solo un paréntesis de pocos días pero ya pasaros cuando menos 15 meses de que no lo he retomado.

    De esa manera he estado también haciendo acercamientos al piano. Varias veces he intentado practicarlo de manera sistemática con el fin de alcanzar un buen nivel, pero siempre he terminado por abandonarlo. Nunca he emprendido un esfuerzo serio, inscribirme a una escuela, contratar a un maestro, siempre lo he hecho de manera autodidacta e improvisada y el resultado ha sido que sigo sin avanzar como quisiera.

    Así estoy ahora. Una vez más tratando de agarrar vuelo, tratando de dominarlo cuando menos de forma aceptable, pero siento que voy a volver a fracasar porque ya me están dando ganas de reencontrarme con mi batería, con esos viejos y fieles tambores blancos.

  • Vinagre

    Vinagre

    Durante algunos años la familia que componemos mi esposa Bárbara, Memo, mi hijo mayor, mi hija Roxana y yo, pudimos disfrutar de una experiencia muy bonita que nos permitió convivir y crecer como seres humanos. Me refiero a la creación del grupo musical al que pusimos por nombre La Galería de Rox.

    Fue una temporada que nos proporcionó muchas satisfacciones. Fuimos capaces de montar un repertorio de más de 50 canciones; pudimos ir a tocar a muchas fiestas y reuniones, principalmente familiares; pudimos convivir con personas de muy distintas condiciones que, sin embargo, tenían algo en común con nosotros: su gusto por la música. Fuimos capaces de adquirir el instrumental necesario para poder realizar nuestras presentaciones de una manera muy digna. De hecho, pudimos hacernos de una camioneta que nos sirvió para transportarnos junto con nuestro equipo. Una de las cosas más valiosas que tenía esta agrupación era que acudíamos a tocar sin interés por la paga, nuestra motivación principal siempre fue hacer más agradables las reuniones; en realidad algunas tocadas las inventamos nosotros mismos con la intención de generar convivencia entre los invitados, por ejemplo, durante tres años seguidos organizamos la posada de la privada en que vivimos y además de colaborar con nuestra actuación musical contribuíamos también con alimentos y bebidas para todos los invitados.

    Como decía, fue un tiempo muy bonito que, como todo, se agotó. Una vez que mis hijos se convirtieron en jóvenes, con sus propias inquietudes y objetivos, de manera muy natural se fueron alejando de la agrupación familiar. De una forma casi desapercibida fuimos dejando atrás los ensayos y llegó el día en el que ya no pudimos comprometernos porque cada uno tenía su propia agenda.

    Sin embargo, para ese momento ya habíamos hecho amistad con algunas personas a quienes les gustaba la idea de tocar  rock de los llamados clásicos. Así que, cuando sentí que ya sería muy difícil sostener el proyecto familiar invité a algunos de esos amigos para convivir a la vez que tocábamos algunas piezas. Al primero que le hice la propuesta fue a Arturo Guerrero, un profesor de guitarra y teoría musical en el Conservatorio de música de Toluca. Se trata de un ser humano excepcional; un hombre que siempre tiene palabras amables y positivas para todos, una persona que pareciera sacada de otra época, de un tiempo en el que la cortesía, la amabilidad, los valores humanos eran algo que distinguía a alguien de manera positiva. Pero además de estas cualidades, ya de por sí tan admirables, resulta que es un gran guitarrista, un verdadero virtuoso de su instrumento y, además, con una disponibilidad realmente destacable.

    Invité también a un amigo de muchos años atrás, de los años de Perro Fantástico. Se llama Manuel Murillo pero lo conocemos como el Manix. Es también un gran guitarrista y un amigo muy leal. Él me ayudó hace años en la grabación de mi disco de Axtlán. Es un amante de la música y le fascina el rock de aquellos años, tanto le agradó la idea que decidió acudir a ensayar a mi casa, aquí en Toluca, viniendo cada vez desde su lejano domicilio en Cuautitlán Izcalli. Cada vez que viene hace algo así como tres horas de viaje. Siendo muy buen guitarrista aceptó incorporarse en el bajo para otorgar a la banda una mayor solidez en la base.

    En la otra guitarra integramos a Israel Huitron. Es esposo de Ana Luz, la coordinadora de la licenciatura en la que doy clases. Nos conocimos en los festejos anuales que organiza la Dirección de la Facultad para beneplácito de la planta docente. Él siempre acude acompañando a su mujer y en esos eventos fuimos haciendo amistad. En alguna ocasión La Galería de Rox amenizó una fiesta de Haloween que se realizó en la casa de este matrimonio y ya en la parte final, cuando surgieron los palomazos, Israel tocó unas rolas; posteriormente yo hablé con él y le pregunté si le gustaría integrarse a un grupo y él me dijo que sí, así que, posteriormente, cuando se dio la ocasión lo llamé y se convirtió en un integrante más.

    La verdad es que no nos tomó demasiado tiempo para empezar a sonar bien. Rápidamente teníamos un repertorio considerable y un buen sonido. Cuando alguien nos preguntó el nombre de la banda, a mí se me ocurrió decir que éramos Vinagre, por aquello de que es lo que surge una vez que el vino se agria. A todos los que escucharon les pareció gracioso y como no suena mal, decidimos adoptarlo como nuestro nombre de manera formal.

    Hemos tenido ciertas dificultades para ensayar con la frecuencia que quisiéramos, pero aun así hemos acumulado un buen repertorio. Tenemos algunos planes, entre ellos montar un show a base de canciones históricas de rock mexicano, sin embargo, la pandemia nos hizo detenernos y actualmente estamos en un paréntesis que a veces se antoja eterno.

  • Oscar González Loyo

    Oscar González Loyo

    Durante esta temporada de temor y muerte generada por el COVID 19, he resentido algunas pérdidas que me han causado un gran dolor. Hace unos días me llegó la noticia de una muerte que me afectó mucho, la de mi amigo Oscar González Loyo. Aunque al parecer él no fue víctima de la pandemia, sí se sumó a esta oleada pavorosa que ha enlutado tantos lugares. A Oscar lo conocí mientras estudiábamos en la Escuela Nacional de Artes Plásticas a finales de los 70s del pasado siglo. Yo había llegado a la carrera de Diseño gráfico un poco por curiosidad y otro poco para no cancelar mis estudios, para seguir adelante en mi intención de dar a mis padres la satisfacción de tener un hijo universitario. Pronto me percaté de que algunos de mis compañeros tenían muy claras sus metas académicas, que estaban ahí por convicción y conocimiento. Oscar era uno de ellos. Además de sus facultades innatas para los temas de representación gráfica, contaba con el apoyo decidido de su padre, un profesional del dibujo comercial que gozaba de gran reconocimiento en el ámbito mexicano de las historietas gráficas populares, ahora conocidas de manera generalizada como cómics. Era el creador, junto con otra persona cuyo nombre no recuerdo, de uno de los casos de mayor éxito en la historia de esta forma de entretenimiento, la bruja Hermelinda Linda. El señor Oscar González Guerrero era un ejemplo y un apoyo incondicional para mi amigo. Lo animaba a desplegar toda su imaginación y creatividad sin ningún tipo de restricción, quizá tan sólo en ciertos aspectos morales. Oscar nos deslumbraba a todos los demás alumnos por su facilidad y seguridad al trazar, al componer y plantear sus objetivos artísticos. Rápidamente se convirtió en el líder de un pequeño grupo compuesto por Alfonso Sánchez, Raúl Morales y otro Alfonso, este de apellido Samaniego quien, por cierto, también murió ya. Los invitaba a su casa, en Ciudad Satélite, al norte de la Ciudad de México y ellos nos relataban extasiados a los demás la manera como los trataba el señor Oscar y su esposa. En una ocasión, al verme entusiasmado con estas referencias, mi amigo me invitó a unirme a ellos y pude conocer su morada y parte de su vida. Él era hijo único; sus padres lo adoraban y lo complacían de una manera muy inteligente, a cambio de que él se comportara, en todas sus actividades, de manera responsable y respetuosa. Le sugerían de manera firme que fuera amable y humano con todos los seres que lo rodeaban, esto incluía a las personas, los animales y las plantas. Su casa me pareció hermosa y el sitio en que estaba ubicada maravilloso, lleno de áreas verdes, árboles, prados, desniveles casuales que creaban un ambiente natural y relajante. En un extremo de la estancia principal, subiendo una pequeña serie de escalones, estaba ubicado el estudio en el que trabajaba mi compañero de clases. Tenía un enorme restirador, una gran mesa de trabajo, libreros atestados de maravillosos ejemplares tanto en inglés como en nuestro idioma, libros de arte, manuales de dibujo, enciclopedias y muchos cómics. Tenía una televisión, una videocasetera, un equipo de sonido, muchísimos discos, cassettes de audio, video cassettes, materiales y equipo para dibujar, en fin, el paraíso en la tierra para cualquier aspirante a diseñador. A pesar de su evidente posición de privilegio, nuestro compañero Oscar se mostraba sencillo y amable con todos los compañeros del grupo. Él encarnaba tres de las cualidades que a algunas personas les parecen determinantes: tenía dinero, era talentoso y era una buena persona. En la clase de dibujo (así como en todas las otras clases prácticas) siempre se destacaba, realizaba los ejercicios con agilidad y precisión, de hecho más bien daba la impresión de que las clases le quedaban pequeñas. El profesor, de nombre Jorge Novelo, lo felicitaba constantemente y lo trataba de motivar para que llevara aún más lejos sus dotes expresivas, para que no se conformara con los resultados que obtenía de manera fácil, sino que buscara maneras novedosas y creativas de realizar sus obras. No era Oscar el único que mostraba talento sobresaliente, estaba también Jesús Moreno y un par de alumnas cuyo apellido se me escapa, eran María Antonieta y Nuria. Pero Oscar era, por mucho, el más aventajado, al menos ante los ojos de los aprendices modestos como el que esto escribe. Y sucedió que en una ocasión, cuando presentamos una secuencia de ilustraciones con las que tratábamos de narrar una historia, o sea algo así como una historieta, lo que era la especialidad de Oscar, fuimos testigos de una especie de confrontación entre el profesor y el alumno sobresaliente. Hasta donde recuerdo, el maestro Novelo le pedía que tratara de realizar dibujos menos “estereotipados”, que tratara de apartarse de ese estilo un tanto infantil y buscara una representación más realista, menos complaciente, quizás menos infantil y cándida. Esto pareció no agradarle a Oscar, de pronto estábamos presenciando una faceta que no conocíamos de él, se sentía cuestionado y eso le causaba conflicto. Se negó a aceptar las sugerencias del maestro y le dijo que cada quien tiene su manera de expresarse, que ese era su estilo y no pensaba cambiarlo, que si el profesor notaba alguna falla en cuestiones de proporción, alguna vacilación en el trazo, alguna tachadura, cualquier falla técnica, se lo indicara y él lo aceptaría, pero en lo que no estaba dispuesto a ceder era en su estilo, porque eso era parte intrínseca de él, era su personalidad y eso no lo iba a negociar. Más o menos en ese sentido se dio la controversia. A partir de ese día se produjo una especie de rompimiento entre Oscar y la Escuela. A partir de esta diferencia entre él y el profe Novelo (no me enteré o no lo recuerdo, pero es probable que se haya dado también con algunos otros profesores), Oscar comenzó a declararse incómodo, declaraba, o daba a entender, que el sistema de enseñanza de esa escuela lo estaba incomodando. Asumió una actitud de rebeldía estética que los integrantes de su pequeño grupo respaldaban y alimentaban. Se convirtió en algo así como un guerrero que luchaba en pro de la expresión del dibujo de historieta ingenua. Hasta donde yo puedo recordar, la mayoría de maestros no encontraban motivos para cuestionar sus trabajos, a fin de cuentas presentaba proyectos de gran calidad técnica, con puntualidad y limpieza. Pero a mi me daba la impresión de que mi amigo se había quedado con la espina que le clavó el maestro Novelo al cuestionar sus alcances expresivos, porque constantemente estaba justificando la técnica y características específicas de los dibujantes que a él le parecían los más sobresalientes quienes, por cierto, eran casi todos ilustradores de cómics, o de películas animadas, por ejemplo de los estudios Disney. No perdía oportunidad para argumentar, con ejemplos que nos mostraba en libros, casi siempre de procedencia extranjera, la excelsitud de esos a los que él consideraba grandes artistas y que seguramente lo eran y lo son. Los varios dibujantes que hacían Spiderman, Superman, Batman, el ejército de ilustradores de Disney, de Hanna Barbera, etcétera. También nos mostraba trabajos de artistas europeos, latinoamericanos y mexicanos, casi todos dedicados al cómic o a la expresión fantasiosa juvenil o infantil. En algún momento yo llegué a la conclusión (seguramente errada) de que eso, el hecho de que se sintiera cuestionado, sumado al hecho de que ya estaba trabajando como profesional del dibujo para algunas editoriales, lo fueron convenciendo de que él no tenía nada que hacer en ese lugar y en un momento dado decidió renunciar a la carrera. Pudieran haber sido otras las razones para este abandono, pero yo no las conozco porque sencillamente yo había desertado antes que él. Fue durante el tiempo en el que, con mis amigos, logramos hacer crecer la ilusión de nuestra banda de rock llamada Perro fantástico. Estábamos convencidos (al menos yo) de que la agrupación tenía un enorme potencial para llegar a alturas respetables y que para lograrlo se requería de toda nuestra dedicación. Fue esta la causa de que decidiera abandonar la Universidad, a la cual regresé (un poco con la cola entre las patas) tres años después. Por diversas razones (la principal de ellas siempre fue mi admiración hacia él) nunca perdí la pista a mi amigo. Siempre estuve al pendiente de su trayectoria. Me enteré de su crecimiento como dibujante y vi cómo fue escalando en el ámbito de la ilustración de cómics en México. Supe que le habían asignado la creación de revistas como Parchis, Chabelo y otras más, entre ellas la adaptación para nuestro país de Los Simpson. Además de todos los proyectos para los que se comprometió, creo yo que principalmente por razones de conveniencia económica, su mayor entusiasmo estaba dirigido a sus propias propuestas, y de éstas, la que más lo emocionaba y ocupaba era una historieta a la que llamó Karmatrón. Oscar solía comentar que, al igual que muchos niños y jóvenes en nuestro país, durante cierto tiempo había practicado el karate y había alcanzado un buen nivel. Seguramente esto lo encaminó por el camino de las culturas y filosofías orientales, ya que era muy común en él hacer referencias a prácticas espirituales de India, China, Japón, Tíbet. Era un gran admirador de la cosmovisión de esos pueblos, del respeto que profesan a la vida en general, la sencillez y la humildad, así como de sus prácticas para alcanzar el equilibrio entre cuerpo, espíritu y mente, como la meditación y el yoga. Él llevaba todo esto aún más allá y lo combinaba con el estudio y admiración hacia las culturas tradicionales prehispánicas. A través de una constante revisión de estos temas e influenciado por algunas otras ideas, llegó a la conclusión de que todas esas culturas milenarias tenían algo en común: su origen o inspiración extraterrestre. Para él era más que evidente que civilizaciones mucho más avanzadas que la nuestra, llegadas de otros planetas o de otros planos cósmicos, habían intervenido de diversas maneras en la historia de de algunos pueblos milenarios cuyas obras son inexplicables de otra manera. A la menor provocación, nuestro amigo se encendía y nos recetaba largas disertaciones sobre estos asuntos. A veces reforzaba esas exposiciones mediante su mejor recurso, el dibujo. Nos mostraba esquemas, bocetos e ilustraciones con diferentes niveles de detalle para convencernos de sus razones. Nosotros nos dejábamos convencer por él porque era casi imposible no hacerlo, su elocuencia y convencimiento eran contagiosos. Me imagino que fue con ese afán un tanto pedagógico que decidió crear esa historia que se convertiría en su mayor apuesta creativa, me refiero a Karmatrón. La referencia a esta historieta en wikipedia dice, entre otras cosas, que es un cómic que cuenta las aventuras de un coloso de 100 metros de altura protegido con una armadura mística que defiende al universo de las fuerzas del tiránico emperador Asura del planeta Metnal y del Amo de las Tinieblas, para lo que cuenta con la ayuda de los guerreros kundalini y de los Guerreros Estelares (poderosos robots con sentimientos; también conocidos como los Transformables. El protagonista principal de la historia es un humanoide extraterrestre de nombre Zacek, quien posee un cinturón que le permite transformarse en el poderoso gigante metálico Karmatrón. Al igual que a todos los creadores, a Oscar lo ilusionaba mucho el hecho de que su esfuerzo fuera reconocido por un gran número de personas; quería que su invención se hiciera muy popular. Al igual que a ciertos artistas, a él le producía frustración (no puedo decir con qué intensidad) el hecho de que esa gran popularidad no se produjera. Su propuesta alcanzó el reconocimiento y admiración de muchas personas, pero nunca llegó a ser considerado un éxito. Todo esto ocurría mientras mi amigo transcurría la edad de entre treinta y cuarenta años. Durante ese tiempo yo dejé de mantener contacto con él, tan solo me enteraba de sus logros de manera lejana y muy ocasional. Así pasaron varios años más, hasta que las nuevas modalidades de comunicación traídas por la cibernética me permitieron estar de nuevo en contacto con él. Esto ocurrió, específicamente, a través de Facebook. Al retomar el contacto (aunque fuera a distancia) con mi amigo de juventud pude percatarme, a través de los mensajes que publicaba que, al igual que a muchas otras actividades, a la industria de la historieta impresa la estaba golpeando el arribo de las publicaciones digitales. De manera vehemente, tal como él solía siempre hacer las cosas, Oscar invitaba a todos los navegantes del Facebook a que consumieran historietas impresas, específicamente a que compraran su Karmatrón. Daba adelantos de los plazos en los que estaba previsto que se harían las probables reimpresiones. Para ese momento ya habían pasado varios años desde que la editorial que la lanzó no la imprimía más. De las cosas que pude observar en ese reencuentro a distancia con mi amigo, hay dos que mencionaré ahora porque me parecieron notables. La primera de ellas es que pude constatar la capacidad que Oscar siempre mostró para seducir gente. A través de su propio convencimiento sobre las ideas que manejaba, podía hacer sentir a muchos de sus interlocutores que estaba hablando acerca de verdades profundas e irrebatibles, aun cuando algunas de ellas carecieran de lógica o de comprobación, por ejemplo sus afirmaciones acerca de seres extraterrestres. En varios de sus múltiples seguidores en Facebook pude notar una confianza que rayaba en la fe. Casi cualquier tema que él exponía era aceptado de manera sumisa por sus seguidores. La segunda fue algo que noté que, por algún motivo, me había pasado desapercibido o simplemente no lo había valorado: su enorme capacidad de trabajo. Pude observar cómo, además de los proyectos en los que estaba comprometido y de los que compartía avances, se daba tiempo para hacer extensos comentarios acerca de diversos temas. Invitaba a sus seguidores a seguirlo en conferencias o charlas, ya sea presenciales o a través del internet. Compartía invitaciones o grabaciones de esas charlas o entrevistas que le hacían en diversos medios. Junto con un grupo de dibujantes que se congregaron a su alrededor y crearon un equipo de trabajo (comandado por Oscar) que asumió por nombre ¡Ka-boom!, ofrecía consejos técnicos a modo de talleres, a los interesados en seguir la senda de la expresión gráfica. Colocaba diversas fotos y comentarios acerca de temas de su vida cotidiana, su esposa, sus padres, sus perros, su casa, su taller, sus películas favoritas, sus preocupaciones ecológicas, sus recomendaciones morales y muchas cosas más. Cualquiera podría pensar que todo eso que compartía era pensado por él pero realizado por un equipo de ayudantes, pero quienes lo conocíamos sabíamos que no era así, que una de sus características siempre fue esa enorme capacidad de producción. Yo lo había olvidado y al reencontrarlo en Facebook lo recordé. Para terminar este apunte quisiera expresar una reflexión acerca de este personaje singular al que tuve la fortuna de conocer y que influyó en mi vida de diversas maneras. A él, como a cualquier otra persona, se le podrían encontrar defectos y hasta escatimarle logros, pero algo que sería difícil rebatir sería su enorme bondad y su extraordinaria generosidad. Siempre estaba dispuesto a hacer el bien, era una de esas personas que uno nota que quisieran tener mucho más solo para poder dar mucho más. Procuraba siempre expresarse con respeto de todos, aún de aquellos con los que no estaba de acuerdo. Era un amante sincero de la naturaleza y expresaba con total convencimiento su respeto y admiración por todas las formas de vida. Era un hombre espléndido, en el sentido que damos en México a este término, o sea, alguien que no escatimaba ningún esfuerzo o recurso para complacer a quienes estimaba. Muchos años atrás, en una plática casual que yo sostuve con él, le comenté acerca de mi interés por un autor al que había oído mencionar, su nombre era Carlos Castaneda. Él de inmediato me dio referencias pormenorizadas acerca del escritor y de uno de sus libros intitulado Las enseñanzas de Don Juan. Me dijo que me recomendaba mucho esa lectura, que en ella iba yo a encontrar una gran cantidad de conceptos muy interesantes. Dado el caso de que nos encontrábamos en su casa, me pidió que esperara un momento, se levantó y sacó de un librero un ejemplar del libro, el que él había leído. Me dijo: ten llévatelo, te lo regalo. Yo aún le dije que no, que se me hacía muy mala onda que se deshiciera de su libro para dármelo, pero él insistió. Me dijo algo así como: es que esta lectura te está buscando, yo no soy sino el intermediario. Llévatelo por favor. Y ya no me rehusé. Yo sabía que él estaba convencido de lo que me había dicho, pero también sabía que en el fondo de ese acto estaba esa cualidad que siempre lo acompañó, esa generosidad que se le desbordaba, que lo rebasaba, porque era ante todo un hombre espléndido.
  • Escuchar el infinito

    Escuchar el infinito

    Hace muchos, muchos años, había una tercia de amigos llamados Salvador (a quien todos llamaban Chava), Arturo y Guillermo. Durante un tiempo adoptaron la costumbre de reunirse en la casa de alguno de ellos (casi siempre en la de Chava) para, mientras degustaban algunas bebidas alcohólicas, disfrutar de algunos discos de rock. Normalmente lo hacían durante el fin de semana, pero no encontraban inconveniente para hacerlo también durante cualquier otro día, fuera martes, jueves o incluso domingo.

    Resulta que Chava era ya para ese tiempo un hombre casado e independiente, con los compromisos propios de quien ya tiene esposa y un hijo. Esto lo obligaba a una vida productiva, a trabajar para obtener dinero. Se puede decir que cumplía a cabalidad con sus compromisos de pater familia y con lo que le sobraba se permitía algunos lujos, fue de ese modo como pudo adquirir un equipo de sonido muy bueno para los estándares de ese tiempo. Se trataba de un sistema marca Gradiente, de origen brasileño. Por favor no se vaya a pensar que el hecho de que el origen del aparato sea tercermundista lo descalifica necesariamente, muy por el contrario, gozaba de muy buen prestigio porque realmente ofrecía una excelente calidad de sonido.

    Normalmente el tercio de amigos se refugiaba en la casa de Chava después de que Arturo y Guillermo habían concluído su labor productiva de ese tiempo, esto es, después de que habían terminado de tocar con su conjunto musical, ya fuera en una fiesta, un bar o una cafetería. Por cierto, aunque Chava no era músico, frecuentemente los acompañaba y, cuando se habían desocupado, pasaban a alguna parte a cenar y de ahí se iban a su casa a oír música.

    Eran unos apasionados del llamado rock progresivo y se esforzaban para conseguir lo más novedoso de ese género. Discos de vinilo o acetato que atesoraban como verdaderas joyas. Alguna vez uno, otra vez otro, solicitaba que esa noche se le concediera el espacio para exponer su nuevo hallazgo. De esa manera, en la pequeña estancia del departamento de Chava se escucharon obras de Genesis, Jethro Tull, King Crimson, Yes, Camel, PFM, Pink Floyd y muchos exponentes más de lo mejor del arte sonoro que se estaba generando en ese tiempo. Ellos en ese momento no lo sabían, pero estaban haciendo los honores a lo que posteriormente se reconoció como la más alta cumbre que jamás alcanzó el rock y, quizás, la música popular del siglo XX.

    El ritual era sencillo. Los amigos comenzaban ingiriendo algunas cervezas o algunos cocteles de ron con coca cola mientras comentaban alguna cosa que les pareciera. Para entonces el anfitrión ya había puesto a sonar su equipo con algún disco de su elección. Una vez que los tragos habían calentado el ambiente, uno de los tres camaradas solicitaba que se hiciera girar el disco que había traído para esa ocasión. Hacía una especie de reseña introductoria, ofrecía algunos datos acerca del origen de la banda, de la grabación específica, de la recepción que se la había dado en diversos ámbitos, sobre todo, de cómo había llegado hasta él la información del disco y el propio disco. Entonces, ponían a sonar al acetato y guardaban silencio. Escuchaban la obra completa prácticamente sin comentar nada, salvo algunas expresiones de emoción casi involuntarias. Una vez que concluía la grabación volvían a poner el disco, ahora sí haciendo comentarios e incluso deteniendo la reproducción para repetir algún pasaje, alguna pieza. Las expresiones iban creciendo en intensidad a medida que la botella de ron se iba vaciando. Posteriormente escuchaban alguna selección variada, algunas rolas emblemáticas para el pequeño grupo de amigos, piezas que para ellos se habían convertido casi en himnos.

    A pesar de que el nivel del volumen se iba incrementando cada vez más, nunca se llegaba a un exceso que impidiera el disfrute de la música. Procuraban un respeto hacia la propia sensibilidad auditiva, pero también mantener la mesura por respeto a la esposa y al hijo de Chava, quienes estaban durmiendo en la recámara. Por supuesto que hubo ocasiones en las que se pasaron de la raya y, tanto el nivel de la música como el de las expresiones de entusiasmo se elevaron demasiado, quizás hasta llegar a molestar a la familia e incluso a los vecinos, pero realmente habrán sido pocas. Por lo general se dedicaban a disfrutar la música y la amistad.

    Fueron tiempos en los que la selección de lo que se escuchaba representaba muchas cosas. Quizás ahora sucede igual, sería difícil afirmarlo, pero da la impresión de que en aquellos años la música representaba algo muy importante para algunos jóvenes. Resultaba una toma de postura respecto a diversos temas, era un intento por disfrutar de las manifestaciones artísticas que se gestaban en otras partes del mundo, era también una muestra de solidaridad con jóvenes de otras latitudes que estaban demostrando que tenían sus propios gustos, que estaban construyendo su propio mundo. Escuchar esos discos de rock significaba salirse de los cánones de comportamiento impuestos por el orden establecido, romper los amarres de la tradición y las conductas por imitación, dejar atrás la obediencia inercial.

    En el México de entonces, tener como preferencia el rock era ya, de hecho, una postura de inconformidad, pero ser seguidor del rock progresivo significaba ir un paso más allá, era internarse en parajes de incomprensión y hasta cierto punto de soledad. Ahora resulta casi obligado declararse admirador de Pink floyd, casi cualquiera se dice conocedor de esa banda porque ha tenido oportunidad de escuchar Otro ladrillo en la pared, pero en aquél tiempo, ser seguidor de Syd Barret y compañía era como estar habitando en un mundo alterno y eso era parte de la emoción, era un motivo de orgullo, significaba ser alguien que no iba con la corriente, alguien que había decidido buscar nuevos horizontes.

    Pero, además de eso, estaba la increíble experiencia estética que obtenían quienes optaban por esa modalidad musical. Se dejaban transportar a alturas increíbles de la mano de esas inspiradas figuras y se generaba entre ellos, entre los escuchas y los ejecutantes (aún a la distancia) una verdadera comunicación espiritual una relación mágica. Entre los protagonistas de ese movimiento musical (a nivel mundial), se generó una sana competencia para ver quien llegaba a alcanzar los niveles más altos de virtuosismo, para descubrir nuevas formas de expresión musical, para crear la obra que superara a todas las anteriores, para hacer el álbum diferente, que marcara un hito en la historia de la música. Y los receptores, los escuchas, nos deleitábamos con cada nueva propuesta.

    Cada quien podrá decir que le ha tocado vivir la experiencia musical más maravillosa, que la música de “su tiempo” ha sido la mejor. Al trío de amigos que solían juntarse para celebrar la vida oyendo esas grandes propuestas de rock, nadie les hubiera podido quitar de la cabeza que esas sesiones de apreciación musical eran incomparables. De que, cuando ellos se dejaban transportar por algún trozo musical especial, el mundo se detenía, la vida se volvía eterna, ellos alcanzaban a sentir el infinito.

  • Discos y cassettes, esos viejos amigos

    Discos y cassettes, esos viejos amigos

    Hoy comencé a hacer limpieza en la pequeña habitación que uso como espacio de trabajo en mi casa. Entre las primeras cosas que decidí sacar están dos cajas para guardar cassettes y una para guardar videos. En cada pequeña caja de cassettes musicales caben aproximadamente 45 y en la de videos (VHS) unos 24. Se trata de una labor muy dolorosa, ya que cada uno de esos pequeños dispositivos que contienen música, video o ambas cosas, significa mucho para mí, sin embargo, es necesario ir haciendo espacio, ya sea para traer otros objetos o simplemente para tener un sitio menos saturado. Mientras estaba alistando las cajas para arrumbarlas me vinieron a la mente varios pensamientos. Recordé cómo fui atesorando esos cassettes hace varios años. Rememoré la ilusión con que nos dábamos a la tarea de ir haciendo un pequeño (o grande, según los recursos de cada quien) archivo con las grabaciones de nuestra preferencia. Era importante tener en nuestro poder esas obras de manera tangible. Los melómanos obsesivos como yo procurábamos tener grabaciones de la mejor calidad de sonido posible. En ese tiempo lo que prevalecía como medio de reproducción musical eran los discos de acetato o vinil. Para los fanáticos de determinado género era crucial conseguir las versiones más cotizadas, tanto por su calidad  sonora, como por su presentación física. Las cubiertas eran también un factor muy importante para la valoración general de una obra. Era frecuente que decidiéramos la compra de un disco por el arte de la cubierta, apoyada, claro está, de alguna referencia previa. La mayor parte de producciones que buscábamos mis amigos y yo eran de rock en inglés, por lo que, aunque casi siempre nos conformábamos con poder conseguir la versión hecha en México, era mucho más codiciada la obtención de los álbumes importados de Inglaterra o Estados Unidos, los cuales, obviamente, costaban mucho más. Pero sentíamos que el sacrificio que significaba gastar nuestros pocos recursos en algún disco bien valía la pena. El siguiente paso en el ritual era reunirnos en la casa de alguien y disfrutar la grabación en colectivo animados por unas buenas cervezas o unos tragos de ron o brandy. Para llegar al sitio de reunión solíamos hacer el recorrido caminando desde casa y eso nos daba motivo para llevar el disco (o los discos) bajo el brazo, procurando que el resto de la humanidad se enterara de que íbamos portando una joya. Claro que a nadie le importaba un cacahuate eso. Seguramente ni quien volteara a vernos, y quienes lo hicieran difícilmente darían alguna importancia a lo que íbamos cargando. Pero eso era lo de menos, lo realmente importante era el sentimiento de creerse diferente, de imaginar que pertenecíamos a una casta privilegiada que estaba de iniciados en un misterio tan profundo como satisfactorio. El avance tecnológico permitió la llegada de los cassettes. Pequeñas cajitas que cabían en la bolsa del pantalón. Su pequeño formato no permitía una expresión plástica en las cubiertas como ocurría en las portadas de los LPs, pero la calidad de sonido llegó a ser muy aceptable. Cuando uno contaba con un buen equipo reproductor se podía obtener una buena experiencia auditiva. Estas cintas no sustituyeron a los discos, yo diría que más bien los complementaron. Normalmente comprábamos el acetato y, para evitar el desgaste de esa joya, lo copiábamos en un cassette y de ese modo lo podíamos tocar una y otra vez sin temor. El resultado fue que, a medida que crecía la colección de discos, iba creciendo también la colección de cassettes. En ocasiones también comprábamos cintas grabadas de fábrica, o sea, no hacíamos la copia, sino que el producto ya venía grabado y empaquetado por la compañía productora. Era muy común que las personas tuvieran tanto el disco como el cassette de algunas producciones musicales. El complemento de las cintas era, obviamente, un aparato reproductor, al que llamábamos grabadora o casetera (mención aparte merecen los llamados Walkman, pequeños reproductores de bolsillo que significaron toda una revolución cultural). Con esa maravillosa combinación podíamos reproducir pero también hacer nuestras propias grabaciones. Solíamos grabar pláticas y convivencias, pero lo más común en mi caso –y de mis amigos– era grabar discos y música del radio. De esa manera, nos convertíamos en verdaderos cazadores de programas en los que programaban canciones o álbumes completos sin la interferencia de anuncios o comentarios. Los programadores de algunas estaciones de radio estaban al tanto de eso y algunos de ellos nos complacían reproduciendo, en ciertos horarios, sesiones musicales sin interrupciones que llegaban a ser un verdadero deleite y una forma de mantenernos actualizados respecto a lo que ocurría en otras latitudes del mundo. Claro que también es necesario recordar la manera en la que la gran mayoría de estaciones de radio escatimaban la buena música (del género que fuera) y preferían programar lo más comercial e insulso con la finalidad de retener, del modo más comodino, a su público cautivo. Y, si eso ocurría con todos los géneros musicales, era irritante ver como, ya sea por desprecio, temor, ignorancia u obediencia de indicaciones, el género más afectado era el rock. Como decía, teníamos que andar “cazando” las escasas opciones que surgían. Sobra decir que, si esto sucedía con la radio, con la televisión el panorama era peor. Era también muy común regalar y recibir como presente tanto discos como cassettes. Cuando alguien creía adivinar tus gustos se atrevía a darte como obsequio especial una grabación musical. El avance de las cintas de video fue muy similar. Casi en los mismos términos, las mismas razones y los mismos motivos, pero con la intención de conservar imágenes en movimiento. Grabaciones caseras, mensajes, pero sobre todo películas. El cine al alcance de cualquier hogar. Esto dio por resultado la acumulación de cassettes, tanto grandes como pequeños, en todas las casas. Posteriormente sucedió algo muy similar con los discos compactos o CDs. Nos pusimos a recolectar lo que ya teníamos en discos de vinil y en cintas y hubo quienes, al agregarle novedades, terminaron por formar enormes fonotecas. Posteriormente la tecnología nos ofreció el formato DVD, discos pequeños, del tamaño de los CDs pero con mucha mayor capacidad de almacenamiento, tanta que podía contener sin problemas una producción cinematográfica o un concierto musical. Los video cassettes se fueron a la bodega y todos nos pusimos a juntar películas como locos, tanto “originales” como piratas. Y después llegó la reproducción de obras musicales o de video en streaming y mandó todo lo anterior al baúl de la obsolescencia. Ahora tenemos la posibilidad de ver películas, conciertos, tutoriales, videos, cursos y lo que se ocurra; así como buscar y escuchar los temas musicales favoritos (los que nunca habíamos escuchado y los que no sabíamos que existían) y no solo eso, sino incluso ver el video de prácticamente cualquier tema. Como consecuencia, la mayoría de las personas ya no hacemos caso a nuestros “antiguos” discos, cassette, cintas de video, CDs o DVDs. Para muchos, estos objetos del ayer no son ahora sino un estorbo. Es frecuente ver como la gente se deshace de colecciones, que en otro tiempo fueron verdaderos tesoros, arrojándolos al camión de la basura o poniéndolos a disposición de quien los quiera de manera gratuita. Hay personas más sensibles que otras. Así como algunos prácticamente arrojan a la calle sus joyas de antaño, existen quienes no están dispuestos a desprenderse de uno solo de sus recuerdos. Yo no soy tan devoto de mis pertenencias, pero tampoco tan indiferente. Es por eso que cada vez que quiero hacer una limpia de cosas me cuesta tanto trabajo. Sin embargo, aveces termino por tomar algunas decisiones drásticas y esto ha dado por resultado que me he deshecho de objetos que pudieron ser de valor en otro momento. He descartado revistas, libros y algunos instrumentos que han dejado de ser útiles en una nueva circunstancia. Los cassettes y cintas de video que saqué hace unos días de mi pequeña oficina los almacené en una cisterna seca que tenemos en casa. Envolví en plástico las cajas contenedoras para protegerlos de la eventual humedad y los coloqué dentro de esa especie de fosa con paredes de concreto. Sentí gacho, pero no tanto porque, como sea, ahí están, como dormiditos. Si un día quiero volver a reproducirlos puedo recuperarlos e intentar hacerlos sonar. Quizás aún pueda encontrar un dispositivo que me permita hacerlo, quizás, si no lo tengo, lo pueda conseguir, mientras tanto, ahí están, arrojados a la oscuridad, como viejas amistades que se quedaron atrás, desvaneciéndose en un pasado que se aleja más cada vez.
  • Memes, desmadre y polarización

    Memes, desmadre y polarización

    Me resulta muy interesante ese fenómeno de comunicación que son los “memes”. Si ya antes de esta situación del aislamiento por la pandemia me parecían un fenómeno de comunicación y proyección muy atractivo, ahora, en estas circunstancias, me llaman aún más la atención.

    Supongo que a todos nos sucede que, al navegar a través de la sucesión de imágenes, videos y textos que conforman en pantalla la actual plataforma de Facebook, nos es imposible permanecer indiferentes ante la cantidad de ocurrencias que salen al paso. Hay de todo, desde videos chuscos hasta extensos mensajes doctrinarios, pasando por mensajes publicitario, obvios o disfrazados. Entre todo ese cúmulo de mensajes los que me resultan más admirables son los memes espontáneos.

    Para mi propia comprensión y asentamiento de ideas he hurtado de wikipedia la siguiente definición de meme: “Según el especialista en comunicación mexicano Gabriel Pérez Salazar, el meme de Internet es como una imagen acompañada por texto, como unidad cultural replicada que aparece «de manera identificable, plenamente reconocida»”.

    Mi acercamiento con los memes fue gradual. Fui encontrándolos de una manera casi desapercibida, más bien, no sabía que esos eran los mentados memes. Simplemente me salían al paso en mis incursiones al Facebook. Como yo siempre he sido muy simple, o sea, me causan gracia y risa cosas que a muchos les parecen tonterías, disfrutaba mucho algunas de esas ocurrencias. De hecho, he pensado que hubiera sido una buena idea ir haciendo una colección de ellos, lo que seguramente ya algunas personas han hecho.

    Decía que en estos días de encierro he encontrado una enorme cantidad de ideas, algunas de ellas realmente admirables. No voy a ponerme a describirlos o reseñarlos aquí, simplemente los menciono porque me parece que representan un recurso de catarsis social muy importante. Nuestra sociedad conectada actual encuentra en ellos una manera de desfogar algunas de sus inquietudes, temores y ansiedades a través de la ironía y el sarcasmo.

    Es interesante ver como no hay un solo tema intocable. Todo puede ser motivo de escarnio. Todos podemos ser blanco de la atención de muchos observadores, lo que ocasionalmente se puede llegar a hacer viral y entonces la mirada será de miles y a veces de millones.

    Estoy convencido de que el turno de algo para volverse viral responde más que nada al azar. Difícilmente logra esta exposición masiva algún esfuerzo intencional. He sostenido en algunas charlas casuales al respecto que apoyo mi teoría en el hecho de que las grandes empresas publicitarias darían lo que fuera porque alguna de sus ideas alcanzara el nivel de visualización de los casos más emblemáticos, por ejemplo el gif de Travolta extraviado en la incertidumbre, la imagen de Batman abofeteando a Robin, el gatito haciendo escarnio de la expresión histérica de una rubia pretenciosa y varios otros que seguramente han sido ya analizados, enjuagados y tendidos por personalidades de la sociología y la cultura colectiva.

    Yo tan solo los percibo, a veces los disfruto, a veces los sufro; a veces me divierten, a veces me molestan; algunos los admiro, otros los lamento, pero trato de no enredarme demasiado con ellos. He visto que hay quienes se ofenden, se irritan, los toman demasiado a pecho y, cuando eso ocurre, siempre recuerdo lo que en alguna ocasión comentó mi hijo en una charla con sus amigos: no se lo tomen en serio, –les dijo– el Facebook (es la plataforma de la que discutían) es para divertirse, no para reflexionar; es para echar desmadre y ver como otros echan desmadre. Cada vez estoy más convencido de que habló con mucha razón.

    Debo anotar que siempre que hablo de redes sociales, en lo personal me refiero únicamente a Facebook y WhatsApp. Son las que yo suelo manejar, las que he encontrado útiles y entretenidas a la vez. Hay quienes dicen que esas precisamente son las redes de los viejitos, que los chavos prefieren Twitter e Instagram, que los niños prefieren WeChat o TikTok y los profesionistas no rucos Linkedin. No puedo negar o confirmar eso, lo que sí puedo decir es que, sea la plataforma que fuere, no soy un usuario muy activo, en realidad lo que hago es utilizar el par de recursos que ya mencioné para labores de comunicación. Me parece que son excelentes medios para enviar avisos, saludos, advertencias e incluso para compartir de vez en vez alguna foto o un video. Tengo por norma evitar los mensajes extensos por esa vía, prefiero una llamada telefónica cuando hay algo que tratar con mayor atención. Tampoco me parece bien que algunas personas traten de promover sus creencias a través de esos recursos de comunicación, largos textos, videos, imágenes. Hay quienes no cesan de mandar propaganda de sus creencias religiosas o, quizá peor aún, de sus preferencias políticas.

    Respecto a este último tema: la política, es preciso mencionar que las redes sociales se han convertido en una arena de lucha entre diversas preferencias, para ser más precisos, entre dos tendencias, la de los que defienden un movimiento de “izquierda” y la de quienes lo rechazan. Desde hace ya varios años la sociedad mexicana se ha polarizado a partir de este tema. Quienes apoyan la ruta izquierdista son incapaces de entender, o cuando menos comprender, a quienes no lo hacen y lo mismo a la inversa. Hemos llegado a niveles de encono realmente alarmantes, al grado de que han surgido disgustos serios en el seno de las familias y entre amigos de años. Todo el tiempo se pueden ver mensajes por parte de ambos extremos, desde muy inocentes, a verdaderas campañas orquestadas por profesionales. Desde declaraciones jocosas hasta difamaciones criminales. Confieso que yo mismo me he dejado influenciar por esa pasión y, aunque he procurado mantenerme más bien pasivo, tratando de no echar más leña al fuego, no he podido evitar exaltarme en ciertos momentos, aún y cuando siempre me estoy repitiendo que lo más razonable sería dirimir nuestras diferencias ideológicas a través de ejercicios de diálogo civilizado, con la intención sincera de llegar a acuerdos en beneficio del país en su totalidad, algo que parece imposible. Más imposible me parece ahora que, aún cuando todos coincidimos que estamos enfrentando uno de los retos más grandes en la historia de la nación (y de la humanidad), o sea la pandemia del Covid, seguimos siendo testigos, y protagonistas a la vez, de  una desenfrenada guerra ideológica que nos mantiene desunidos y puede ser un factor que nos complique más la, ya de sí, grave coyuntura, la dura batalla que apenas está comenzando.

  • Carlos Salazar Pérez

    Carlos Salazar Pérez

    Mi paso por el bachillerato significó mucho en mi vida. Definió muchas cosas en mi existencia. Ahí me pude dar cuenta de la gran variedad de personalidades que pueden existir en una ciudad enorme, como la de México, en aquel tiempo llamada Distrito Federal.

    La mayor parte de mis primeros 15 años de vida los había vivido, por decirlo así, en la provincia. Tanto yo como mis hermanos y amigos realizábamos casi todas nuestras actividades de manera muy local. La primaria y la secundaria las viví centrado en esa franja de territorio que era la zona limítrofe de Neza y la delegación Iztapalapa.

    Cuando ingresé al CCH Oriente para realizar la educación media superior, pude conocer personas de diversas partes de la ciudad. Había quienes venían de la colonia Moctezuma, de la Obrera, de Ayotla, de la Agrícola Oriental y, los más afortunados, los de mejor posición social, de la Jardín Balbuena. No es que fueran ricos, para nada (aunque había una chica que sí podría clasificarse como de clase media alta), pero esa colonia tenía, y sigue teniendo, el mejor prestigio de esa región de la ciudad. De ahí, de esa colonia, era el amigo del que quiero escribir en esta ocasión. Su nombre era Carlos Salazar Pérez. Nótese que estoy usando el verbo en tiempo pasado.

    No sé qué fue lo que nos acercó para que nos hiciéramos amigos. Quizás que éramos de los más jóvenes e inocentes en el grupo. Nuestros intereses y comentarios seguramente parecían muy infantiles a la mayoría de nuestros compañeros. También pudo deberse a que, aunque el ambiente del que procedíamos era muy diferente, de algún modo teníamos intereses en común, por ejemplo, a ambos nos gustaba el futbol americano y el rock. El caso es que a partir del tercer semestre nos comenzamos a aproximar en clase y, poco después, frecuentaba yo mucho su casa.

    Una experiencia que compartimos pudo haber sido la que nos acercó de manera muy significativa. Resulta que algunos de los compañeros que teníamos en común habían comenzado a consumir marihuana de manera muy habitual desde hacía algunos meses. Tanto Carlos como yo asistíamos a algunas de las quemas tan solo como testigos un poco asustados; pero cada vez le perdíamos más el miedo y, finalmente, una mañana que estábamos en el Colegio organizándonos para ir a un concierto de rock en la prepa 1, se nos acercó un amigo llamado Toño y nos dijo que le estaban ofreciendo un cartón (un paquete cilíndrico) de mota a muy buen precio, pero que él no tenía todo el dinero. Por aquellas casualidades del destino resultó que Carlos y yo llevábamos algo de dinero (lo cual, en mi caso, era muy inusual) y terminamos comprando tal oferta entre los tres. Antes de emprender el viaje rumbo al reventón, fuimos a la parte trasera de la escuela (que en ese tiempo consistía de un enorme llano) y ahí liamos unos cigarrillos y los fumamos. Para Toño y algunos otros de los participantes ese “toque” era algo cotidiano, pero para Carlos y para mí era algo totalmente novedoso y, después del nerviosismo inicial, vino el efecto que, en mi caso, fue muy severo, seguramente debido a mi aprensión. Fuimos al concierto que, por cierto, no se consumó, y regresamos a nuestra escuela y a mí no se me bajaba el efecto. Aunque nunca se lo dije a mis amigos, la verdad es que para mí fue una experiencia muy desagradable. Lo peor de todo fue regresar a casa con mi tercio del cartón escondido, una cantidad que podría alcanzar para liar cuando menos diez cigarrillos, y no hallaba dónde ocultarlo en casa. Además, mi conciencia me atormentaba, sentía que había traicionado la confianza de mis padres. No recuerdo qué fue lo que hice con esa cantidad de hierba, es muy probable que después me la haya llevado a casa de Carlos y allá la dejé. Algo que me comentó la siguiente ocasión que nos vimos fue que a él sí le había agradado la experiencia. Me dijo que tendríamos que repetirlo, e inmediatamente se puso a fumar en su propia casa.

    Carlos vivía en una casa sencilla, pero muy digna, de la colonia Jardín Balbuena. Una construcción claramente diseñada por arquitecto de una sola planta con tres recámaras . Vivía ahí él, sus dos hermanos menores y su mamá, una señora de cuarenta y tantos años que estaba obligada a trabajar porque el esposo había muerto unos años atrás. Debido a que la doña se ausentaba casi todo el día y sus hermanos pasaban varias horas en la escuela, la casa se quedaba a disposición de mi amigo, así que al llegar yo ahí podíamos escuchar nuestra música favorita, preparar algo para comer y a veces hasta hacer tarea.

    También solíamos ir a visitar a otro compañero de clase que vivía en un departamento a unas cuantas cuadras, su nombre era Hilario pero todos le decíamos Lalo. Una tarde que estábamos de visita en su casa Lalo nos propuso fumar marihuana mientras escuchábamos música. Su selección musical fue Thick as a brick, un álbum de Jethro Tull que había sido lanzado hacía poco tiempo. Nos sentamos en un sofá, fumamos un porro de mota y pusimos el disco. Debo decir que fue una de las experiencias auditivas más maravillosas que he vivido jamás. Sentía como si las notas tuvieran peso, como si tuvieran una personalidad propia cada una de ellas. Algunos momentos melódicos me parecieron tan sublimes que me arrancaron el llanto; fue para mí una vivencia tan bella que, aún ahora, varias décadas después, la sigo considerando una de mis favoritas.

    A partir de esa ocasión, una vez que le habíamos perdido totalmente el miedo al cannabis, la comenzamos a consumirlo con mayor frecuencia. Aún así, yo puedo decir que el número de veces que la fumé mientras estuve asistiendo al CCH no fueron demasiadas, de hecho pude llevar la cuenta y no excedieron las veinte. Resulta que en realidad nunca terminó de agradarme . Mi amigo Carlos, en cambio, sí se aficionó mucho al consumo de esa hierba. Cuando dejamos de frecuentarnos –lo que ocurrió unos meses después a raíz de que yo prácticamente abandoné la escuela mientras él siguió adelante– fumaba diariamente y en ocasiones varias veces en el mismo día. Posteriormente, cuando yo llegaba a visitarlo, ya de manera muy esporádica, podía constatar cómo seguía consumiendo mota y, además, solía también ingerir otro tipo de drogas, generalmente pastillas porque, seguramente, se sentía con cierta autoridad al respecto tras haber comenzado a estudiar la carrera de Medicina en la UNAM.

    Poco a poco fui dejando de acudir a visitarlo hasta que ya no lo hice más. Los años pasaron y lo poco que sabía de él era por referencias vagas que me llegaban de manera muy esporádica. Me enteré de que había logrado terminar la carrera de médico cirujano y trabajaba en un hospital del IMSS. No mucho más.

    En una ocasión, aproximadamente 12 años después de la última vez que lo había visto, viajaba yo en el metro con Bárbara (mi ahora esposa), un guitarrista llamado Rogelio y Tere, su mujer. Una estación antes de Centro médico abordó el vagón una pareja de médicos, distinguibles por su indumentaria blanca. Yo no les presté demasiada atención hasta que observé que Tere dirigía discretas miradas y gestos a Bárbara indicando que el médico varón le parecía guapo. De manera también discreta, dirigí mi morbosa mirada buscando constatar el hecho y al ver el rostro del doctor me di cuenta de que se trataba de mi amigo Carlos. No he mencionado que, entre las muchas cualidades que tenía, su galanura era algo que las mujeres siempre alababan.

    Encontrarlo de nuevo después de tantos años me pareció una coincidencia muy agradable, así que di dos pasos y me coloqué a su lado para saludarlo. Hola Carlos, le dije, cómo estás. Él volteó a verme bajando un poco la mirada, ya que era cuando menos diez centímetros más alto que yo y, tras unos segundos de notoria duda, me dijo al fin: ¿quién eres?

    Entre confundido y abochornado (Bárbara y Tere estaban muy atentas) le dije: soy Guillermo, tu compañero del CCH. Sonreí al decirlo, como haciéndole notar que comprendía que no recordara a alguien de tantos años atrás. Él sacudió la cabeza y volteó a ver a su compañera como para indicarle que estaba ante una situación un tanto desconcertante. Volvió de nuevo su mirada a mí. Yo le dije: acuérdate, me decían el Borrego. Medio sonrió y sacudió de nuevo la cabeza. El metro abrió las puertas porque estábamos ya en la estación y él me dijo de manera apresurada: bueno, mucho gusto, luego nos vemos. Y se bajó sin dar muestras de haberme reconocido ni remotamente. Yo me quedé muy confundido y un tanto abochornado porque mis acompañantes habían presenciado esta escena en la que yo quedaba como alguien despistado, alguien que, seguramente, había sido engañado por sus recuerdos. Lo único que atiné a decir fue que me parecía muy raro que no me hubiera reconocido, pero juré que no era yo el desorientado, que ese era mi amigo Carlos. No sé si me creyeron, simplemente seguimos nuestro camino y pasamos a otras cosas.

    Posteriormente intenté discernir lo qué había ocurrido en la mente de mi amigo y mi conclusión fue que seguramente había continuado con sus adicciones, vaya uno a saber a qué tipo de drogas. No volví a saber más de él hasta varios años después, quizás unos diez.

    Una mañana, cuando ya vivíamos en Toluca, en la casa que rentábamos en la colonia Ocho cedros, sonó el teléfono y yo, aún en la cama, descolgué el auricular. Para mi sorpresa, quien me buscaba era un amigo del CCH, su nombre es Sebastián Estrada y lo apodábamos El vampiro, no sé porqué. Me causó mucha extrañeza que me buscara después de tantos años, en primer término porque nunca fuimos muy amigos, en segundo, porque no tenía idea de cómo había conseguido mi número telefónico. Durante aquellos días que refería, en los que Carlos y yo descubrimos la marihuana, también El vampiro lo hizo pero, a diferencia de nosotros, él se aficionó muchísimo de manera muy rápida. Llegó un momento en el que se le veía caminando por los pasillos y espacios abiertos de la escuela siempre drogado, acompañado de otros alumnos que se habían aficionado a esa hierba tanto como él. A mí me daba la impresión de que para él la realidad era ya completamente otra, como algo detrás de una bruma espesa a través de la cual nos miraba como en sueños. No creo estar exagerando, lo que sucede es que algunos de esos compañeros realmente se clavaron mucho en el consumo de ese enervante y muy probablemente de algunos otros. Esa mañana me comentó que se había encontrado con otro ex compañero de aquél tiempo, Antonio Trejo Mancilla (quien también se aficionó mucho a la droga) y que éste le había pasado mi teléfono. Me dijo que estaba contactando a los amigos del pasado simplemente con la intención de saludarlos y saber qué era de su vida. Después de intercambiar algunos recuerdos y comentar cosas acerca de nuestra vida actual, de pronto me preguntó si sabía lo que había pasado con El guajolote, o sea, Carlos Salazar; y es que ese era el apodo de nuestro amigo. En aquél tiempo Carlos se caracterizaba, entre otras cosas, por ser muy expresivo y burlón. Por cualquier motivo soltaba una sonora carcajada, casi siempre mofándose de alguno de nosotros. En respuesta un tanto vengativa a alguien se le ocurrió ponerle ese horrible apodo: el guajolote, en referencia al singular sonido que emite ese animalito, llamado glugluteo o cloqueo . Ahora, después de todos esos años, Sebastián lo traía a la memoria refiriéndose a él con ese sobrenombre. Yo le respondí que no sabía nada de él desde hacía muchos años. Entonces me comentó que había muerto unos meses atrás. Que se había ido a meter a una casa de la colonia Romero Rubio en la que daban una especie de hospedaje de unas horas a quienes deseaban ir ahí a hacer un viaje con drogas fuertes, heroína, crack, ácido. Que Carlos solía ir ahí frecuentemente y que en una ocasión se extralimitó y sufrió un infarto al corazón. Así fue como terminó sus días. Me contó que nuestro amigo era médico y estaba casado con una doctora, que trabajaba en un hospital del Seguro Social y que a muchos de sus compañeros de trabajo les causó mucha extrañeza saber que era un adicto a un grado tal que terminó perdiendo la vida.

    Enterarme de eso me afectó enormemente. Aún cuando habían pasado muchos años sin haber tenido contacto con él, aún después de aquél incidente en el que me desconoció, para mí siguió significando una relación muy importante en una momento crucial de mi vida, nada menos que el paso de la adolescencia a la juventud. Aunque en muchos sentidos nuestras vidas eran diferentes, en algunos otros teníamos similitudes. A ambos nos resultaba insulsa la vida ordinaria, esa que suele vivir la mayoría de la gente, en la que están tan solo esperando a que las circunstancias se vayan acomodando para dejarse llevar, de manera confortable y sin compromisos, por una trayectoria temporal sin complicaciones, sin grandes emociones, sin grandes riesgos. Creo que ambos íbamos camino al fracaso en nuestra intención de hacer una existencia intensa y arriesgada; creo que tanto él como yo al final caímos en la mediocridad y adormecimiento en el que cae la mayoría de las personas de la sociedad actual. la diferencia entre nosotros fue el modo cómo afrontamos esa frustración creciente. Yo elegí pegar gritos y tamborazos, él, dejarse consumir por las drogas.

    Hace algunos años comencé a escribir algunas rolas con motivos varios. Piezas en las que intento reflejar algunas de mis inquietudes existenciales. Llamé a esa serie de composiciones Histerias. Una de aquellas canciones la hice inspirado en la imagen de mi amigo Carlos. La llamé La carcajada. En ella hago una rápida semblanza de los antecedentes que pudieron llevar a esa persona a buscar de manera desesperada una puerta de escape. Aún cuando reconozco que el resultado es un tanto sensacionalista y excesivamente dramático, creo que refleja de aceptable manera mi interpretación acerca de la angustia que debe llevar a alguien como mi amigo –un hombre apuesto, con una aceptable formación académica, con un “futuro por delante”– a buscar una salida tan riesgosa; a acercarse tanto y tan frecuentemente al abismo, buscando que éste termine por jalarlo hacia sus profundidades.