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  • Charly Monttana

    Charly Monttana

    La pandemia del COVID 19 nos ha dejado muchas historias lamentables. Unos más, otros menos, hemos tenido que despedir para siempre a algunas personas queridas, ya sea parientes o amigos. Aunque no todas esas víctimas han partido por causa de la infección de coronavirus, al final de cuentas nos queda el sentimiento de que todas se fueron como en una gran carretada que enlutó muchísimos hogares durante estos meses.

    Una víctima de este vendaval fue Charly Monttana, un músico singular que falleció el mes de mayo del 2020 a causa de un infarto al miocardio. Yo lo conocí hace muchos años, cuando yo era muy joven y él era casi un niño, durante el tiempo en el que andaba sonando mi banda llamada Perro Fantástico. Una tarde tocaron a la puerta de la Perrocasa un par de chavitos, eran estudiantes de secundaria, lo que pudimos notar porque portaban el uniforme tipo militar que aún se les exigía en ese tiempo. Uno de ellos se mostró muy entusiasta con nuestra manera de hacer e interpretar la música, se llamaba César Sánchez Hernández, el mismo que después de unos años decidió recorrer por su cuenta el camino de la música de rock y posteriormente comenzó a utilizar el seudónimo de Charly Monttana.

    Hasta qué grado fuimos nosotros quienes marcamos el destino de ese muchacho que habrá tenido unos catorce años en aquel momento, no lo podremos saber. Lo que es cierto es que él (a diferencia de nosotros) sí dedicó su vida prácticamente por entero a la música. Apoyándose en su carácter muy extrovertido y utilizando también sus innegables cualidades musicales, fue llamando la atención del público y fue labrándose una carrera importante en el muy complicado ambiente del rock mexicano. Yo pienso que tal vez le faltó un poco de dirección, de asesoría profesional para conducirse de mejor manera, porque al ir madurando como artista se fue yendo más por el rumbo del espectáculo barato, del relumbrón fácil, que por el camino de la música. No digo que no haya alcanzado un buen nivel profesional, de hecho, en su mejor momento llegó a crear algunas canciones que, a mi parecer, resultan ser muy interesantes (por ejemplo El vaquero rocanrolero y Tu mamá no me quiere), digo que si hubiera contado con una dirección adecuada podría haber destacado mucho más, y lo habría hecho por sus méritos creativos, no por su estrambótica figura y su comportamiento caricaturesco que era lo que más resaltaban los críticos y comentaristas del espectáculo.

    César (o Charly) alcanzó logros en su trayectoria musical que otros suspirantes (por ejemplo nosotros, el Perro Fantástico) no pudimos siquiera olfatear. Realizó una gran cantidad de álbumes, videos, giras nacionales y de nivel internacional. Se presentó en conciertos de gran magnitud, de la máxima importancia en nuestro ámbito, como el Vive Latino. Fue invitado a una gran cantidad de presentaciones en TV y radio. Su presencia en las redes es muy importante, tiene miles de seguidores tanto en Youtube como en Facebook y en las aplicaciones musicales como Spotify. Muchas de sus presentaciones en vivo serían la envidia de nuestro grupo, ya que se realizaron ante grandes audiencias y en escenarios muy bien montados, con luces profesionales, con instrumentos y sonorización de nivel profesional. Cuántas veces nosotros soñamos con presentaciones de ese tipo.

    ¿Qué fue lo que hizo este amigo para llegar a figurar en este duro ambiente? ¿Por qué él alcanzó lo que otros muchos no?

    Hace varios años yo y un grupo de amigos creamos una revista a la que bautizamos como AlterArte con la pretensión de exponer ahí temas sobre la actividad de creadores marginales de ciudad Nezahualcóyotl. En el afán de diversificar el contenido editorial de la publicación nos dimos a la tarea de buscar representantes de actividades culturales para incluirlos en nuestras páginas. A mi se me ocurrió aprovechar mi amistad de años atrás con Charly para pedirle una entrevista y publicarla en nuestro modesto medio. Él accedió de muy buena manera y, así, una noche llegué al lugar donde habitaba, la misma casa en la colonia La Perla donde vivía cuando era un adolescente que admiraba nuestra labor musical. En esa charla (más que entrevista) surgió el tema de la fama, del éxito. Aunque en el trato personal él era más bien modesto, no dudó para aceptarse como un roquero exitoso. Respondiendo a mi pregunta sobre cuáles eran las causas por las que algunos, como él, logran figurar y otros se van quedando en el anonimato, me dijo algo así: “Yo me casé con el rockanroll. Desde muy joven entregué mi vida a mi pasión y he sacrificado muchas cosas a raíz de esa decisión. Algunos (como ustedes, me dijo) optaron por formar una familia, tener una esposa, hijos, una casa; yo no tengo nada de eso, soy un rockero entregado a mi carrera y lo que tengo es eso, una carrera, el fruto de mi esfuerzo de muchos años”.

    Algo así me dijo y me dejó muy, muy pensativo. Cuando estuve con Jaime y José Luis (bajista y guitarrista del Perro fantástico) en Nuevo México, hace un par de años, surgió (como siempre) la plática acerca de lo que pudimos haber logrado pero no logramos. A mí me pareció pertinente referirles esas palabras de Charly que nos confrontan con la verdadera razón por la que no pudimos despegar. Una vez que se las expuse nos quedamos callados los tres. Reconocíamos la verdad que encierra esa declaración y reflexionábamos acerca de si la vida que decidimos seguir era mejor o era peor, era más o era menos interesante que la de Charly Montana. Algo que difícilmente podríamos responder.

  • Cuota de peaje

    Cuota de peaje

    Mentiría si dijera que aun sufro cada vez que lo recuerdo. Es que han pasado ya muchos años y bien dicen que el tiempo cura toda herida. Claro que, como toda la gente que pasa por una experiencia similar, cuando estaba reciente yo me imaginaba que jamás se extinguiría ese sentimiento de dolor tan terrible. Lo que pasa es que en ese tiempo, en que todos éramos jóvenes y por lo mismo nos sentíamos invulnerables, enfrentarnos a la muerte de alguien tan cercano, fue una prueba casi demasiado dura. Mi hermano Mario tenía 22 años de edad y estaba en plenitud de sus facultades, como suele decirse. Tenía escasos meses de casado y su única hija (Ivette) aun era una bebé. Su matrimonio no era como para ponerlo de ejemplo pero no iba mal; él y su esposa discutían y se contentaban con la misma frecuencia que cualquier otra pareja. Cuando aun estaba reciente la tragedia yo aseguraba que todo había sido culpa de la falta de dinero, de la pobreza. Él era un empleado federal de reciente ingreso y escaso salario, lo que lo tenía siempre muy limitado y era causa frecuente de sus discusiones con Alejandra, su esposa. Precisamente la noche en que lo vimos con vida por última vez, llevaba en el bolsillo de su pantalón 200 pesos que le acababa de prestar Gustavo, otro de mis hermanos. La primera versión que nos llegó de los hechos decía que había sido interceptado por unos tipos que lo querían asaltar y que él emprendió la carrera para poder llegar a su casa con esos preciosos pesos. Decían que al cruzar la Avenida Texcoco a toda carrera había sido arrollado por un automóvil que pasaba a gran velocidad. Eran aproximadamente las dos de la madrugada de un naciente domingo 15 de mayo. Algo que a mí en lo personal me tuvo pensativo mucho tiempo es una mancha de lodo que mi hermano me dejó en la camisa. Me hizo encabronar mucho porque, para empezar, la camisa era blanca, pero, sobre todo, porque no me gustaba que se pusieran muy ebrios los acompañantes que, supuestamente, iban a ayudarnos a nuestros compromisos musicales. Es que en ese tiempo yo aun estaba muy activo en la música y formaba parte de un grupo de esos a los que llamamos “moleros” porque casi siempre actúan en fiestas de bodas, quinceaños o bautizos, donde el platillo principal es pollo con arroz y… mole. Normalmente nos acompañaban dos o tres personas para ayudarnos a cargar y conectar los instrumentos. En esos días iban con nosotros mis hermanos Mario y Gustavo y mi primo Lorenzo. Para ellos, el interés radicaba, más que en el dinero que les pagábamos, en la caza de posibles aventuras amorosas con alguna invitada; estaban, por decirlo así, en su mero momento: Mario, ya lo mencioné, contaba 22 años y ya estaba domesticado; Gustavo y Lorenzo tenían 24 y todavía le aullaban a la luna. Mientras estábamos en el receso previo a nuestro último turno musical, pusieron música grabada y se dio el caso de que yo me levanté a bailar y me coloqué justo a un lado de Mario. Él estaba muy tomado y bailaba frenéticamente. Quizá estuvo a punto de caerse o tal vez la emoción del baile lo hizo poner las manos en el piso de tierra apisonada que, por algún motivo que no sé precisar, estaba mojado, lo que recuerdo con certeza es que se incorporó con las manos manchadas de lodo, volteo a verme, me sonrió tristemente y puso su mano en mi camisa blanca dejando en ella una gran mancha de lodo. Yo inmediatamente le dije exaltado: “¡No me chingues! ¡Qué te pasa, ya estás muy tomado!” Él volvió a sonreír y siguió bailando. A los pocos minutos nos enteramos que ya se había marchado y dimos por hecho que al sentirse mal había decidido irse caminando a su casa. Vivía con su esposa y su bebita en un pequeño departamento que le prestó mi abuela, sin embargo se nos hizo un tanto extraño que no esperara hasta el final del compromiso para recibir el pago por su ayuda y para que lo lleváramos en la camioneta que alquilábamos como transporte para estos compromisos. Alguien nos dijo que lo había visto marcharse y eso nos bastó. Después de concluir nuestra actuación y traer de regreso a casa los instrumentos, acostumbrábamos beber otras cervezas mientras escuchábamos nuestra música favorita e intercambiábamos nuestras respectivas anécdotas e impresiones acerca de la fiesta o de cualquier otra cosa. Normalmente terminábamos yendo a descansar hasta las seis o siete de la mañana. Si alguien tenía una propuesta que nos pareciera interesante, en cualquier momento podíamos salir para dirigirnos hacia allá en nuestro medio de transporte habitual de aquellos días: nuestros propios pies. Era, pues, común para nosotros andar con nuestra botella de cerveza por las calles de Neza en la madrugada. En aquel tiempo el grupo de amigos que nos reuníamos los fines de semana, ya fuera para atender un compromiso musical del conjunto, o para emprender alguna otra aventura, estaba integrado por mis hermanos Gustavo y Mario, mis primos Arturo (quien era el bajista del grupo) y Lorenzo, y nuestro inseparable amigo Chava. Normalmente solíamos ir a animar alguna fiesta molera y al regreso Arturo y yo acompañábamos a Chava a su casa para seguir bebiendo y escuchar música mientras filosofábamos y nos dábamos mutuos consejos. Sin embargo, cuando alguien tenía una buena propuesta nos salíamos y emprendíamos la aventura en la calle. Podíamos ir a dar a algún congal a bailar con prostitutas; a cantar a la ventana de alguna muchacha, o simplemente a despertar a algún amigo para que bebiera con nosotros. Si se daba el caso de que nos acompañara alguien que tuviera automóvil, nuestro destino podía variar enormemente y podíamos ver la luz del siguiente día en Texcoco, en Xochimilco o al pie del volcán Popocatépetl. El día siguiente, que normalmente era domingo (las fiestas se daban más frecuentemente los sábados), solíamos reunirnos hacia el mediodía para ir a desayunar algo apropiado y aliviar nuestro estado con unas cervezas. Al caer la noche ya estaba cada quien en su casa para, el lunes, retomar su rutina habitual de la semana. El domingo 15 de mayo nos vimos casi todos en la casa de mi madre y ella nos sirvió un desayuno exquisito y reconstituyente. Más tarde nos salimos a recorrer el tianguis de San Juan hasta llegar al puesto de discos de rock que atendía Chava. Allí estuvimos hasta la tarde cuando éste levantó la mercancía y después nos invitó a su casa para seguir cheleando. Teníamos mucho aguante, pero esa noche de domingo habíamos bebido demasiado y habíamos dormido muy poco. A eso de la media noche ya estábamos totalmente ebrios y no faltaron las locuras: mi primo Lorenzo y Chava hicieron un extraño ritual que, aun ahora, me sigue inquietando: cuando nos dimos cuenta Lorenzo tenía en las manos una navaja de rasurar y  se estaba quitando su tradicional bigote, del que estaba muy orgulloso. Yo, que estaba un poco más controlado, intenté detenerlo, pero fue imposible, estaba decidido. Al terminar, Chava le pidió la navaja y la emprendió, no contra su bigote, que no usaba, sino contra sus cejas. Esto era demasiado. Traté de detenerlo pero Arturo y Gustavo me dijeron que no interviniera, que era su gusto. Tiempo después, en alguna parte, escuché (o leí)que hay pueblos en donde cortarse las cejas es señal de luto. Cuando todo esto ocurría, mi hermano Mario tenía casi 24 horas de muerto y nosotros lo ignorábamos. Cuando Mario salió de la fiesta referida al inicio de este escrito se dirigió a su casa pero, como ya mencioné, la muerte lo interceptó a medio camino. Su cuerpo quedó tendido sobre la avenida Texcoco. No llevaba ninguna identificación, nadie lo reconoció. Alguien se condolió del difunto y lo cubrió completamente con una manta blanca. A eso de las 11 de la mañana, ya con el sol calentando a plenitud, en una camioneta del municipio lo trasladaron a la morgue en calidad de desconocido. Alejandra, su esposa, estaba muy enojada porque no había llegado a dormir y decidió hacer berrinche. Se fue a casa de sus padres y allá se quedó todo el domingo. Al día siguiente, lunes, ya le pareció alarmante que no regresara su pareja. Decidió callar otro poco para no preocupar a nadie. El martes muy temprano ya no aguantó más y fue a ver a mi madre para compartirle su desesperación. Ambas mujeres iniciaron una búsqueda frenética. Hicieron llamadas por teléfono, fueron a ver gente hasta que mi madre decidió enfrentar la posibilidad más terrible: ir a la morgue. Pidió a Bárbara (la mujer que ahora es mi esposa) que la llevara en su auto y entró a ese lugar temible a revisar los cadáveres. Allí lo encontró. Desfigurado, hinchado, sólo reconocible para la madre. Normalmente yo regresaba de la escuela (en ese tiempo ENAP, ahora llamada FAD) en cuanto terminaban las clases. Ya estaba un tanto ruco (con un atraso de 5 ó 6 años) para estudiar, pero me había propuesto retomar la carrera de diseñador gráfico con la firme propuesta de terminarla. Esa tarde de martes me disponía a retornar de mi excursión diaria desde Xochimilco hasta Neza cuando me interceptaron unos amigos y prácticamente me raptaron. Fuimos a casa de uno de ellos a jugar dominó y a embriagarnos. A eso de las 9 de la noche Guillermo Andrade se ofreció para traerme a casa en su auto y noventa minutos después estábamos frente a mi casa, sorprendidos, suspendidos, ante el espectáculo del funeral. Fue mi abuela Aurora quien se acercó al auto y al abrazarme me dijo: es tu hermano Mario. El día anterior, lunes, durante la tarde yo había estado preparando un trabajo escolar que incluía dos dibujos a lápiz. Decidí dibujar –basándome en fotografías de revista– una mujer mulata con anteojos oscuros y gesto de sufrimiento y la cabeza majestuosa de un águila. Cuando estaba por terminar el segundo dibujo me percaté que mi reloj despertador estaba detenido. No puedo precisar qué hora marcaba, pero he decidido mencionar esto porque hubo una serie de acontecimientos extraños o a los que posteriormente nosotros otorgamos una importancia particular. Otra cosa que recuerdo es lo que mi hermano Gerardo nos platicaba: decía que la madrugada del 15 de mayo, cuando estaba durmiendo acompañado por su esposa, fue despertado por alguien que lo llamaba por su nombre desde la calle. Como la ventana de su recámara en un segundo piso tenía vista hacia el exterior, solo le tomó levantarse y dar unos cuantos pasos para asomarse. Juraba que quien estaba abajo en la calle, a escasos metros de su ventana, era Mario, y que le decía: “vengo a avisarte que ya me voy”. Gerardo, molesto por haber sido interrumpido en su descanso y preocupado por ver a su hermano a esas horas de la madrugada todavía en la calle, le pidió enérgicamente que ya se fuera a dormir a su casa. Decía que cuando Mario se retiró caminando y él regresaba a su cama, sintió un frío recorrer su espalda, lo que no le impidió dormir, pero le produjo un sentimiento de zozobra durante todo el día siguiente. El miércoles 18, cuando la carroza que transportaba los restos de Mario sufrió una ponchadura que obligó al convoy funerario a detenerse bajo el quemante sol del mediodía, alguien dijo: “es que no se quiere ir”. Yo me sumí en una honda reflexión acerca de lo que significa para cada uno de nosotros el viaje por la vida. Recordé todas las aventuras por las que pasamos. Al igual que muchos jóvenes, llegamos a considerarnos invulnerables; sentíamos que éramos amados por Dios o por el cosmos y que nada podía salir mal. Aun en los momentos de mayores dificultades sabíamos que algo ocurriría a nuestro favor y que, al final, cualquier asunto quedaría solucionado y sería tan solo una anécdota que recordaríamos entre carcajadas. Nos causaba risa cualquier advertencia de nuestros mayores o de nuestros amigos más prudentes. Declarábamos entre risotadas que estábamos protegidos por nuestra buena suerte y tomábamos riesgos que no poca gente criticaba y nos decía que esas eran estupideces de personas inmaduras. Tal vez nuestras aventuras no fueron muy diferentes de las de cualquier joven, pero aun después de todos estos años al recordarlas me pregunto cómo fue posible tanta imprudencia. Ir en la noche, completamente ebrios, a bordo de una camioneta maltrecha por la carretera, exponiéndonos a un terrible accidente y exponiendo también a otras personas. Llevar en nuestra camioneta en pleno día a tres felices chicas menores de edad totalmente ebrias y vociferando improperios a quien se nos atravesara. Pasar caminando por una calle “peligrosa” a media noche gritando sandeces con nuestras cervezas en la mano. Llegar a una fiesta de bodas sin ser invitados y, en un descuido del novio, llevar a la novia –con la obvia complacencia de ésta– al patio trasero de la casa y meterle un faje “de despedida”. Hazañas que nos parecían dignas de nuestra buena fortuna y que aun ahora hacen asomar a mi rostro una sonrisa de malévolo orgullo. En alguna ocasión leí, o escuché decir por ahí, que en esta vida todo tiene un precio, que nada es gratis. Yo estoy convencido de que la muerte de mi hermano fue el pago que se nos exigió por nuestros excesos. Que, de alguna manera, hay un mecanismo mediante el cual se va registrando cada uno de nuestros actos para que, llegado el momento, pasemos a la oficina a liquidar el adeudo. Considerando las cosas de este modo, hasta podríamos concluir que, dentro de todo, a Mario no le fue tan mal: hay quienes llevan una vida sedentaria, triste y aburrida y de todas maneras tienen que pasar a la caja a pagar el peaje. Ahora que han transcurrido 21 años de la tragedia que me ocupa encuentro el valor para incluso salir con chistes de mal gusto, pero la verdad es que el importe que tuvimos que pagar mediante la vida de mi hermano fue una salvajada. A todos los que integrábamos esa especie de comando temerario nos dejó una profunda huella que modificó nuestra percepción del mundo, aunque, a decir verdad, pasó todavía mucho tiempo para que sentáramos cabeza.
  • Aún no he encontrado lo que quiero encontrar

    Aún no he encontrado lo que quiero encontrar

    Hablando de anhelos, ilusiones y objetivos en la vida, ahora que soy plenamente un hombre maduro, a veces me pongo a hacer un recuento de las cosas que ambicioné, de lo que en algún momento fueron mis sueños. Me imagino que todo hombre que alcance el privilegio de llegar a una edad avanzada se detendrá de pronto a realizar un recuento de lo que pretendió y de lo que en realidad logró. Yo, desde ya, sin pensarlo demasiado, me declaro un fracasado. Obviamente por el hecho de los muy pocos logros que he coleccionado pero, además y sobre todo, porque sé perfectamente que no alcancé ni alcanzaré mis objetivos, esto, por una razón muy simple, porque jamás logré definir realmente mis objetivos. A lo largo de mi vida he observado con cierta envidia a las personas que desde muy temprano son capaces de hacer un plan de vida. Se trazan una ruta y colocan en su futuro una serie de metas a alcanzar. Hay quienes, incluso, se dan el lujo de jerarquizar sus objetivos por grados de importancia. Así, he sido testigo de personas que aún antes de llegar a los veinte años ya sabían a qué querían dedicarse durante el resto de su vida. Ya sabían (al menos eso declaraban, y yo no tengo por qué dudarlo) a qué edad sería conveniente para ellos hacer una familia, cuántos hijos procrear, donde construir su casa. He visto a quienes desde muy jóvenes ya habían decidido que serían escritores, maestros, comerciantes, y lo anunciaban sin el menor asomo de duda en su mirada. Mientras tanto yo, para no sentirme muy ridículo, aseguraba tener mis intenciones firmemente encaminadas a ser un gran músico; en otras ocasiones decía estar bien plantado en mis miras por ser un respetable diseñador gráfico y otras veces llegué a decir que quería ser un empresario del negocio de la grabación musical y hasta intentar ser director de cine. La verdad era que no tenía una idea clara de lo que quería ser o hacer. En eso, como en todos los aspectos de mi vida, siempre me ha sido difícil sentirme definido. Más bien, se me podría caracterizar utilizando una frase que mi esposa suele usar para referirse a quien no logra mostrar decisión: es una veleta, dice acerca de esa persona. Pues bien, así es como yo me calificaría. Soy una veleta. He escuchado a algunas personas decir que se identifican con una canción de U2 llamada I still haven’t found what i’m looking for, aún no he encontrado lo que estoy buscando. Me da la impresión que se refieren a que esa obra refleja muy bien su sensación de ir por la vida atentos para descubrir en algún sitio, en alguna cosa, en alguien, algo que ellos saben que buscan. Tal vez un empleo, una profesión, un reconocimiento, dinero, una casa. O quizás algo más abstracto, más acorde con la canción, algo como el amor, la belleza, la lealtad, la felicidad, la fama, la paz mental. Pues bien, aunque puedo decir que me gusta la rola, e incluso la he tarareado junto con mis amigos, en lo profundo de mi ser siempre he sentido que no me identifico con ese mensaje, y no lo hago por la sencilla razón de que no sé qué es lo que estoy buscando. No tengo una verdadera idea de si realmente quiero encontrar algo. Cuando se me pregunta, para no complicarme la vida contesto algo que creo se puede esperar de mí: que mi ilusión sería tener una bonita casa con un gran jardín, que me hubiera gustado ser una estrella de rock, que quisiera que mis canciones fueran escuchadas y reconocidas, que me gustaría tener un despacho de diseño bien establecido, que me gustaría montar un estudio de grabación muy bien puesto. Todas esas cosas son ciertas, todas me mueven ciertas fibras, pero en realidad ninguna me apasiona al grado de decir que eso es lo que estoy buscando en la vida. También es probable que, lo que me sucede, es que un día me puede estar ilusionando una cosa y al día siguiente otra y al otro día otra cosa más. Nada permanece en mi ánimo de manera muy firme y decidida. Soy una veleta.
  • La ventana

    La ventana

    Aquí dejo este relato que escribí hace poco más de tres décadas. Espero sea del agrado de quien llegue a leerlo.

    Llevaba ya un buen rato observando a las personas y los autos que pasaban con paso amodorrado por la avenida. Su casa estaba casi en la esquina que formaba esa importante vía con una calle modesta. Desde la ventana de su cuarto podía contemplar lo que ocurría en ese río de gente, autos y humo que, como a eso de las seis de la tarde, se tornaba muy revuelto.

    Le agradaba sentarse ahí, como a medio metro de la ventana, para poder ver sin ser visto.Organizaba para sí mismo juegos imaginarios en los que ponía a prueba su memoria y las facultades de las personas o los autos, que jugaban, sin saberlo, para él.

    Escogió a una muchacha de unos dieciséis años de edad que venía caminando por la acera y la siguió con la mirada. Su contrincante sería un un hombre de avanzada edad que caminaba penosamente desde el lado opuesto. Quien pasara primero frente a su ventana sería el ganador. La competencia le parecía justa: la chica tendría que recorrer casi el doble de distancia que el anciano, pero su juventud le otorgaba una gran ventaja. Todo indicaba que esta prueba sería emocionante.

    Contra su voluntad, él, amo y señor de estos juegos, casi siempre terminaba por inclinarse hacia un competidor y desde su ventana, en ese segundo piso, lo apoyaba dando gritos de aliento con el pensamiento: “¡apúrese señor, que le ganan! ¡Unos cuantos metros más, no se distraiga, dedíquese a lo suyo!”

    La muchacha, con zancada firme, sería la ganadora inevitablemente, todo era ya cuestión de unos cuantos pasos. Mas, de pronto, se detuvo y volteó hacia atrás como si alguien la hubiera llamado, después volteó hacia la ventana y se quedó mirando como tratando de traspasar el reflejo que le oponían los cristales.

    Carlos se sintió descubierto, pero recordó que no podía ser visto tras la pantalla que formaban los cristales de su ventana. Desvió la vista un instante y observó al anciano cruzar la meta imaginaria. Sintió un placer quisquilloso y sonrió satisfecho porque, una vez más, había ganado su favorito. Siguió al hombre unos segundos hasta que pasó a un lado de la chica que aún estaba empeñada en ver qué había detrás de esa ventana. Se sintió desnudo. Pensó que había sido descubierto y rápidamente corrió la cortina de un solo tirón, permaneció un momento totalmente quieto, sin respirar siquiera hasta que, al fin, se decidió a asomarse por una pequeña rendija en una costura de la cortina. Se acercó poco a poco, cerrando el ojo izquierdo y comprobó que la muchacha se había marchado.

    Se puso una chaqueta y salió de su habitación. Bajó las escaleras metálicas muy deprisa y salió a la avenida. Esquivó los carros que pasaban lentos e indiferentes, llegó a la acera de enfrente y se colocó frente a su ventana. Era como cualquier otra, reflejaba la luz que pegaba en sus cristales, salvo en ese pegote que tanto lo enorgullecía, aquella calcomanía de los Rolling Stones en la esquina inferior derecha que era totalmente opaca. No, definitivamente no había posibilidad de que lo vieran desde aquí, sobre todo porque él se sentaba a una buena distancia detrás de los vidrios para asegurarse, aún más, de no ser visto. No podía haber sido descubierto. Seguramente se trataba de una extraña coincidencia. Trataría de olvidar ese incidente.

    Ahí está una vez más inventando juegos. Se apasiona con los finales cerrados. Seguro de su invisibilidad se estira de momento, escucha el radio y observa a la gente pasar desde su ventana. Acaba de concluir una competencia de autos. Los vochos siguen siendo los amos; totalizaron 36 mientras los Datsun solo llegaron a 19 en esos quince minutos que duró la contabilidad. No fue un enfrentamiento tan interesante como esperaba, la siguiente vez mejor probaría a los vochitos contra la poderosa línea Ford completa. Sale de su cuarto y regresa con un refresco, cierra la puerta, camina a su silla y cuando se sienta y voltea hacia afuera lo primero que ve es a la chava de hace unos días.

    Se queda atónito.

    Ella está volteando hacia acá, hacia él.

    Pero si ya hasta la había olvidado.

    Lo observa directamente a los ojos.

    Está paralizado.

    Se queda ahí durante un tiempo infinito.

    Su boca seca.

    Parece que ni siquiera parpadea.

    Como si hubiera visto un fantasma.

    Escudriñando su ventana.

    Deja el refresco en el suelo y sale a toda prisa. Esquiva los carros temerariamente y llega al lugar donde ella debiera estar, pero no está más. Voltea a la derecha y nada. Voltea a la izquierda y la ve caminando a lo lejos. Corre con todas sus ganas. En el cruce casi lo atropella un carro pero él ni cuenta se da. Tropieza y choca contra peatones que lo ven con sorpresa y le gritan algunas ofensas. Por fin la alcanza, aminora la marcha y se empareja con el paso de ella. Voltea a verla y le dice hola, con voz agitada, cuando se percata de que no es la chica que buscaba, se trata de una señora joven que voltea a verlo con extrañeza.

    He estado viendo televisión durante más de cuatro horas. Ya me llamó la atención mi madre, dice que me voy a quedar tonto. Ya me trajo una taza de chocolate y unos panes Marinela, de esos que nunca me han gustado. He estado buscando en uno y otro canal algún programa suficientemente interesante para verlo completo y no lo he encontrado (¡chingao! ¿quién será esa muchacha?) Desde los Cachunes hasta los Estarquis, pasando por los noticieros y alguna película vieja (¿será mi imaginación?) Ya vino mi padre a dar lata, que ya acuéstate a dormir, que mañana no vas a querer levantarte, que como tú no pagas la luz (cómo se llamará?) Y yo: ya voy, ya voy, es que está bien interesante esta película (¿dónde vivirá?) ya mero termina (¡Quién chingados es esa chava!)

    La he soñado. La he visto caminar hacia mi ventana y, con la extraña lógica de los sueños, estar de pronto frente a mí. Yo la tomo de los hombros y la sacudo. Ella no deja de observarme directo a los ojos. Me acerco a ella y veo sus labios carnosos que me atraen, pero de pronto me doy cuenta que es la señora a la que di alcance hace unos días y me dice: “dígame joven ¿se le ofrece algo?” Pero no abre la boca al hablar. De pronto es mi mamá que me sacude y me dice: ¡qué tienes Carlos! Pero no abre la boca al hablar y no cambia su gesto escudriñador. La he soñado corriendo entre la gente, huyendo de mí. Yo corro atropellando ancianos, niños, señoras y nunca la alcanzo. He llegado a tenerla a unos centímetros de mis brazos que estiro para tocarla y no la toco.

    He querido verla de nuevo. Me pongo al pie de mi ventana violada por ella y observo a toda la gente que pasa. La he confundido momentáneamente con otras chicas. He esperado horas y horas y no ha vuelto a pasar. Al menos ante mi vista. He bajado a pararme en la esquina como quien espera a su novia y ha sido inútil. No he vuelto a verla.

    Carlos terminó de hacer su tarea de Física, esas fórmulas y términos raros ya lo tenían aburrido y cansado. Dejó la pluma y los libros sobre la mesita y se recostó en la cama. Hacía ya casi dos semanas que no se sentaba frente a su ventana a ver la avenida. Sentía que todos los que pasaban por enfrente sabían que él los observaba. Era una idea absurda y, sin embargo, no la podía superar. Ni siquiera había encontrado el valor para correr la cortina, se sentía totalmente expuesto, descubierto. Y todo por culpa de esa chava que tenía el don de traspasar con la mirada el reflejo de los cristales. Seguramente lo había visto ahí, como tonto, emocionarse y casi saltar del asiento cuando aquél viejecito ganó la competencia, y después lo había visto quedarse con cara de estúpido al toparse con su mirada horadadora. Pero… ¡Qué caray! Él no era un chamaco estúpido que se dejaría amedrentar fácilmente y, si una muchacha tenía esa cualidad de ver a través de los cristales, las otras personas no, así que, armándose de valor, corrió la cortina y se sentó a ver a los transeúntes una vez más.

    Ella venía sentada en ese camión de la Ruta 100 que la dejaba muy cerca de su casa sin tener que tomar otro autobús, como lo hacía antes. No tenía para qué moverse de su asiento desde que se subía, frente a su escuela, hasta que cruzaba el Eje 4. Ahí, cerquita, estaba su domicilio. Pero hoy quería pasar de nuevo por la avenida Altavista. Quería ver de nuevo la ventana.

    Después de unos minutos de observar a la gente Carlos se sintió seguro una vez más. Nadie podía verlo en su guarida, a excepción de esa chava que, seguramente no volvería a pasar más por aquí. Se había tratado de una coincidencia que difícilmente se repetiría, así que empezó el conteo…

    Se bajó del camión y comenzó a caminar por la calle Russell, eran sólo dos cuadras antes de llegar a la avenida. Le parecía extraño que ni siquiera su maestra le hubiera podido aclarar qué significaba eso. Lo más probable, pensaba, es que había visto mal y no había sabido explicar con precisión. La distancia a la que tenía que colocarse hacía muy difícil la labor; se veía obligada a tratar de enfocar desde la acera lejana, porque si se ubicaba justo debajo del edificio la perspectiva no la favorecía para ver con claridad. Pero hoy iba decidida a fijarse con atención aunque se tomara un poco más de tiempo, para no volver a dudar y describirlo con detalle.

    …Han pasado 27 vochos y 24 Fords, esta competencia está tan cerrada e interesante como él había esperado. Aquí va pasando otro vochito y otro, y otro más, siempre van en grupos. Ahora pasa un Mustang, se ponen 30 a 25 y el semáforo los ha detenido. Momento para ir rápidamente por algo refrescante al refri. Regresa y se acomoda de nuevo, está llevando la botella de refresco a la boca cuando la ve. Ella lo está observando detenidamente, hasta parece que lo estudia. La botella de refresco se ha quedado a unos centímetros de su boca abierta. ¡Vaya gesto de bobo!

    Se detuvo frente a la ventana y lo vio. Lo miró con atención: “Ahí está. Yo tenía razón. Es como se lo expliqué a la maestra. ¿Por qué no pudo ayudarme? Ahora sí lo voy a memorizar muy bien y llegando a casa me ayudaré con el diccionario de mi papá”

    A ver… Get Yer Ya-Ya’s Out!

    Ella nunca entendió porqué de pronto estallaron los cristales de esa ventana en mil pedazos y apareció ese joven, levantando una silla con las manos y los brazos ensangrentados, gritando desde el hueco que dejó la ventana destrozada: “¡Aquí estoy… mírame bien… me has derrotado..!”

    Recuerda que le pegó un gran susto y que se alejó corriendo de ahí. Prometió no volver a desatender los consejos de su abuela, quien siempre le ha dicho: no le busques tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro.

  • El Cristo de cobre

    El Cristo de cobre

    Durante los días en que se va aproximando la Navidad, algunas personas solemos ponernos sentimentales. A mí, al menos, así me sucede.

    Hoy, revisando algunos apuntes que hice meses atrás, me encontré con un pequeño texto que escribí unos cuantos días después de que falleció mi madre: Guillermina Ceja Ochoa. Ahí refiero que, debido a que estábamos viviendo uno de los momentos más complicados de la pandemia por Covid, mis hermanos y yo tuvimos que hacer una reunión a distancia a través de los teléfonos celulares en la  que cada uno desahogó parte de lo que traía cargando en su pecho por el pesar de haber perdido a la persona más amada para nosotros. A continuación reproduzco algunos fragmentos de lo que anoté en tal ocasión:

    El día de ayer, domingo 14 de junio, se cumplieron nueve días de la muerte de mi madre. En la religión católica se acostumbra que a los difuntos se les reza un Rosario cada noche, a partir del día de su fallecimiento, hasta completar nueve, a eso le llamamos Novenario. Ayer se ajustaron los nueve días y por ese motivo los hermanos decidimos hacer una reunión virtual, a través de una plataforma de audio y video, en la que compartimos nuestras reflexiones, recuerdos, tristezas y alegrías en relación a nuestra madre.

    Mi hermano Beto cantó una canción compuesta por él mismo que, según nos dijo, ya le había presentado a mi mamá y a ella le había agradado.

    Mi hermana Coco dijo unas palabras de manera espontánea con la sensibilidad y ternura casi infantil que la caracteriza.

    Mi hermano Manuel también compartió algunas reflexiones y recuerdos, siempre con esa honestidad y crudeza que a algunos incomoda pero que a otros nos complace mucho. Además nos compartió una canción grabada (de Chelo Silva) que, según nos dijo, a mi madre le gustaba mucho.

    Mi hermana Bertha hizo alarde de su claridad mental y discursiva y nos compartió algunas historias de los días que vivió con mi mamá durante su convalecencia final. Nos puso muy sentimentales cuando nos hizo ver que ella, además de perder a su madre, había perdido a una amiga, “a mi compañerita”, dijo.

    Mi hermano Gustavo armó un acróstico con el primer nombre de mi madre (Guillermina) y una frase (a veces extensa, siempre muy conmovedora) con cada letra como inicio.

    Por mi parte decidí hacer la lectura de una poesía que encontré en una antología de poetas mexicanos. La elegí porque me pareció apropiado hacer referencia a dos características de mi admirada madre: su sencillez y su religiosidad. Ella siempre fue muy sensible hacia la gente pobre, Siempre buscaba la manera de ayudar a quienes veía en necesidad, sin importar que fueran familiares, amigos o lejanos. Cuando estaban a su alcance siempre trataba de ayudar con lo que podía. Además, siempre hacía referencias a la Biblia, pero más que nada a los mensajes de Cristo. Era para ella su bandera principal y su esperanza de un mundo mejor, tanto en esta vida como en la eternidad.

    Fue por estas razones que consideré que esta poesía resumía de manera simbólica y muy conmovedora la partida de esa mujercita admirable, ejemplar, que fue nuestra madre.

    Durante la lectura me quebré (algo que ya esperaba) y no pude hacer una declamación como me hubiera gustado. Por eso le prometí a mis hermanos que se las compartiría y así lo hice. Se las pasé en texto a través de mensaje de Whatsapp. Aquí la reproduzco para yo mismo poderla recordar cuando quiera.

    Mi Cristo de cobre

    Quiero un lecho raído, burdo, austero,
    del hospital más pobre; quiero una
    alondra que me cante en el alero;
    y si es tal mi fortuna
    que sea noche lunar la en que me muero,
    entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
    quiero un rayo de luna
    pálido, sutilísimo, ligero…
    De esa luz quiérolo; de otra, ninguna.

    Como el último pobre vergonzante,
    quiero un lecho raído
    en algún hospital desconocido,
    y algún Cristo de cobre, agonizante,
    y una tremenda inmensidad de olvido
    que, al tiempo de sentir que me he partido,
    cojan la luz y vayan por delante.
    Con eso soy feliz, nada más pido.

    ¿Para qué más fortuna
    que mi lecho de pobre,
    y mi rayo de luna,
    y mi alondra y mi alero,
    y mi Cristo de cobre.
    que ha de ser lo primero?
    Con toda esa fortuna
    y con mi atroz inmensidad de olvido,
    contento moriré; nada más pido.

    Alfredo R. Placencia.

  • El proceso de “Axtlán”

    El proceso de “Axtlán”

    He estado recordando los días en los que llevé a cabo la grabación de mi álbum musical “Con rumbo a Axtlán” y el proceso que seguí para realizarlo. Como ya lo he referido en otras partes, esta serie de rolas las compuse a partir de la lectura de varios libros de Carlos Castaneda, la saga de Las enseñanzas de Don Juan, en la cual el autor narra de manera acuciosa y muy entretenida la manera en que fue guiado para convertirse en brujo de la antigua tradición mexicana.

    Esas lecturas dejaron en mí una honda impresión. Me mostraron que hay varias maneras de apreciar la realidad. La veracidad o no de lo que ahí se narra es algo que para mí pasó a segunda importancia, lo principal fue concebir la posibilidad de un mundo mágico que podría estar coexistiendo con el nuestro. Un universo en el que las cosas tienen otros límites, otros sentidos. La historia en general fue para mí un alud de ideas que exaltaron mi imaginación.

    Comencé por subrayar algunos párrafos que me parecieron especialmente interesantes. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que era ya una cantidad bastante considerable de anotaciones y que, casi sin proponérmelo, había logrado hacer una especie de prontuario de los conceptos que más me habían impresionado. Entonces me di a la tarea de anotar en un cuaderno todos esos fragmentos. Después, me puse a clasificarlos por temas y, de pronto, ahí estaban ya los temas que podrían servirme para realizar una serie de canciones.

    Mi idea inicial fue crear una especie de ópera rock a la manera de lo que hicieron The Who con Quadrophenia o con Tommy o lo que hicieron The Kinks con Preservation. Tenía la ilusión de producir un espectáculo musical que fuera presentado en un teatro, en el que se fuera narrando la historia a través de escenografías, luces, actuación e interpretación musical. Tenía muy claro en mi mente los motivos gráficos, los diálogos, los tiempos narrativos, la ejecución musical. Todo. Al mismo tiempo me iba resignando y entendiendo que en realidad ese plan estaba muy fuera de mis posibilidades, pero cuando menos (me dije) podría intentar hacer un proyecto sonoro, o sea grabar un álbum con las canciones que dan cuenta de la historia.

    Para evitar algún tema por cuestiones de derechos de autor rehice la historia a mi manera. Aunque en ningún momento menciono nombres de personajes, generé mis propios caracteres y traté de que el resultado final fuera un relato diferente, sin dejar nunca de mencionar la obra en la que está inspirado. 

    Durante varios meses fui dando forma a la idea. Comencé por hacer bocetos musicales con mis modestos medios: una guitarra, un pequeño teclado electrónico Casio y una grabadora sencilla. Lo que obtuve fue una serie de canciones muy sencillas, algunas con mejores características musicales y líricas que otras, pero todas muy bien ubicadas en el concepto y el discurso que tenía en mente.

    Pasaron las semanas y los meses y finalmente logré acumular una cierta cantidad de dinero a finales del año 2003. No mucho, tan solo lo suficiente para acudir a un pequeño estudio ubicado en Tlacotepec, un pueblo en las afueras de Toluca, y logré llegar a un acuerdo con Adán, el dueño y operador del estudio.

    Pedí la ayuda de algunos amigos para hacer la ejecución de las piezas y emprendimos el proceso de grabación. Los participantes fueron: mi sobrino Fernando Medina en los teclados; Diana Valdés, una chica amiga de él, en el bajo; Daniel González, un conocido de mi sobrino, se encargó de la guitarra en las primeras tres canciones y posteriormente me ayudó mi amigo Manix (Manuel Murillo) y otro amigo mío llamado Gerardo Manrique en ese mismo instrumento. Yo me encargué de la batería y la voz.

    Como era de esperarse, no faltaron los obstáculos de varios tipos, los problemas que fueron surgiendo en el proceso: limitaciones técnicas y económicas, crisis de compatibilidad, deserciones, falta de compromiso y una serie de factores más. Sin embargo,  logré seguir adelante hasta que finalmente pude tener en mis manos el producto terminado.

    Quedé satisfecho a secas, más bien, me conformé con lo que pude lograr. El producto no me desagradó del todo pero me quedó el sentimiento de que pudimos haber hecho algo mejor. Posteriormente, al cabo de unos cuatro o cinco años, quise solucionar las deficiencias de sonido que le encontraba y acudí con un tipo llamado Yafet, quien manejaba un estudio de grabación y me fue recomendado porque, según me dijeron, tenía un buen oído para grabaciones de rock. Escuchó mi disco y me prometió que lo podría potenciar mucho mediante una mejor ecualización de la batería y el bajo. Me convenció e hicimos trato. Al cabo de algunos días me entregó el producto de su trabajo que, a pesar de que hizo un buen esfuerzo, no alcanzó la mejoría que me prometió. Así que dejé por la paz mi proyecto como algo que imaginé con alcances mucho mayores y que realmente no logró despegar mucho. Pese a todo, a que no me satisfacía por completo, no lo encontraba tan mal. Me convencí de que era un buen intento y un buen recuerdo.

    Pasaron los años y llegó el fatídico 2020, con la epidemia de COVID, con las varias muertes, con el miedo generalizado y el confinamiento atrofiante. Durante ese impasse forzado hubo quienes tuvimos la fortuna de no enfermar y buscábamos la manera de mantenernos activos y ocupar el tiempo de diferentes formas. Esto llevó a mi hijo a retomar el no tan logrado intento musical de su padre y tratar de mejorarlo mediante los conocimientos y técnicas musicales y de grabación que había adquirido.

    Al cabo de algunas semanas me presentó el resultado y, sinceramente, considero que le dio un muy buen impulso. Hizo una labor minuciosa y muy profesional. Los instrumentos se perciben de manera muy firme cada uno por su lado, y el sonido conjunto es muy armonioso y consistente. Él por su propia cuenta se dio a la tarea de rehacer algunas ejecuciones deficientes de diversos instrumentos y, además de todo, ajustó el sonido de cada pieza para que el álbum tuviera una consistencia de principio a fin. En fin, estoy más que contento con el resultado.

    Mis canciones pueden ser buenas, puede que no lo sean, pero cuando menos van a poder ser escuchadas con un sonido muy cercano a lo que yo imaginaba desde aquellos lejanos días en que las concebí.