Categoría: Afectos
Acerca de personas o temas que tienen un significado especial para mí.
-
Oscar González Loyo
Durante esta temporada de temor y muerte generada por el COVID 19, he resentido algunas pérdidas que me han causado un gran dolor. Hace unos días me llegó la noticia de una muerte que me afectó mucho, la de mi amigo Oscar González Loyo. Aunque al parecer él no fue víctima de la pandemia, sí se sumó a esta oleada pavorosa que ha enlutado tantos lugares. A Oscar lo conocí mientras estudiábamos en la Escuela Nacional de Artes Plásticas a finales de los 70s del pasado siglo. Yo había llegado a la carrera de Diseño gráfico un poco por curiosidad y otro poco para no cancelar mis estudios, para seguir adelante en mi intención de dar a mis padres la satisfacción de tener un hijo universitario. Pronto me percaté de que algunos de mis compañeros tenían muy claras sus metas académicas, que estaban ahí por convicción y conocimiento. Oscar era uno de ellos. Además de sus facultades innatas para los temas de representación gráfica, contaba con el apoyo decidido de su padre, un profesional del dibujo comercial que gozaba de gran reconocimiento en el ámbito mexicano de las historietas gráficas populares, ahora conocidas de manera generalizada como cómics. Era el creador, junto con otra persona cuyo nombre no recuerdo, de uno de los casos de mayor éxito en la historia de esta forma de entretenimiento, la bruja Hermelinda Linda. El señor Oscar González Guerrero era un ejemplo y un apoyo incondicional para mi amigo. Lo animaba a desplegar toda su imaginación y creatividad sin ningún tipo de restricción, quizá tan sólo en ciertos aspectos morales. Oscar nos deslumbraba a todos los demás alumnos por su facilidad y seguridad al trazar, al componer y plantear sus objetivos artísticos. Rápidamente se convirtió en el líder de un pequeño grupo compuesto por Alfonso Sánchez, Raúl Morales y otro Alfonso, este de apellido Samaniego quien, por cierto, también murió ya. Los invitaba a su casa, en Ciudad Satélite, al norte de la Ciudad de México y ellos nos relataban extasiados a los demás la manera como los trataba el señor Oscar y su esposa. En una ocasión, al verme entusiasmado con estas referencias, mi amigo me invitó a unirme a ellos y pude conocer su morada y parte de su vida. Él era hijo único; sus padres lo adoraban y lo complacían de una manera muy inteligente, a cambio de que él se comportara, en todas sus actividades, de manera responsable y respetuosa. Le sugerían de manera firme que fuera amable y humano con todos los seres que lo rodeaban, esto incluía a las personas, los animales y las plantas. Su casa me pareció hermosa y el sitio en que estaba ubicada maravilloso, lleno de áreas verdes, árboles, prados, desniveles casuales que creaban un ambiente natural y relajante. En un extremo de la estancia principal, subiendo una pequeña serie de escalones, estaba ubicado el estudio en el que trabajaba mi compañero de clases. Tenía un enorme restirador, una gran mesa de trabajo, libreros atestados de maravillosos ejemplares tanto en inglés como en nuestro idioma, libros de arte, manuales de dibujo, enciclopedias y muchos cómics. Tenía una televisión, una videocasetera, un equipo de sonido, muchísimos discos, cassettes de audio, video cassettes, materiales y equipo para dibujar, en fin, el paraíso en la tierra para cualquier aspirante a diseñador. A pesar de su evidente posición de privilegio, nuestro compañero Oscar se mostraba sencillo y amable con todos los compañeros del grupo. Él encarnaba tres de las cualidades que a algunas personas les parecen determinantes: tenía dinero, era talentoso y era una buena persona. En la clase de dibujo (así como en todas las otras clases prácticas) siempre se destacaba, realizaba los ejercicios con agilidad y precisión, de hecho más bien daba la impresión de que las clases le quedaban pequeñas. El profesor, de nombre Jorge Novelo, lo felicitaba constantemente y lo trataba de motivar para que llevara aún más lejos sus dotes expresivas, para que no se conformara con los resultados que obtenía de manera fácil, sino que buscara maneras novedosas y creativas de realizar sus obras. No era Oscar el único que mostraba talento sobresaliente, estaba también Jesús Moreno y un par de alumnas cuyo apellido se me escapa, eran María Antonieta y Nuria. Pero Oscar era, por mucho, el más aventajado, al menos ante los ojos de los aprendices modestos como el que esto escribe. Y sucedió que en una ocasión, cuando presentamos una secuencia de ilustraciones con las que tratábamos de narrar una historia, o sea algo así como una historieta, lo que era la especialidad de Oscar, fuimos testigos de una especie de confrontación entre el profesor y el alumno sobresaliente. Hasta donde recuerdo, el maestro Novelo le pedía que tratara de realizar dibujos menos “estereotipados”, que tratara de apartarse de ese estilo un tanto infantil y buscara una representación más realista, menos complaciente, quizás menos infantil y cándida. Esto pareció no agradarle a Oscar, de pronto estábamos presenciando una faceta que no conocíamos de él, se sentía cuestionado y eso le causaba conflicto. Se negó a aceptar las sugerencias del maestro y le dijo que cada quien tiene su manera de expresarse, que ese era su estilo y no pensaba cambiarlo, que si el profesor notaba alguna falla en cuestiones de proporción, alguna vacilación en el trazo, alguna tachadura, cualquier falla técnica, se lo indicara y él lo aceptaría, pero en lo que no estaba dispuesto a ceder era en su estilo, porque eso era parte intrínseca de él, era su personalidad y eso no lo iba a negociar. Más o menos en ese sentido se dio la controversia. A partir de ese día se produjo una especie de rompimiento entre Oscar y la Escuela. A partir de esta diferencia entre él y el profe Novelo (no me enteré o no lo recuerdo, pero es probable que se haya dado también con algunos otros profesores), Oscar comenzó a declararse incómodo, declaraba, o daba a entender, que el sistema de enseñanza de esa escuela lo estaba incomodando. Asumió una actitud de rebeldía estética que los integrantes de su pequeño grupo respaldaban y alimentaban. Se convirtió en algo así como un guerrero que luchaba en pro de la expresión del dibujo de historieta ingenua. Hasta donde yo puedo recordar, la mayoría de maestros no encontraban motivos para cuestionar sus trabajos, a fin de cuentas presentaba proyectos de gran calidad técnica, con puntualidad y limpieza. Pero a mi me daba la impresión de que mi amigo se había quedado con la espina que le clavó el maestro Novelo al cuestionar sus alcances expresivos, porque constantemente estaba justificando la técnica y características específicas de los dibujantes que a él le parecían los más sobresalientes quienes, por cierto, eran casi todos ilustradores de cómics, o de películas animadas, por ejemplo de los estudios Disney. No perdía oportunidad para argumentar, con ejemplos que nos mostraba en libros, casi siempre de procedencia extranjera, la excelsitud de esos a los que él consideraba grandes artistas y que seguramente lo eran y lo son. Los varios dibujantes que hacían Spiderman, Superman, Batman, el ejército de ilustradores de Disney, de Hanna Barbera, etcétera. También nos mostraba trabajos de artistas europeos, latinoamericanos y mexicanos, casi todos dedicados al cómic o a la expresión fantasiosa juvenil o infantil. En algún momento yo llegué a la conclusión (seguramente errada) de que eso, el hecho de que se sintiera cuestionado, sumado al hecho de que ya estaba trabajando como profesional del dibujo para algunas editoriales, lo fueron convenciendo de que él no tenía nada que hacer en ese lugar y en un momento dado decidió renunciar a la carrera. Pudieran haber sido otras las razones para este abandono, pero yo no las conozco porque sencillamente yo había desertado antes que él. Fue durante el tiempo en el que, con mis amigos, logramos hacer crecer la ilusión de nuestra banda de rock llamada Perro fantástico. Estábamos convencidos (al menos yo) de que la agrupación tenía un enorme potencial para llegar a alturas respetables y que para lograrlo se requería de toda nuestra dedicación. Fue esta la causa de que decidiera abandonar la Universidad, a la cual regresé (un poco con la cola entre las patas) tres años después. Por diversas razones (la principal de ellas siempre fue mi admiración hacia él) nunca perdí la pista a mi amigo. Siempre estuve al pendiente de su trayectoria. Me enteré de su crecimiento como dibujante y vi cómo fue escalando en el ámbito de la ilustración de cómics en México. Supe que le habían asignado la creación de revistas como Parchis, Chabelo y otras más, entre ellas la adaptación para nuestro país de Los Simpson. Además de todos los proyectos para los que se comprometió, creo yo que principalmente por razones de conveniencia económica, su mayor entusiasmo estaba dirigido a sus propias propuestas, y de éstas, la que más lo emocionaba y ocupaba era una historieta a la que llamó Karmatrón. Oscar solía comentar que, al igual que muchos niños y jóvenes en nuestro país, durante cierto tiempo había practicado el karate y había alcanzado un buen nivel. Seguramente esto lo encaminó por el camino de las culturas y filosofías orientales, ya que era muy común en él hacer referencias a prácticas espirituales de India, China, Japón, Tíbet. Era un gran admirador de la cosmovisión de esos pueblos, del respeto que profesan a la vida en general, la sencillez y la humildad, así como de sus prácticas para alcanzar el equilibrio entre cuerpo, espíritu y mente, como la meditación y el yoga. Él llevaba todo esto aún más allá y lo combinaba con el estudio y admiración hacia las culturas tradicionales prehispánicas. A través de una constante revisión de estos temas e influenciado por algunas otras ideas, llegó a la conclusión de que todas esas culturas milenarias tenían algo en común: su origen o inspiración extraterrestre. Para él era más que evidente que civilizaciones mucho más avanzadas que la nuestra, llegadas de otros planetas o de otros planos cósmicos, habían intervenido de diversas maneras en la historia de de algunos pueblos milenarios cuyas obras son inexplicables de otra manera. A la menor provocación, nuestro amigo se encendía y nos recetaba largas disertaciones sobre estos asuntos. A veces reforzaba esas exposiciones mediante su mejor recurso, el dibujo. Nos mostraba esquemas, bocetos e ilustraciones con diferentes niveles de detalle para convencernos de sus razones. Nosotros nos dejábamos convencer por él porque era casi imposible no hacerlo, su elocuencia y convencimiento eran contagiosos. Me imagino que fue con ese afán un tanto pedagógico que decidió crear esa historia que se convertiría en su mayor apuesta creativa, me refiero a Karmatrón. La referencia a esta historieta en wikipedia dice, entre otras cosas, que es un cómic que cuenta las aventuras de un coloso de 100 metros de altura protegido con una armadura mística que defiende al universo de las fuerzas del tiránico emperador Asura del planeta Metnal y del Amo de las Tinieblas, para lo que cuenta con la ayuda de los guerreros kundalini y de los Guerreros Estelares (poderosos robots con sentimientos; también conocidos como los Transformables. El protagonista principal de la historia es un humanoide extraterrestre de nombre Zacek, quien posee un cinturón que le permite transformarse en el poderoso gigante metálico Karmatrón. Al igual que a todos los creadores, a Oscar lo ilusionaba mucho el hecho de que su esfuerzo fuera reconocido por un gran número de personas; quería que su invención se hiciera muy popular. Al igual que a ciertos artistas, a él le producía frustración (no puedo decir con qué intensidad) el hecho de que esa gran popularidad no se produjera. Su propuesta alcanzó el reconocimiento y admiración de muchas personas, pero nunca llegó a ser considerado un éxito. Todo esto ocurría mientras mi amigo transcurría la edad de entre treinta y cuarenta años. Durante ese tiempo yo dejé de mantener contacto con él, tan solo me enteraba de sus logros de manera lejana y muy ocasional. Así pasaron varios años más, hasta que las nuevas modalidades de comunicación traídas por la cibernética me permitieron estar de nuevo en contacto con él. Esto ocurrió, específicamente, a través de Facebook. Al retomar el contacto (aunque fuera a distancia) con mi amigo de juventud pude percatarme, a través de los mensajes que publicaba que, al igual que a muchas otras actividades, a la industria de la historieta impresa la estaba golpeando el arribo de las publicaciones digitales. De manera vehemente, tal como él solía siempre hacer las cosas, Oscar invitaba a todos los navegantes del Facebook a que consumieran historietas impresas, específicamente a que compraran su Karmatrón. Daba adelantos de los plazos en los que estaba previsto que se harían las probables reimpresiones. Para ese momento ya habían pasado varios años desde que la editorial que la lanzó no la imprimía más. De las cosas que pude observar en ese reencuentro a distancia con mi amigo, hay dos que mencionaré ahora porque me parecieron notables. La primera de ellas es que pude constatar la capacidad que Oscar siempre mostró para seducir gente. A través de su propio convencimiento sobre las ideas que manejaba, podía hacer sentir a muchos de sus interlocutores que estaba hablando acerca de verdades profundas e irrebatibles, aun cuando algunas de ellas carecieran de lógica o de comprobación, por ejemplo sus afirmaciones acerca de seres extraterrestres. En varios de sus múltiples seguidores en Facebook pude notar una confianza que rayaba en la fe. Casi cualquier tema que él exponía era aceptado de manera sumisa por sus seguidores. La segunda fue algo que noté que, por algún motivo, me había pasado desapercibido o simplemente no lo había valorado: su enorme capacidad de trabajo. Pude observar cómo, además de los proyectos en los que estaba comprometido y de los que compartía avances, se daba tiempo para hacer extensos comentarios acerca de diversos temas. Invitaba a sus seguidores a seguirlo en conferencias o charlas, ya sea presenciales o a través del internet. Compartía invitaciones o grabaciones de esas charlas o entrevistas que le hacían en diversos medios. Junto con un grupo de dibujantes que se congregaron a su alrededor y crearon un equipo de trabajo (comandado por Oscar) que asumió por nombre ¡Ka-boom!, ofrecía consejos técnicos a modo de talleres, a los interesados en seguir la senda de la expresión gráfica. Colocaba diversas fotos y comentarios acerca de temas de su vida cotidiana, su esposa, sus padres, sus perros, su casa, su taller, sus películas favoritas, sus preocupaciones ecológicas, sus recomendaciones morales y muchas cosas más. Cualquiera podría pensar que todo eso que compartía era pensado por él pero realizado por un equipo de ayudantes, pero quienes lo conocíamos sabíamos que no era así, que una de sus características siempre fue esa enorme capacidad de producción. Yo lo había olvidado y al reencontrarlo en Facebook lo recordé. Para terminar este apunte quisiera expresar una reflexión acerca de este personaje singular al que tuve la fortuna de conocer y que influyó en mi vida de diversas maneras. A él, como a cualquier otra persona, se le podrían encontrar defectos y hasta escatimarle logros, pero algo que sería difícil rebatir sería su enorme bondad y su extraordinaria generosidad. Siempre estaba dispuesto a hacer el bien, era una de esas personas que uno nota que quisieran tener mucho más solo para poder dar mucho más. Procuraba siempre expresarse con respeto de todos, aún de aquellos con los que no estaba de acuerdo. Era un amante sincero de la naturaleza y expresaba con total convencimiento su respeto y admiración por todas las formas de vida. Era un hombre espléndido, en el sentido que damos en México a este término, o sea, alguien que no escatimaba ningún esfuerzo o recurso para complacer a quienes estimaba. Muchos años atrás, en una plática casual que yo sostuve con él, le comenté acerca de mi interés por un autor al que había oído mencionar, su nombre era Carlos Castaneda. Él de inmediato me dio referencias pormenorizadas acerca del escritor y de uno de sus libros intitulado Las enseñanzas de Don Juan. Me dijo que me recomendaba mucho esa lectura, que en ella iba yo a encontrar una gran cantidad de conceptos muy interesantes. Dado el caso de que nos encontrábamos en su casa, me pidió que esperara un momento, se levantó y sacó de un librero un ejemplar del libro, el que él había leído. Me dijo: ten llévatelo, te lo regalo. Yo aún le dije que no, que se me hacía muy mala onda que se deshiciera de su libro para dármelo, pero él insistió. Me dijo algo así como: es que esta lectura te está buscando, yo no soy sino el intermediario. Llévatelo por favor. Y ya no me rehusé. Yo sabía que él estaba convencido de lo que me había dicho, pero también sabía que en el fondo de ese acto estaba esa cualidad que siempre lo acompañó, esa generosidad que se le desbordaba, que lo rebasaba, porque era ante todo un hombre espléndido. -
Escuchar el infinito
Hace muchos, muchos años, había una tercia de amigos llamados Salvador (a quien todos llamaban Chava), Arturo y Guillermo. Durante un tiempo adoptaron la costumbre de reunirse en la casa de alguno de ellos (casi siempre en la de Chava) para, mientras degustaban algunas bebidas alcohólicas, disfrutar de algunos discos de rock. Normalmente lo hacían durante el fin de semana, pero no encontraban inconveniente para hacerlo también durante cualquier otro día, fuera martes, jueves o incluso domingo.
Resulta que Chava era ya para ese tiempo un hombre casado e independiente, con los compromisos propios de quien ya tiene esposa y un hijo. Esto lo obligaba a una vida productiva, a trabajar para obtener dinero. Se puede decir que cumplía a cabalidad con sus compromisos de pater familia y con lo que le sobraba se permitía algunos lujos, fue de ese modo como pudo adquirir un equipo de sonido muy bueno para los estándares de ese tiempo. Se trataba de un sistema marca Gradiente, de origen brasileño. Por favor no se vaya a pensar que el hecho de que el origen del aparato sea tercermundista lo descalifica necesariamente, muy por el contrario, gozaba de muy buen prestigio porque realmente ofrecía una excelente calidad de sonido.
Normalmente el tercio de amigos se refugiaba en la casa de Chava después de que Arturo y Guillermo habían concluído su labor productiva de ese tiempo, esto es, después de que habían terminado de tocar con su conjunto musical, ya fuera en una fiesta, un bar o una cafetería. Por cierto, aunque Chava no era músico, frecuentemente los acompañaba y, cuando se habían desocupado, pasaban a alguna parte a cenar y de ahí se iban a su casa a oír música.
Eran unos apasionados del llamado rock progresivo y se esforzaban para conseguir lo más novedoso de ese género. Discos de vinilo o acetato que atesoraban como verdaderas joyas. Alguna vez uno, otra vez otro, solicitaba que esa noche se le concediera el espacio para exponer su nuevo hallazgo. De esa manera, en la pequeña estancia del departamento de Chava se escucharon obras de Genesis, Jethro Tull, King Crimson, Yes, Camel, PFM, Pink Floyd y muchos exponentes más de lo mejor del arte sonoro que se estaba generando en ese tiempo. Ellos en ese momento no lo sabían, pero estaban haciendo los honores a lo que posteriormente se reconoció como la más alta cumbre que jamás alcanzó el rock y, quizás, la música popular del siglo XX.
El ritual era sencillo. Los amigos comenzaban ingiriendo algunas cervezas o algunos cocteles de ron con coca cola mientras comentaban alguna cosa que les pareciera. Para entonces el anfitrión ya había puesto a sonar su equipo con algún disco de su elección. Una vez que los tragos habían calentado el ambiente, uno de los tres camaradas solicitaba que se hiciera girar el disco que había traído para esa ocasión. Hacía una especie de reseña introductoria, ofrecía algunos datos acerca del origen de la banda, de la grabación específica, de la recepción que se la había dado en diversos ámbitos, sobre todo, de cómo había llegado hasta él la información del disco y el propio disco. Entonces, ponían a sonar al acetato y guardaban silencio. Escuchaban la obra completa prácticamente sin comentar nada, salvo algunas expresiones de emoción casi involuntarias. Una vez que concluía la grabación volvían a poner el disco, ahora sí haciendo comentarios e incluso deteniendo la reproducción para repetir algún pasaje, alguna pieza. Las expresiones iban creciendo en intensidad a medida que la botella de ron se iba vaciando. Posteriormente escuchaban alguna selección variada, algunas rolas emblemáticas para el pequeño grupo de amigos, piezas que para ellos se habían convertido casi en himnos.
A pesar de que el nivel del volumen se iba incrementando cada vez más, nunca se llegaba a un exceso que impidiera el disfrute de la música. Procuraban un respeto hacia la propia sensibilidad auditiva, pero también mantener la mesura por respeto a la esposa y al hijo de Chava, quienes estaban durmiendo en la recámara. Por supuesto que hubo ocasiones en las que se pasaron de la raya y, tanto el nivel de la música como el de las expresiones de entusiasmo se elevaron demasiado, quizás hasta llegar a molestar a la familia e incluso a los vecinos, pero realmente habrán sido pocas. Por lo general se dedicaban a disfrutar la música y la amistad.
Fueron tiempos en los que la selección de lo que se escuchaba representaba muchas cosas. Quizás ahora sucede igual, sería difícil afirmarlo, pero da la impresión de que en aquellos años la música representaba algo muy importante para algunos jóvenes. Resultaba una toma de postura respecto a diversos temas, era un intento por disfrutar de las manifestaciones artísticas que se gestaban en otras partes del mundo, era también una muestra de solidaridad con jóvenes de otras latitudes que estaban demostrando que tenían sus propios gustos, que estaban construyendo su propio mundo. Escuchar esos discos de rock significaba salirse de los cánones de comportamiento impuestos por el orden establecido, romper los amarres de la tradición y las conductas por imitación, dejar atrás la obediencia inercial.
En el México de entonces, tener como preferencia el rock era ya, de hecho, una postura de inconformidad, pero ser seguidor del rock progresivo significaba ir un paso más allá, era internarse en parajes de incomprensión y hasta cierto punto de soledad. Ahora resulta casi obligado declararse admirador de Pink floyd, casi cualquiera se dice conocedor de esa banda porque ha tenido oportunidad de escuchar Otro ladrillo en la pared, pero en aquél tiempo, ser seguidor de Syd Barret y compañía era como estar habitando en un mundo alterno y eso era parte de la emoción, era un motivo de orgullo, significaba ser alguien que no iba con la corriente, alguien que había decidido buscar nuevos horizontes.
Pero, además de eso, estaba la increíble experiencia estética que obtenían quienes optaban por esa modalidad musical. Se dejaban transportar a alturas increíbles de la mano de esas inspiradas figuras y se generaba entre ellos, entre los escuchas y los ejecutantes (aún a la distancia) una verdadera comunicación espiritual una relación mágica. Entre los protagonistas de ese movimiento musical (a nivel mundial), se generó una sana competencia para ver quien llegaba a alcanzar los niveles más altos de virtuosismo, para descubrir nuevas formas de expresión musical, para crear la obra que superara a todas las anteriores, para hacer el álbum diferente, que marcara un hito en la historia de la música. Y los receptores, los escuchas, nos deleitábamos con cada nueva propuesta.
Cada quien podrá decir que le ha tocado vivir la experiencia musical más maravillosa, que la música de “su tiempo” ha sido la mejor. Al trío de amigos que solían juntarse para celebrar la vida oyendo esas grandes propuestas de rock, nadie les hubiera podido quitar de la cabeza que esas sesiones de apreciación musical eran incomparables. De que, cuando ellos se dejaban transportar por algún trozo musical especial, el mundo se detenía, la vida se volvía eterna, ellos alcanzaban a sentir el infinito.
-
Discos y cassettes, esos viejos amigos
Hoy comencé a hacer limpieza en la pequeña habitación que uso como espacio de trabajo en mi casa. Entre las primeras cosas que decidí sacar están dos cajas para guardar cassettes y una para guardar videos. En cada pequeña caja de cassettes musicales caben aproximadamente 45 y en la de videos (VHS) unos 24. Se trata de una labor muy dolorosa, ya que cada uno de esos pequeños dispositivos que contienen música, video o ambas cosas, significa mucho para mí, sin embargo, es necesario ir haciendo espacio, ya sea para traer otros objetos o simplemente para tener un sitio menos saturado. Mientras estaba alistando las cajas para arrumbarlas me vinieron a la mente varios pensamientos. Recordé cómo fui atesorando esos cassettes hace varios años. Rememoré la ilusión con que nos dábamos a la tarea de ir haciendo un pequeño (o grande, según los recursos de cada quien) archivo con las grabaciones de nuestra preferencia. Era importante tener en nuestro poder esas obras de manera tangible. Los melómanos obsesivos como yo procurábamos tener grabaciones de la mejor calidad de sonido posible. En ese tiempo lo que prevalecía como medio de reproducción musical eran los discos de acetato o vinil. Para los fanáticos de determinado género era crucial conseguir las versiones más cotizadas, tanto por su calidad sonora, como por su presentación física. Las cubiertas eran también un factor muy importante para la valoración general de una obra. Era frecuente que decidiéramos la compra de un disco por el arte de la cubierta, apoyada, claro está, de alguna referencia previa. La mayor parte de producciones que buscábamos mis amigos y yo eran de rock en inglés, por lo que, aunque casi siempre nos conformábamos con poder conseguir la versión hecha en México, era mucho más codiciada la obtención de los álbumes importados de Inglaterra o Estados Unidos, los cuales, obviamente, costaban mucho más. Pero sentíamos que el sacrificio que significaba gastar nuestros pocos recursos en algún disco bien valía la pena. El siguiente paso en el ritual era reunirnos en la casa de alguien y disfrutar la grabación en colectivo animados por unas buenas cervezas o unos tragos de ron o brandy. Para llegar al sitio de reunión solíamos hacer el recorrido caminando desde casa y eso nos daba motivo para llevar el disco (o los discos) bajo el brazo, procurando que el resto de la humanidad se enterara de que íbamos portando una joya. Claro que a nadie le importaba un cacahuate eso. Seguramente ni quien volteara a vernos, y quienes lo hicieran difícilmente darían alguna importancia a lo que íbamos cargando. Pero eso era lo de menos, lo realmente importante era el sentimiento de creerse diferente, de imaginar que pertenecíamos a una casta privilegiada que estaba de iniciados en un misterio tan profundo como satisfactorio. El avance tecnológico permitió la llegada de los cassettes. Pequeñas cajitas que cabían en la bolsa del pantalón. Su pequeño formato no permitía una expresión plástica en las cubiertas como ocurría en las portadas de los LPs, pero la calidad de sonido llegó a ser muy aceptable. Cuando uno contaba con un buen equipo reproductor se podía obtener una buena experiencia auditiva. Estas cintas no sustituyeron a los discos, yo diría que más bien los complementaron. Normalmente comprábamos el acetato y, para evitar el desgaste de esa joya, lo copiábamos en un cassette y de ese modo lo podíamos tocar una y otra vez sin temor. El resultado fue que, a medida que crecía la colección de discos, iba creciendo también la colección de cassettes. En ocasiones también comprábamos cintas grabadas de fábrica, o sea, no hacíamos la copia, sino que el producto ya venía grabado y empaquetado por la compañía productora. Era muy común que las personas tuvieran tanto el disco como el cassette de algunas producciones musicales. El complemento de las cintas era, obviamente, un aparato reproductor, al que llamábamos grabadora o casetera (mención aparte merecen los llamados Walkman, pequeños reproductores de bolsillo que significaron toda una revolución cultural). Con esa maravillosa combinación podíamos reproducir pero también hacer nuestras propias grabaciones. Solíamos grabar pláticas y convivencias, pero lo más común en mi caso –y de mis amigos– era grabar discos y música del radio. De esa manera, nos convertíamos en verdaderos cazadores de programas en los que programaban canciones o álbumes completos sin la interferencia de anuncios o comentarios. Los programadores de algunas estaciones de radio estaban al tanto de eso y algunos de ellos nos complacían reproduciendo, en ciertos horarios, sesiones musicales sin interrupciones que llegaban a ser un verdadero deleite y una forma de mantenernos actualizados respecto a lo que ocurría en otras latitudes del mundo. Claro que también es necesario recordar la manera en la que la gran mayoría de estaciones de radio escatimaban la buena música (del género que fuera) y preferían programar lo más comercial e insulso con la finalidad de retener, del modo más comodino, a su público cautivo. Y, si eso ocurría con todos los géneros musicales, era irritante ver como, ya sea por desprecio, temor, ignorancia u obediencia de indicaciones, el género más afectado era el rock. Como decía, teníamos que andar “cazando” las escasas opciones que surgían. Sobra decir que, si esto sucedía con la radio, con la televisión el panorama era peor. Era también muy común regalar y recibir como presente tanto discos como cassettes. Cuando alguien creía adivinar tus gustos se atrevía a darte como obsequio especial una grabación musical. El avance de las cintas de video fue muy similar. Casi en los mismos términos, las mismas razones y los mismos motivos, pero con la intención de conservar imágenes en movimiento. Grabaciones caseras, mensajes, pero sobre todo películas. El cine al alcance de cualquier hogar. Esto dio por resultado la acumulación de cassettes, tanto grandes como pequeños, en todas las casas. Posteriormente sucedió algo muy similar con los discos compactos o CDs. Nos pusimos a recolectar lo que ya teníamos en discos de vinil y en cintas y hubo quienes, al agregarle novedades, terminaron por formar enormes fonotecas. Posteriormente la tecnología nos ofreció el formato DVD, discos pequeños, del tamaño de los CDs pero con mucha mayor capacidad de almacenamiento, tanta que podía contener sin problemas una producción cinematográfica o un concierto musical. Los video cassettes se fueron a la bodega y todos nos pusimos a juntar películas como locos, tanto “originales” como piratas. Y después llegó la reproducción de obras musicales o de video en streaming y mandó todo lo anterior al baúl de la obsolescencia. Ahora tenemos la posibilidad de ver películas, conciertos, tutoriales, videos, cursos y lo que se ocurra; así como buscar y escuchar los temas musicales favoritos (los que nunca habíamos escuchado y los que no sabíamos que existían) y no solo eso, sino incluso ver el video de prácticamente cualquier tema. Como consecuencia, la mayoría de las personas ya no hacemos caso a nuestros “antiguos” discos, cassette, cintas de video, CDs o DVDs. Para muchos, estos objetos del ayer no son ahora sino un estorbo. Es frecuente ver como la gente se deshace de colecciones, que en otro tiempo fueron verdaderos tesoros, arrojándolos al camión de la basura o poniéndolos a disposición de quien los quiera de manera gratuita. Hay personas más sensibles que otras. Así como algunos prácticamente arrojan a la calle sus joyas de antaño, existen quienes no están dispuestos a desprenderse de uno solo de sus recuerdos. Yo no soy tan devoto de mis pertenencias, pero tampoco tan indiferente. Es por eso que cada vez que quiero hacer una limpia de cosas me cuesta tanto trabajo. Sin embargo, aveces termino por tomar algunas decisiones drásticas y esto ha dado por resultado que me he deshecho de objetos que pudieron ser de valor en otro momento. He descartado revistas, libros y algunos instrumentos que han dejado de ser útiles en una nueva circunstancia. Los cassettes y cintas de video que saqué hace unos días de mi pequeña oficina los almacené en una cisterna seca que tenemos en casa. Envolví en plástico las cajas contenedoras para protegerlos de la eventual humedad y los coloqué dentro de esa especie de fosa con paredes de concreto. Sentí gacho, pero no tanto porque, como sea, ahí están, como dormiditos. Si un día quiero volver a reproducirlos puedo recuperarlos e intentar hacerlos sonar. Quizás aún pueda encontrar un dispositivo que me permita hacerlo, quizás, si no lo tengo, lo pueda conseguir, mientras tanto, ahí están, arrojados a la oscuridad, como viejas amistades que se quedaron atrás, desvaneciéndose en un pasado que se aleja más cada vez. -
Carlos Salazar Pérez
Mi paso por el bachillerato significó mucho en mi vida. Definió muchas cosas en mi existencia. Ahí me pude dar cuenta de la gran variedad de personalidades que pueden existir en una ciudad enorme, como la de México, en aquel tiempo llamada Distrito Federal.
La mayor parte de mis primeros 15 años de vida los había vivido, por decirlo así, en la provincia. Tanto yo como mis hermanos y amigos realizábamos casi todas nuestras actividades de manera muy local. La primaria y la secundaria las viví centrado en esa franja de territorio que era la zona limítrofe de Neza y la delegación Iztapalapa.
Cuando ingresé al CCH Oriente para realizar la educación media superior, pude conocer personas de diversas partes de la ciudad. Había quienes venían de la colonia Moctezuma, de la Obrera, de Ayotla, de la Agrícola Oriental y, los más afortunados, los de mejor posición social, de la Jardín Balbuena. No es que fueran ricos, para nada (aunque había una chica que sí podría clasificarse como de clase media alta), pero esa colonia tenía, y sigue teniendo, el mejor prestigio de esa región de la ciudad. De ahí, de esa colonia, era el amigo del que quiero escribir en esta ocasión. Su nombre era Carlos Salazar Pérez. Nótese que estoy usando el verbo en tiempo pasado.
No sé qué fue lo que nos acercó para que nos hiciéramos amigos. Quizás que éramos de los más jóvenes e inocentes en el grupo. Nuestros intereses y comentarios seguramente parecían muy infantiles a la mayoría de nuestros compañeros. También pudo deberse a que, aunque el ambiente del que procedíamos era muy diferente, de algún modo teníamos intereses en común, por ejemplo, a ambos nos gustaba el futbol americano y el rock. El caso es que a partir del tercer semestre nos comenzamos a aproximar en clase y, poco después, frecuentaba yo mucho su casa.
Una experiencia que compartimos pudo haber sido la que nos acercó de manera muy significativa. Resulta que algunos de los compañeros que teníamos en común habían comenzado a consumir marihuana de manera muy habitual desde hacía algunos meses. Tanto Carlos como yo asistíamos a algunas de las quemas tan solo como testigos un poco asustados; pero cada vez le perdíamos más el miedo y, finalmente, una mañana que estábamos en el Colegio organizándonos para ir a un concierto de rock en la prepa 1, se nos acercó un amigo llamado Toño y nos dijo que le estaban ofreciendo un cartón (un paquete cilíndrico) de mota a muy buen precio, pero que él no tenía todo el dinero. Por aquellas casualidades del destino resultó que Carlos y yo llevábamos algo de dinero (lo cual, en mi caso, era muy inusual) y terminamos comprando tal oferta entre los tres. Antes de emprender el viaje rumbo al reventón, fuimos a la parte trasera de la escuela (que en ese tiempo consistía de un enorme llano) y ahí liamos unos cigarrillos y los fumamos. Para Toño y algunos otros de los participantes ese “toque” era algo cotidiano, pero para Carlos y para mí era algo totalmente novedoso y, después del nerviosismo inicial, vino el efecto que, en mi caso, fue muy severo, seguramente debido a mi aprensión. Fuimos al concierto que, por cierto, no se consumó, y regresamos a nuestra escuela y a mí no se me bajaba el efecto. Aunque nunca se lo dije a mis amigos, la verdad es que para mí fue una experiencia muy desagradable. Lo peor de todo fue regresar a casa con mi tercio del cartón escondido, una cantidad que podría alcanzar para liar cuando menos diez cigarrillos, y no hallaba dónde ocultarlo en casa. Además, mi conciencia me atormentaba, sentía que había traicionado la confianza de mis padres. No recuerdo qué fue lo que hice con esa cantidad de hierba, es muy probable que después me la haya llevado a casa de Carlos y allá la dejé. Algo que me comentó la siguiente ocasión que nos vimos fue que a él sí le había agradado la experiencia. Me dijo que tendríamos que repetirlo, e inmediatamente se puso a fumar en su propia casa.
Carlos vivía en una casa sencilla, pero muy digna, de la colonia Jardín Balbuena. Una construcción claramente diseñada por arquitecto de una sola planta con tres recámaras . Vivía ahí él, sus dos hermanos menores y su mamá, una señora de cuarenta y tantos años que estaba obligada a trabajar porque el esposo había muerto unos años atrás. Debido a que la doña se ausentaba casi todo el día y sus hermanos pasaban varias horas en la escuela, la casa se quedaba a disposición de mi amigo, así que al llegar yo ahí podíamos escuchar nuestra música favorita, preparar algo para comer y a veces hasta hacer tarea.
También solíamos ir a visitar a otro compañero de clase que vivía en un departamento a unas cuantas cuadras, su nombre era Hilario pero todos le decíamos Lalo. Una tarde que estábamos de visita en su casa Lalo nos propuso fumar marihuana mientras escuchábamos música. Su selección musical fue Thick as a brick, un álbum de Jethro Tull que había sido lanzado hacía poco tiempo. Nos sentamos en un sofá, fumamos un porro de mota y pusimos el disco. Debo decir que fue una de las experiencias auditivas más maravillosas que he vivido jamás. Sentía como si las notas tuvieran peso, como si tuvieran una personalidad propia cada una de ellas. Algunos momentos melódicos me parecieron tan sublimes que me arrancaron el llanto; fue para mí una vivencia tan bella que, aún ahora, varias décadas después, la sigo considerando una de mis favoritas.
A partir de esa ocasión, una vez que le habíamos perdido totalmente el miedo al cannabis, la comenzamos a consumirlo con mayor frecuencia. Aún así, yo puedo decir que el número de veces que la fumé mientras estuve asistiendo al CCH no fueron demasiadas, de hecho pude llevar la cuenta y no excedieron las veinte. Resulta que en realidad nunca terminó de agradarme . Mi amigo Carlos, en cambio, sí se aficionó mucho al consumo de esa hierba. Cuando dejamos de frecuentarnos –lo que ocurrió unos meses después a raíz de que yo prácticamente abandoné la escuela mientras él siguió adelante– fumaba diariamente y en ocasiones varias veces en el mismo día. Posteriormente, cuando yo llegaba a visitarlo, ya de manera muy esporádica, podía constatar cómo seguía consumiendo mota y, además, solía también ingerir otro tipo de drogas, generalmente pastillas porque, seguramente, se sentía con cierta autoridad al respecto tras haber comenzado a estudiar la carrera de Medicina en la UNAM.
Poco a poco fui dejando de acudir a visitarlo hasta que ya no lo hice más. Los años pasaron y lo poco que sabía de él era por referencias vagas que me llegaban de manera muy esporádica. Me enteré de que había logrado terminar la carrera de médico cirujano y trabajaba en un hospital del IMSS. No mucho más.
En una ocasión, aproximadamente 12 años después de la última vez que lo había visto, viajaba yo en el metro con Bárbara (mi ahora esposa), un guitarrista llamado Rogelio y Tere, su mujer. Una estación antes de Centro médico abordó el vagón una pareja de médicos, distinguibles por su indumentaria blanca. Yo no les presté demasiada atención hasta que observé que Tere dirigía discretas miradas y gestos a Bárbara indicando que el médico varón le parecía guapo. De manera también discreta, dirigí mi morbosa mirada buscando constatar el hecho y al ver el rostro del doctor me di cuenta de que se trataba de mi amigo Carlos. No he mencionado que, entre las muchas cualidades que tenía, su galanura era algo que las mujeres siempre alababan.
Encontrarlo de nuevo después de tantos años me pareció una coincidencia muy agradable, así que di dos pasos y me coloqué a su lado para saludarlo. Hola Carlos, le dije, cómo estás. Él volteó a verme bajando un poco la mirada, ya que era cuando menos diez centímetros más alto que yo y, tras unos segundos de notoria duda, me dijo al fin: ¿quién eres?
Entre confundido y abochornado (Bárbara y Tere estaban muy atentas) le dije: soy Guillermo, tu compañero del CCH. Sonreí al decirlo, como haciéndole notar que comprendía que no recordara a alguien de tantos años atrás. Él sacudió la cabeza y volteó a ver a su compañera como para indicarle que estaba ante una situación un tanto desconcertante. Volvió de nuevo su mirada a mí. Yo le dije: acuérdate, me decían el Borrego. Medio sonrió y sacudió de nuevo la cabeza. El metro abrió las puertas porque estábamos ya en la estación y él me dijo de manera apresurada: bueno, mucho gusto, luego nos vemos. Y se bajó sin dar muestras de haberme reconocido ni remotamente. Yo me quedé muy confundido y un tanto abochornado porque mis acompañantes habían presenciado esta escena en la que yo quedaba como alguien despistado, alguien que, seguramente, había sido engañado por sus recuerdos. Lo único que atiné a decir fue que me parecía muy raro que no me hubiera reconocido, pero juré que no era yo el desorientado, que ese era mi amigo Carlos. No sé si me creyeron, simplemente seguimos nuestro camino y pasamos a otras cosas.
Posteriormente intenté discernir lo qué había ocurrido en la mente de mi amigo y mi conclusión fue que seguramente había continuado con sus adicciones, vaya uno a saber a qué tipo de drogas. No volví a saber más de él hasta varios años después, quizás unos diez.
Una mañana, cuando ya vivíamos en Toluca, en la casa que rentábamos en la colonia Ocho cedros, sonó el teléfono y yo, aún en la cama, descolgué el auricular. Para mi sorpresa, quien me buscaba era un amigo del CCH, su nombre es Sebastián Estrada y lo apodábamos El vampiro, no sé porqué. Me causó mucha extrañeza que me buscara después de tantos años, en primer término porque nunca fuimos muy amigos, en segundo, porque no tenía idea de cómo había conseguido mi número telefónico. Durante aquellos días que refería, en los que Carlos y yo descubrimos la marihuana, también El vampiro lo hizo pero, a diferencia de nosotros, él se aficionó muchísimo de manera muy rápida. Llegó un momento en el que se le veía caminando por los pasillos y espacios abiertos de la escuela siempre drogado, acompañado de otros alumnos que se habían aficionado a esa hierba tanto como él. A mí me daba la impresión de que para él la realidad era ya completamente otra, como algo detrás de una bruma espesa a través de la cual nos miraba como en sueños. No creo estar exagerando, lo que sucede es que algunos de esos compañeros realmente se clavaron mucho en el consumo de ese enervante y muy probablemente de algunos otros. Esa mañana me comentó que se había encontrado con otro ex compañero de aquél tiempo, Antonio Trejo Mancilla (quien también se aficionó mucho a la droga) y que éste le había pasado mi teléfono. Me dijo que estaba contactando a los amigos del pasado simplemente con la intención de saludarlos y saber qué era de su vida. Después de intercambiar algunos recuerdos y comentar cosas acerca de nuestra vida actual, de pronto me preguntó si sabía lo que había pasado con El guajolote, o sea, Carlos Salazar; y es que ese era el apodo de nuestro amigo. En aquél tiempo Carlos se caracterizaba, entre otras cosas, por ser muy expresivo y burlón. Por cualquier motivo soltaba una sonora carcajada, casi siempre mofándose de alguno de nosotros. En respuesta un tanto vengativa a alguien se le ocurrió ponerle ese horrible apodo: el guajolote, en referencia al singular sonido que emite ese animalito, llamado glugluteo o cloqueo . Ahora, después de todos esos años, Sebastián lo traía a la memoria refiriéndose a él con ese sobrenombre. Yo le respondí que no sabía nada de él desde hacía muchos años. Entonces me comentó que había muerto unos meses atrás. Que se había ido a meter a una casa de la colonia Romero Rubio en la que daban una especie de hospedaje de unas horas a quienes deseaban ir ahí a hacer un viaje con drogas fuertes, heroína, crack, ácido. Que Carlos solía ir ahí frecuentemente y que en una ocasión se extralimitó y sufrió un infarto al corazón. Así fue como terminó sus días. Me contó que nuestro amigo era médico y estaba casado con una doctora, que trabajaba en un hospital del Seguro Social y que a muchos de sus compañeros de trabajo les causó mucha extrañeza saber que era un adicto a un grado tal que terminó perdiendo la vida.
Enterarme de eso me afectó enormemente. Aún cuando habían pasado muchos años sin haber tenido contacto con él, aún después de aquél incidente en el que me desconoció, para mí siguió significando una relación muy importante en una momento crucial de mi vida, nada menos que el paso de la adolescencia a la juventud. Aunque en muchos sentidos nuestras vidas eran diferentes, en algunos otros teníamos similitudes. A ambos nos resultaba insulsa la vida ordinaria, esa que suele vivir la mayoría de la gente, en la que están tan solo esperando a que las circunstancias se vayan acomodando para dejarse llevar, de manera confortable y sin compromisos, por una trayectoria temporal sin complicaciones, sin grandes emociones, sin grandes riesgos. Creo que ambos íbamos camino al fracaso en nuestra intención de hacer una existencia intensa y arriesgada; creo que tanto él como yo al final caímos en la mediocridad y adormecimiento en el que cae la mayoría de las personas de la sociedad actual. la diferencia entre nosotros fue el modo cómo afrontamos esa frustración creciente. Yo elegí pegar gritos y tamborazos, él, dejarse consumir por las drogas.
Hace algunos años comencé a escribir algunas rolas con motivos varios. Piezas en las que intento reflejar algunas de mis inquietudes existenciales. Llamé a esa serie de composiciones Histerias. Una de aquellas canciones la hice inspirado en la imagen de mi amigo Carlos. La llamé La carcajada. En ella hago una rápida semblanza de los antecedentes que pudieron llevar a esa persona a buscar de manera desesperada una puerta de escape. Aún cuando reconozco que el resultado es un tanto sensacionalista y excesivamente dramático, creo que refleja de aceptable manera mi interpretación acerca de la angustia que debe llevar a alguien como mi amigo –un hombre apuesto, con una aceptable formación académica, con un “futuro por delante”– a buscar una salida tan riesgosa; a acercarse tanto y tan frecuentemente al abismo, buscando que éste termine por jalarlo hacia sus profundidades.
-
Charly Monttana
La pandemia del COVID 19 nos ha dejado muchas historias lamentables. Unos más, otros menos, hemos tenido que despedir para siempre a algunas personas queridas, ya sea parientes o amigos. Aunque no todas esas víctimas han partido por causa de la infección de coronavirus, al final de cuentas nos queda el sentimiento de que todas se fueron como en una gran carretada que enlutó muchísimos hogares durante estos meses.
Una víctima de este vendaval fue Charly Monttana, un músico singular que falleció el mes de mayo del 2020 a causa de un infarto al miocardio. Yo lo conocí hace muchos años, cuando yo era muy joven y él era casi un niño, durante el tiempo en el que andaba sonando mi banda llamada Perro Fantástico. Una tarde tocaron a la puerta de la Perrocasa un par de chavitos, eran estudiantes de secundaria, lo que pudimos notar porque portaban el uniforme tipo militar que aún se les exigía en ese tiempo. Uno de ellos se mostró muy entusiasta con nuestra manera de hacer e interpretar la música, se llamaba César Sánchez Hernández, el mismo que después de unos años decidió recorrer por su cuenta el camino de la música de rock y posteriormente comenzó a utilizar el seudónimo de Charly Monttana.
Hasta qué grado fuimos nosotros quienes marcamos el destino de ese muchacho que habrá tenido unos catorce años en aquel momento, no lo podremos saber. Lo que es cierto es que él (a diferencia de nosotros) sí dedicó su vida prácticamente por entero a la música. Apoyándose en su carácter muy extrovertido y utilizando también sus innegables cualidades musicales, fue llamando la atención del público y fue labrándose una carrera importante en el muy complicado ambiente del rock mexicano. Yo pienso que tal vez le faltó un poco de dirección, de asesoría profesional para conducirse de mejor manera, porque al ir madurando como artista se fue yendo más por el rumbo del espectáculo barato, del relumbrón fácil, que por el camino de la música. No digo que no haya alcanzado un buen nivel profesional, de hecho, en su mejor momento llegó a crear algunas canciones que, a mi parecer, resultan ser muy interesantes (por ejemplo El vaquero rocanrolero y Tu mamá no me quiere), digo que si hubiera contado con una dirección adecuada podría haber destacado mucho más, y lo habría hecho por sus méritos creativos, no por su estrambótica figura y su comportamiento caricaturesco que era lo que más resaltaban los críticos y comentaristas del espectáculo.
César (o Charly) alcanzó logros en su trayectoria musical que otros suspirantes (por ejemplo nosotros, el Perro Fantástico) no pudimos siquiera olfatear. Realizó una gran cantidad de álbumes, videos, giras nacionales y de nivel internacional. Se presentó en conciertos de gran magnitud, de la máxima importancia en nuestro ámbito, como el Vive Latino. Fue invitado a una gran cantidad de presentaciones en TV y radio. Su presencia en las redes es muy importante, tiene miles de seguidores tanto en Youtube como en Facebook y en las aplicaciones musicales como Spotify. Muchas de sus presentaciones en vivo serían la envidia de nuestro grupo, ya que se realizaron ante grandes audiencias y en escenarios muy bien montados, con luces profesionales, con instrumentos y sonorización de nivel profesional. Cuántas veces nosotros soñamos con presentaciones de ese tipo.
¿Qué fue lo que hizo este amigo para llegar a figurar en este duro ambiente? ¿Por qué él alcanzó lo que otros muchos no?
Hace varios años yo y un grupo de amigos creamos una revista a la que bautizamos como AlterArte con la pretensión de exponer ahí temas sobre la actividad de creadores marginales de ciudad Nezahualcóyotl. En el afán de diversificar el contenido editorial de la publicación nos dimos a la tarea de buscar representantes de actividades culturales para incluirlos en nuestras páginas. A mi se me ocurrió aprovechar mi amistad de años atrás con Charly para pedirle una entrevista y publicarla en nuestro modesto medio. Él accedió de muy buena manera y, así, una noche llegué al lugar donde habitaba, la misma casa en la colonia La Perla donde vivía cuando era un adolescente que admiraba nuestra labor musical. En esa charla (más que entrevista) surgió el tema de la fama, del éxito. Aunque en el trato personal él era más bien modesto, no dudó para aceptarse como un roquero exitoso. Respondiendo a mi pregunta sobre cuáles eran las causas por las que algunos, como él, logran figurar y otros se van quedando en el anonimato, me dijo algo así: “Yo me casé con el rockanroll. Desde muy joven entregué mi vida a mi pasión y he sacrificado muchas cosas a raíz de esa decisión. Algunos (como ustedes, me dijo) optaron por formar una familia, tener una esposa, hijos, una casa; yo no tengo nada de eso, soy un rockero entregado a mi carrera y lo que tengo es eso, una carrera, el fruto de mi esfuerzo de muchos años”.
Algo así me dijo y me dejó muy, muy pensativo. Cuando estuve con Jaime y José Luis (bajista y guitarrista del Perro fantástico) en Nuevo México, hace un par de años, surgió (como siempre) la plática acerca de lo que pudimos haber logrado pero no logramos. A mí me pareció pertinente referirles esas palabras de Charly que nos confrontan con la verdadera razón por la que no pudimos despegar. Una vez que se las expuse nos quedamos callados los tres. Reconocíamos la verdad que encierra esa declaración y reflexionábamos acerca de si la vida que decidimos seguir era mejor o era peor, era más o era menos interesante que la de Charly Montana. Algo que difícilmente podríamos responder.
-
Cuota de peaje
Mentiría si dijera que aun sufro cada vez que lo recuerdo. Es que han pasado ya muchos años y bien dicen que el tiempo cura toda herida. Claro que, como toda la gente que pasa por una experiencia similar, cuando estaba reciente yo me imaginaba que jamás se extinguiría ese sentimiento de dolor tan terrible. Lo que pasa es que en ese tiempo, en que todos éramos jóvenes y por lo mismo nos sentíamos invulnerables, enfrentarnos a la muerte de alguien tan cercano, fue una prueba casi demasiado dura. Mi hermano Mario tenía 22 años de edad y estaba en plenitud de sus facultades, como suele decirse. Tenía escasos meses de casado y su única hija (Ivette) aun era una bebé. Su matrimonio no era como para ponerlo de ejemplo pero no iba mal; él y su esposa discutían y se contentaban con la misma frecuencia que cualquier otra pareja. Cuando aun estaba reciente la tragedia yo aseguraba que todo había sido culpa de la falta de dinero, de la pobreza. Él era un empleado federal de reciente ingreso y escaso salario, lo que lo tenía siempre muy limitado y era causa frecuente de sus discusiones con Alejandra, su esposa. Precisamente la noche en que lo vimos con vida por última vez, llevaba en el bolsillo de su pantalón 200 pesos que le acababa de prestar Gustavo, otro de mis hermanos. La primera versión que nos llegó de los hechos decía que había sido interceptado por unos tipos que lo querían asaltar y que él emprendió la carrera para poder llegar a su casa con esos preciosos pesos. Decían que al cruzar la Avenida Texcoco a toda carrera había sido arrollado por un automóvil que pasaba a gran velocidad. Eran aproximadamente las dos de la madrugada de un naciente domingo 15 de mayo. Algo que a mí en lo personal me tuvo pensativo mucho tiempo es una mancha de lodo que mi hermano me dejó en la camisa. Me hizo encabronar mucho porque, para empezar, la camisa era blanca, pero, sobre todo, porque no me gustaba que se pusieran muy ebrios los acompañantes que, supuestamente, iban a ayudarnos a nuestros compromisos musicales. Es que en ese tiempo yo aun estaba muy activo en la música y formaba parte de un grupo de esos a los que llamamos “moleros” porque casi siempre actúan en fiestas de bodas, quinceaños o bautizos, donde el platillo principal es pollo con arroz y… mole. Normalmente nos acompañaban dos o tres personas para ayudarnos a cargar y conectar los instrumentos. En esos días iban con nosotros mis hermanos Mario y Gustavo y mi primo Lorenzo. Para ellos, el interés radicaba, más que en el dinero que les pagábamos, en la caza de posibles aventuras amorosas con alguna invitada; estaban, por decirlo así, en su mero momento: Mario, ya lo mencioné, contaba 22 años y ya estaba domesticado; Gustavo y Lorenzo tenían 24 y todavía le aullaban a la luna. Mientras estábamos en el receso previo a nuestro último turno musical, pusieron música grabada y se dio el caso de que yo me levanté a bailar y me coloqué justo a un lado de Mario. Él estaba muy tomado y bailaba frenéticamente. Quizá estuvo a punto de caerse o tal vez la emoción del baile lo hizo poner las manos en el piso de tierra apisonada que, por algún motivo que no sé precisar, estaba mojado, lo que recuerdo con certeza es que se incorporó con las manos manchadas de lodo, volteo a verme, me sonrió tristemente y puso su mano en mi camisa blanca dejando en ella una gran mancha de lodo. Yo inmediatamente le dije exaltado: “¡No me chingues! ¡Qué te pasa, ya estás muy tomado!” Él volvió a sonreír y siguió bailando. A los pocos minutos nos enteramos que ya se había marchado y dimos por hecho que al sentirse mal había decidido irse caminando a su casa. Vivía con su esposa y su bebita en un pequeño departamento que le prestó mi abuela, sin embargo se nos hizo un tanto extraño que no esperara hasta el final del compromiso para recibir el pago por su ayuda y para que lo lleváramos en la camioneta que alquilábamos como transporte para estos compromisos. Alguien nos dijo que lo había visto marcharse y eso nos bastó. Después de concluir nuestra actuación y traer de regreso a casa los instrumentos, acostumbrábamos beber otras cervezas mientras escuchábamos nuestra música favorita e intercambiábamos nuestras respectivas anécdotas e impresiones acerca de la fiesta o de cualquier otra cosa. Normalmente terminábamos yendo a descansar hasta las seis o siete de la mañana. Si alguien tenía una propuesta que nos pareciera interesante, en cualquier momento podíamos salir para dirigirnos hacia allá en nuestro medio de transporte habitual de aquellos días: nuestros propios pies. Era, pues, común para nosotros andar con nuestra botella de cerveza por las calles de Neza en la madrugada. En aquel tiempo el grupo de amigos que nos reuníamos los fines de semana, ya fuera para atender un compromiso musical del conjunto, o para emprender alguna otra aventura, estaba integrado por mis hermanos Gustavo y Mario, mis primos Arturo (quien era el bajista del grupo) y Lorenzo, y nuestro inseparable amigo Chava. Normalmente solíamos ir a animar alguna fiesta molera y al regreso Arturo y yo acompañábamos a Chava a su casa para seguir bebiendo y escuchar música mientras filosofábamos y nos dábamos mutuos consejos. Sin embargo, cuando alguien tenía una buena propuesta nos salíamos y emprendíamos la aventura en la calle. Podíamos ir a dar a algún congal a bailar con prostitutas; a cantar a la ventana de alguna muchacha, o simplemente a despertar a algún amigo para que bebiera con nosotros. Si se daba el caso de que nos acompañara alguien que tuviera automóvil, nuestro destino podía variar enormemente y podíamos ver la luz del siguiente día en Texcoco, en Xochimilco o al pie del volcán Popocatépetl. El día siguiente, que normalmente era domingo (las fiestas se daban más frecuentemente los sábados), solíamos reunirnos hacia el mediodía para ir a desayunar algo apropiado y aliviar nuestro estado con unas cervezas. Al caer la noche ya estaba cada quien en su casa para, el lunes, retomar su rutina habitual de la semana. El domingo 15 de mayo nos vimos casi todos en la casa de mi madre y ella nos sirvió un desayuno exquisito y reconstituyente. Más tarde nos salimos a recorrer el tianguis de San Juan hasta llegar al puesto de discos de rock que atendía Chava. Allí estuvimos hasta la tarde cuando éste levantó la mercancía y después nos invitó a su casa para seguir cheleando. Teníamos mucho aguante, pero esa noche de domingo habíamos bebido demasiado y habíamos dormido muy poco. A eso de la media noche ya estábamos totalmente ebrios y no faltaron las locuras: mi primo Lorenzo y Chava hicieron un extraño ritual que, aun ahora, me sigue inquietando: cuando nos dimos cuenta Lorenzo tenía en las manos una navaja de rasurar y se estaba quitando su tradicional bigote, del que estaba muy orgulloso. Yo, que estaba un poco más controlado, intenté detenerlo, pero fue imposible, estaba decidido. Al terminar, Chava le pidió la navaja y la emprendió, no contra su bigote, que no usaba, sino contra sus cejas. Esto era demasiado. Traté de detenerlo pero Arturo y Gustavo me dijeron que no interviniera, que era su gusto. Tiempo después, en alguna parte, escuché (o leí)que hay pueblos en donde cortarse las cejas es señal de luto. Cuando todo esto ocurría, mi hermano Mario tenía casi 24 horas de muerto y nosotros lo ignorábamos. Cuando Mario salió de la fiesta referida al inicio de este escrito se dirigió a su casa pero, como ya mencioné, la muerte lo interceptó a medio camino. Su cuerpo quedó tendido sobre la avenida Texcoco. No llevaba ninguna identificación, nadie lo reconoció. Alguien se condolió del difunto y lo cubrió completamente con una manta blanca. A eso de las 11 de la mañana, ya con el sol calentando a plenitud, en una camioneta del municipio lo trasladaron a la morgue en calidad de desconocido. Alejandra, su esposa, estaba muy enojada porque no había llegado a dormir y decidió hacer berrinche. Se fue a casa de sus padres y allá se quedó todo el domingo. Al día siguiente, lunes, ya le pareció alarmante que no regresara su pareja. Decidió callar otro poco para no preocupar a nadie. El martes muy temprano ya no aguantó más y fue a ver a mi madre para compartirle su desesperación. Ambas mujeres iniciaron una búsqueda frenética. Hicieron llamadas por teléfono, fueron a ver gente hasta que mi madre decidió enfrentar la posibilidad más terrible: ir a la morgue. Pidió a Bárbara (la mujer que ahora es mi esposa) que la llevara en su auto y entró a ese lugar temible a revisar los cadáveres. Allí lo encontró. Desfigurado, hinchado, sólo reconocible para la madre. Normalmente yo regresaba de la escuela (en ese tiempo ENAP, ahora llamada FAD) en cuanto terminaban las clases. Ya estaba un tanto ruco (con un atraso de 5 ó 6 años) para estudiar, pero me había propuesto retomar la carrera de diseñador gráfico con la firme propuesta de terminarla. Esa tarde de martes me disponía a retornar de mi excursión diaria desde Xochimilco hasta Neza cuando me interceptaron unos amigos y prácticamente me raptaron. Fuimos a casa de uno de ellos a jugar dominó y a embriagarnos. A eso de las 9 de la noche Guillermo Andrade se ofreció para traerme a casa en su auto y noventa minutos después estábamos frente a mi casa, sorprendidos, suspendidos, ante el espectáculo del funeral. Fue mi abuela Aurora quien se acercó al auto y al abrazarme me dijo: es tu hermano Mario. El día anterior, lunes, durante la tarde yo había estado preparando un trabajo escolar que incluía dos dibujos a lápiz. Decidí dibujar –basándome en fotografías de revista– una mujer mulata con anteojos oscuros y gesto de sufrimiento y la cabeza majestuosa de un águila. Cuando estaba por terminar el segundo dibujo me percaté que mi reloj despertador estaba detenido. No puedo precisar qué hora marcaba, pero he decidido mencionar esto porque hubo una serie de acontecimientos extraños o a los que posteriormente nosotros otorgamos una importancia particular. Otra cosa que recuerdo es lo que mi hermano Gerardo nos platicaba: decía que la madrugada del 15 de mayo, cuando estaba durmiendo acompañado por su esposa, fue despertado por alguien que lo llamaba por su nombre desde la calle. Como la ventana de su recámara en un segundo piso tenía vista hacia el exterior, solo le tomó levantarse y dar unos cuantos pasos para asomarse. Juraba que quien estaba abajo en la calle, a escasos metros de su ventana, era Mario, y que le decía: “vengo a avisarte que ya me voy”. Gerardo, molesto por haber sido interrumpido en su descanso y preocupado por ver a su hermano a esas horas de la madrugada todavía en la calle, le pidió enérgicamente que ya se fuera a dormir a su casa. Decía que cuando Mario se retiró caminando y él regresaba a su cama, sintió un frío recorrer su espalda, lo que no le impidió dormir, pero le produjo un sentimiento de zozobra durante todo el día siguiente. El miércoles 18, cuando la carroza que transportaba los restos de Mario sufrió una ponchadura que obligó al convoy funerario a detenerse bajo el quemante sol del mediodía, alguien dijo: “es que no se quiere ir”. Yo me sumí en una honda reflexión acerca de lo que significa para cada uno de nosotros el viaje por la vida. Recordé todas las aventuras por las que pasamos. Al igual que muchos jóvenes, llegamos a considerarnos invulnerables; sentíamos que éramos amados por Dios o por el cosmos y que nada podía salir mal. Aun en los momentos de mayores dificultades sabíamos que algo ocurriría a nuestro favor y que, al final, cualquier asunto quedaría solucionado y sería tan solo una anécdota que recordaríamos entre carcajadas. Nos causaba risa cualquier advertencia de nuestros mayores o de nuestros amigos más prudentes. Declarábamos entre risotadas que estábamos protegidos por nuestra buena suerte y tomábamos riesgos que no poca gente criticaba y nos decía que esas eran estupideces de personas inmaduras. Tal vez nuestras aventuras no fueron muy diferentes de las de cualquier joven, pero aun después de todos estos años al recordarlas me pregunto cómo fue posible tanta imprudencia. Ir en la noche, completamente ebrios, a bordo de una camioneta maltrecha por la carretera, exponiéndonos a un terrible accidente y exponiendo también a otras personas. Llevar en nuestra camioneta en pleno día a tres felices chicas menores de edad totalmente ebrias y vociferando improperios a quien se nos atravesara. Pasar caminando por una calle “peligrosa” a media noche gritando sandeces con nuestras cervezas en la mano. Llegar a una fiesta de bodas sin ser invitados y, en un descuido del novio, llevar a la novia –con la obvia complacencia de ésta– al patio trasero de la casa y meterle un faje “de despedida”. Hazañas que nos parecían dignas de nuestra buena fortuna y que aun ahora hacen asomar a mi rostro una sonrisa de malévolo orgullo. En alguna ocasión leí, o escuché decir por ahí, que en esta vida todo tiene un precio, que nada es gratis. Yo estoy convencido de que la muerte de mi hermano fue el pago que se nos exigió por nuestros excesos. Que, de alguna manera, hay un mecanismo mediante el cual se va registrando cada uno de nuestros actos para que, llegado el momento, pasemos a la oficina a liquidar el adeudo. Considerando las cosas de este modo, hasta podríamos concluir que, dentro de todo, a Mario no le fue tan mal: hay quienes llevan una vida sedentaria, triste y aburrida y de todas maneras tienen que pasar a la caja a pagar el peaje. Ahora que han transcurrido 21 años de la tragedia que me ocupa encuentro el valor para incluso salir con chistes de mal gusto, pero la verdad es que el importe que tuvimos que pagar mediante la vida de mi hermano fue una salvajada. A todos los que integrábamos esa especie de comando temerario nos dejó una profunda huella que modificó nuestra percepción del mundo, aunque, a decir verdad, pasó todavía mucho tiempo para que sentáramos cabeza.