Categoría: Personal

De las cosas que me afectan o me interesan de manera muy personal.

  • Fuimos fantásticos

    Fuimos fantásticos

    “Pasajeros con destino al infierno, favor de abordar su nave por la puerta del excusado”, repetía una y otra vez Marcialoco, uno de esos personajes confusos y confundidos que, de manera un tanto inexplicable,  se habían ido agregando a las sesiones creativas del grupo, sesiones que a veces se convertían en borracheras. Ahí estaba este vecino, hasta hace pocos días desconocido para nosotros, parado a un lado de la puerta del baño, en notorio estado de ebriedad. Nosotros lo veíamos y celebrábamos la ocurrencia mientras degustábamos nuestra cuba, cómodamente sentados en un sofá desvencijado.

    A partir del día en que alquilamos esa casa de la calle Roma, en la colonia Metropolitana, podíamos darnos el “lujo” de echarnos nuestros alcoholes después de un buen rato de ensayo. Ocasionalmente acompañados por nuestros amigos, algunas amigas y a veces incluso por personajes cuyo origen desconocíamos. Estábamos viviendo nuestra fantasía de rock and roll.

    Nos considerábamos una banda afortunada, nuestros logros se iban acumulando y contábamos ya con nuestros instrumentos completos, con una considerable cantidad de seguidores y seguidoras, un reconocimiento cada vez mayor del nombre del grupo: “Perro Fantástico”, nuestra propia camioneta, a la que llamábamos la perroneta, y la mayor comodidad a la que podíamos aspirar: un lugar para ensayar. Era una construcción de dos pisos con sala-comedor y tres recámaras a la que bautizamos como “la perrocasa.”

    Ahí, en esa perrocasa, enclaustrados entre sus paredes cada vez más chorreantes de sonidos y sudores, navegando en una densa nube de cigarrillos Baronet, adormecidos por los vapores del ron Bonampaq o el brandy Viejo vergel, bañados por la lánguida luz de los focos de 60 watts, ahí compusimos y ensayamos las rolas que los chavos de Neza de aquéllos años (cuando el rock mexicano iba saliendo de la crisálida), adoptaron como propias y nos convirtieron en leyenda.

    Una leyenda quizás modesta y un tanto salitrosa, pero leyenda al fin.

  • Rock en familia

    Rock en familia

    La música ha sido muy importante para mí durante gran parte de mi vida. He dedicado horas y horas a escucharla, a tratar de dominar algún instrumento, a entender su lenguaje escrito, a coordinar esfuerzos con otras personas buscando ensamblar nuestras pasiones filarmónicas. He gastado dinero, tiempo y esfuerzo para satisfacer mis ansias, tanto creativas como de degustación. He tomado decisiones cruciales en las que mis actividades referentes a la música han sido el factor determinante. En fin, en muchos sentidos me he movido atraído por la música.

    Después de que Bárbara, mi ahora esposa, y yo decidimos unir nuestras vidas, continuamos formando parte de un conjunto con el que amenizábamos fiestas y eventos varios. Esto nos ayudó durante algunos años a satisfacer nuestras necesidades económicas, hasta que llegó un momento en el que ella decidió no continuar más, seguramente cuando resultó embarazada de nuestro hijo Guillermo. Posteriormente, al cabo de unos años más llegó a nuestras vidas nuestra hija Roxana y ese hecho amarró aún más a mi esposa en el hogar y borró cualquier posibilidad de que ella regresara a la vida de conjuntos y eventos. Sin embargo yo me mantuve aún activo durante varios años más. De hecho, tenemos algunas fotografías en las que se puede ver a mi hijo con una guitarrita de juguete parado a mi lado con pose de ejecutante mientras yo estoy tocando la batería en alguna fiesta.

    Posteriormente, de una manera casi desapercibida, me fui alejando de la actividad musical en conjuntos hasta que la dejé por completo. Así pasaron varios años en los que de algún modo me resigné a ser un escucha, más que un ejecutor. Por ese mismo tiempo, buscando un sitio más tranquilo para vivir, un lugar en el que nuestros hijos tuvieran una mejor calidad de vida, nos mudamos a la ciudad de Toluca y nuestra buena suerte nos permitió vivir en una bonita casa en la que gozábamos de gran tranquilidad y convivíamos muy armoniosamente.  Dicho con otras palabras, había llegado a la edad de la madurez, si no mentalmente, sí en cuanto a mi comportamiento y mis expectativas.

    La conexión y la convivencia que logramos como familia eran, sin exagerar, envidiables. Nuestros amigos nos lo decían, admiraban la forma en la que nos desenvolvíamos, siempre de manera armónica, siempre con cariño y respeto. Sin embargo, hacía falta algo que nos permitiera una convivencia más significativa, mi esposa y yo intuíamos que ir al cine, ir al parque a andar en las bicicletas, platicar historias y todo eso que era nuestra vida, pronto comenzaría a ser menos interesante para nuestros hijos, que estaban llegando a la adolescencia.

    Una tarde, Bárbara me comentó que le agradaría mucho realizar uno de sus anhelos musicales, que siempre se había sentido atraída por tocar el bajo en un grupo, no ya el piano como siempre lo había hecho, sino ese instrumento que le parecía tan poderoso e independiente. Yo le dije que sentía una inquietud similar. Que me gustaría tocar otra cosa que no fuera la batería, algo como la guitarra, a la cual muy seguido le rascaba las cuerdas sin ningún método y sin ningún objetivo. Y de pronto se nos iluminó la mente casi al unísono y pensamos que sería muy padre armar un conjunto en el que todos seríamos aprendices, todos estaríamos comenzando casi de cero: ella en el bajo, mi hijo Memo en la batería, mi hija Roxana (que era muy pequeña aún, tenía diez años) en la voz y yo en la guitarra. Tocaríamos un repertorio compuesto de canciones sencillas pero de nuestro completo gusto y nos ofreceríamos para ir a tocar a las convivencias familiares y de nuestros amigos. Esto último nos pareció la clave de todo el plan: ir a tocar solo por el gusto de tocar y convivir, sin esperar a cambio otra cosa que el beneplácito de la gente que queremos y nos quiere.

    Se los planteamos a nuestros hijos y ellos se mostraron fascinados con la idea. Así que a las pocas semanas ya habíamos reunido los instrumentos necesarios y comenzamos los ensayos.

    Inicialmente no sabíamos que nombre adoptar, pasaban muchos por nuestra mente pero ninguno nos parecía el indicado, hasta que en una ocasión a mí se me ocurrió que si íbamos a interpretar una colección de piezas emblemáticas de la historia del rock, nuestro repertorio sería algo similar a una galería en la cual, en lugar de contemplar cuadros y esculturas, se estarían presentando imágenes musicales. Para complementar la idea se me ocurrió que sería muy sutil y simbólico incluir la contracción del nombre de mi hija Roxana, así, el nombre compuesto sería La Galería de Rox. Una galería en la que estaríamos exponiendo piezas de la historia del Rock.

    Mientras íbamos incrementando nuestro repertorio, adquiriendo un mayor dominio de nuestros respectivos instrumentos y alcanzando un mejor acoplamiento, mi hijo Memo se interesó por la guitarra y comenzó a practicar ayudándose con tutoriales del internet. Su progreso fue sorprendente, al cabo de unos meses había alcanzado un nivel muy aceptable, de hecho, me había superado. En cuanto yo observé esa situación vi la oportunidad de que nuestro grupo diera un salto: como mi nivel en la batería era mejor que el de mi hijo, propuse un intercambio de instrumentos y el movimiento funcionó muy bien. Al cabo de pocos meses conseguimos una base rítmica más firme y una ejecución melódica más versátil y precisa. La verdad es que sorprendimos a propios y extraños. La formación entonces (que fue la que se mantuvo durante el tiempo que duró la banda) quedó así: mi hija Roxana en la voz y teclados, mi hijo Memo en la guitarra, mi esposa Bárbara en el bajo y yo en la voz y batería. La Galería de Rox.

  • Discos que me hacen viajar

    Discos que me hacen viajar

    Hace años, cuando aún no había cumplido los veinte, descubrí que la música no sólo consiste de sonidos y silencios, de melodías, armonías y ritmos; descubrí que hay música que se compone principalmente de sentimientos, angustias, explosiones de alegría, gemidos de tristeza, gritos de confusión, atisbos de esperanza.

    Descubrí la expresión del ser humano desde la profundidad del abismo a través de obras que desde la primera vez que las encontré me parecieron maravillosas. La genial inspiración de The Beatles, la rebeldía de The Rolling Stones, la rabia de The Who y el poder de Led Zepellin.

    A través del tiempo mi admiración por esos grandes artistas fue creciendo. Para mí, al igual que para muchos otros, la música de esas grandes agrupaciones significaba mucho más que los sonidos que podíamos percibir a través de las bocinas de nuestros equipos reproductores, mucho más que lo que estaba grabado en esos discos de vinil negro que tanto apreciábamos. Un disco de The Doors era, además de la serie de canciones, una especie de aceptación a formar parte de un club maldito. Un disco de Pink Floyd era un pasaporte a otros universos. Un álbum de Genesis era la graduación en la ciencia de escuchar rock.

    Recuerdo, por ejemplo, mi primer encuentro con esa inspirada obra de Ian Anderson y Jethro Tull llamada Thick as a brick. Me parecía increíble que un grupo de músicos pudieran tocar de manera tan profunda mi alma. Algunos pasajes de esa obra podían llevarme hasta las lágrimas (aún hoy, a pesar de los años y de haberla escuchado ya muchas veces, me sigue conmoviendo), el dulce sonido de la flauta de Anderson, respaldado por su guitarra acústica y una no menos inspirada guitarra eléctrica (Martin Barre), realzado por el órgano mágico de John Evan y todo sobre la firme base rítmica del bajo de Jeffrey Hammond y los tambores de Barriemore Barlow.

    Ya fuera acompañado por mis amigos o en la soledad, siempre me resultaba una experiencia muy agradable escuchar esa extensa rola que abarcaba ambas caras del LP (long play). El idioma no era obstáculo para disfrutar la bella música, de hecho, de alguna forma la voz de Anderson me transmitía ideas que probablemente no coincidían con el significado real, pero se generaba una verdadera comunicación. Como sea, me las arreglé para, con la ayuda de mi diccionario, traducir lo mejor que pude la letra y comprender de mejor modo el mensaje.

    Podría escribir una gran cantidad de referencias y recuerdos de las obras de artistas de rock que me han conmovido, pero estaría desviándome de mis propósitos al crear este espacio. Mencionaré, sin embargo a dos bandas que me parecen esenciales en la historia de la música de finales del siglo XX: Genesis y Pink Floyd.

    Cuando escuché por vez primera The lamb lies down on Broadway, quizás el mejor álbum de Genesis, no sabía de qué manera reaccionar, deseaba salir corriendo para llevar la nueva a mis amigos, pero a la vez quería seguir escuchándolo una y otra vez, con el tiempo hice ambas cosas. Ese disco conceptual doble con el que Peter Gabriel se despide de Genesis es digno de ser colocado entre las grandes creaciones artísticas de la historia del rock. Igualmente importantes son otras de sus creaciones, como las piezas Cinema Show, Firth of Fifth y I know what I like, del álbum Selling England by the pound; como Super´s ready, del álbum Foxtrot; Squonk, del álbum A trick of the tail y Afterglow, del álbum Wind and wuthering y otras más, muchas más. La trayectoria de esta singular banda debe ser recordada por todos los grandes momentos que aportaron a la música y no solamente por la parte final, en la cual el éxito y la fama terminaron por marear a los integrantes.

    Por otro lado, qué decir de Pink Floyd que no se haya dicho ya. Para mí, el primer encuentro con la obra de esta agrupación fue el álbum compilatorio Relics, el cual, a pesar de que no me encantó, me sirvió de acceso a otros pasajes creativos. Posteriormente fui descubriendo otras obras que me parecieron cada vez más excitantes hasta la llegada de la enorme obra The Wall. Éste álbum, si bien extraordinario, no es el que personalmente me gusta más, yo prefiero Wish you were here, Dark side of the moon, Animals y Atom heart mother, en ese orden. Adoro toooda la obra de Pink Floyd, incluso esas somníferas y pesadas rolas que de pronto nos receta Waters, pero podría mencionar entre mis canciones favoritas: Comfortably numb, Have a cigar, Time, Fat old sun, Sheep y See Emily play.

  • Siguiendo la huella

    Siguiendo la huella

    Durante algún tiempo de la contingencia generada por la pandemia de COVID 19, he estado practicando el piano. En realidad, he estado jugueteando con un teclado electrónico que usábamos cuando aún estábamos en activo con La Galería de Rox —el grupo de covers de rock clásico que organizamos con mi esposa y mis hijos— para tratar de ampliar un poco mis habilidades musicales en general.

    A través de los años he sentido que mi actividad musical en la batería (un instrumento de ritmo y tiempo) no me ha obligado a capacitarme más en aspectos básicos como melodía y armonía. Estoy consciente de que si hubiera tomado esto con mucha mayor seriedad y disciplina hubiera tenido que sumergirme en el mundo de las percusiones, hubiera tenido que dominar la batería mediante la lectura de notación musical, eso además de incluir entre mis compromisos el estudio de instrumentos como el xilófono y las campanas tubulares. Sin embargo no lo hice, de hecho, cuando intenté algo así (cuando contaba con veintitantos años) me planteé la disyuntiva de tomar la música como profesión principal o continuar con mi carrera universitaria de diseño gráfico, me decidí por lo segundo y desde entonces he vivido una especie de matrimonio infiel, estoy comprometido con el diseño pero mis pensamientos e ilusiones no se apartan por completo de la música.

    Cada vez que toco este tema con gente de mi confianza digo que me gusta mucho el diseño y, en general, las artes plásticas, pero que me siento mucho más capaz, con más facultades, en el ámbito de la música. Que cuando estoy ante personas muy dotadas para las actividades gráficas me siento cohibido, disminuido e inseguro; en cambio, es muy difícil que me sienta así cuando estoy entre músicos, aún cuando fueran de reconocido prestigio. Con un poco de preparación previa yo me sentiría con el ánimo para tocar casi junto a cualquier músico popular, o sea, siempre que no fuera indispensable leer una partitura.

    Este sentimiento es el que me hace dudar cada vez que se me pregunta cuál es mi profesión. Desde que me casé estuve alternando mis actividades profesionales entre la práctica musical con grupos de bailes y centros nocturnos y el ejercicio de mi profesión de diseñador gráfico. A pesar de que ya hace más de quince años que mis ingresos los genero exclusivamente de mi labor como diseñador, sigo dedicando mucho de mi tiempo a divertirme con la música. Hice una banda con mi propia familia;  fui hasta los Estados Unidos para encontrarme con mis amigos del Perro Fantástico, nuestra banda extinta desde hace varias décadas; pagué una buena cantidad (para mis estándares) en la producción de una grabación de canciones compuestas por mí (Con Rumbo a Axtlán) y, ahora, de un par de años para acá, he estado trabajando con unos amigos en una nueva banda a la que bauticé como Vinagre. Esto me exige tiempo, dinero y esfuerzo y, en términos prácticos y materiales no me genera ningún beneficio, sin embargo sigo y sigo adelante. Hace algunos meses me clavé practicando con el saxofón. Mi hija nos pidió que le compráramos uno, pero cuando sintió que le resultaba muy complicado lo abandonó. Yo quise aprovecharlo y me puse a estudiarlo. Al cabo de unas semanas ya había avanzado bastante y sorprendía a propios y extraños con mis interpretaciones, pero, de pronto me cansó, dejo de interesarme y lo dejé. Yo pensé que sería tan solo un paréntesis de pocos días pero ya pasaros cuando menos 15 meses de que no lo he retomado.

    De esa manera he estado también haciendo acercamientos al piano. Varias veces he intentado practicarlo de manera sistemática con el fin de alcanzar un buen nivel, pero siempre he terminado por abandonarlo. Nunca he emprendido un esfuerzo serio, inscribirme a una escuela, contratar a un maestro, siempre lo he hecho de manera autodidacta e improvisada y el resultado ha sido que sigo sin avanzar como quisiera.

    Así estoy ahora. Una vez más tratando de agarrar vuelo, tratando de dominarlo cuando menos de forma aceptable, pero siento que voy a volver a fracasar porque ya me están dando ganas de reencontrarme con mi batería, con esos viejos y fieles tambores blancos.

  • Vinagre

    Vinagre

    Durante algunos años la familia que componemos mi esposa Bárbara, Memo, mi hijo mayor, mi hija Roxana y yo, pudimos disfrutar de una experiencia muy bonita que nos permitió convivir y crecer como seres humanos. Me refiero a la creación del grupo musical al que pusimos por nombre La Galería de Rox.

    Fue una temporada que nos proporcionó muchas satisfacciones. Fuimos capaces de montar un repertorio de más de 50 canciones; pudimos ir a tocar a muchas fiestas y reuniones, principalmente familiares; pudimos convivir con personas de muy distintas condiciones que, sin embargo, tenían algo en común con nosotros: su gusto por la música. Fuimos capaces de adquirir el instrumental necesario para poder realizar nuestras presentaciones de una manera muy digna. De hecho, pudimos hacernos de una camioneta que nos sirvió para transportarnos junto con nuestro equipo. Una de las cosas más valiosas que tenía esta agrupación era que acudíamos a tocar sin interés por la paga, nuestra motivación principal siempre fue hacer más agradables las reuniones; en realidad algunas tocadas las inventamos nosotros mismos con la intención de generar convivencia entre los invitados, por ejemplo, durante tres años seguidos organizamos la posada de la privada en que vivimos y además de colaborar con nuestra actuación musical contribuíamos también con alimentos y bebidas para todos los invitados.

    Como decía, fue un tiempo muy bonito que, como todo, se agotó. Una vez que mis hijos se convirtieron en jóvenes, con sus propias inquietudes y objetivos, de manera muy natural se fueron alejando de la agrupación familiar. De una forma casi desapercibida fuimos dejando atrás los ensayos y llegó el día en el que ya no pudimos comprometernos porque cada uno tenía su propia agenda.

    Sin embargo, para ese momento ya habíamos hecho amistad con algunas personas a quienes les gustaba la idea de tocar  rock de los llamados clásicos. Así que, cuando sentí que ya sería muy difícil sostener el proyecto familiar invité a algunos de esos amigos para convivir a la vez que tocábamos algunas piezas. Al primero que le hice la propuesta fue a Arturo Guerrero, un profesor de guitarra y teoría musical en el Conservatorio de música de Toluca. Se trata de un ser humano excepcional; un hombre que siempre tiene palabras amables y positivas para todos, una persona que pareciera sacada de otra época, de un tiempo en el que la cortesía, la amabilidad, los valores humanos eran algo que distinguía a alguien de manera positiva. Pero además de estas cualidades, ya de por sí tan admirables, resulta que es un gran guitarrista, un verdadero virtuoso de su instrumento y, además, con una disponibilidad realmente destacable.

    Invité también a un amigo de muchos años atrás, de los años de Perro Fantástico. Se llama Manuel Murillo pero lo conocemos como el Manix. Es también un gran guitarrista y un amigo muy leal. Él me ayudó hace años en la grabación de mi disco de Axtlán. Es un amante de la música y le fascina el rock de aquellos años, tanto le agradó la idea que decidió acudir a ensayar a mi casa, aquí en Toluca, viniendo cada vez desde su lejano domicilio en Cuautitlán Izcalli. Cada vez que viene hace algo así como tres horas de viaje. Siendo muy buen guitarrista aceptó incorporarse en el bajo para otorgar a la banda una mayor solidez en la base.

    En la otra guitarra integramos a Israel Huitron. Es esposo de Ana Luz, la coordinadora de la licenciatura en la que doy clases. Nos conocimos en los festejos anuales que organiza la Dirección de la Facultad para beneplácito de la planta docente. Él siempre acude acompañando a su mujer y en esos eventos fuimos haciendo amistad. En alguna ocasión La Galería de Rox amenizó una fiesta de Haloween que se realizó en la casa de este matrimonio y ya en la parte final, cuando surgieron los palomazos, Israel tocó unas rolas; posteriormente yo hablé con él y le pregunté si le gustaría integrarse a un grupo y él me dijo que sí, así que, posteriormente, cuando se dio la ocasión lo llamé y se convirtió en un integrante más.

    La verdad es que no nos tomó demasiado tiempo para empezar a sonar bien. Rápidamente teníamos un repertorio considerable y un buen sonido. Cuando alguien nos preguntó el nombre de la banda, a mí se me ocurrió decir que éramos Vinagre, por aquello de que es lo que surge una vez que el vino se agria. A todos los que escucharon les pareció gracioso y como no suena mal, decidimos adoptarlo como nuestro nombre de manera formal.

    Hemos tenido ciertas dificultades para ensayar con la frecuencia que quisiéramos, pero aun así hemos acumulado un buen repertorio. Tenemos algunos planes, entre ellos montar un show a base de canciones históricas de rock mexicano, sin embargo, la pandemia nos hizo detenernos y actualmente estamos en un paréntesis que a veces se antoja eterno.

  • Escuchar el infinito

    Escuchar el infinito

    Hace muchos, muchos años, había una tercia de amigos llamados Salvador (a quien todos llamaban Chava), Arturo y Guillermo. Durante un tiempo adoptaron la costumbre de reunirse en la casa de alguno de ellos (casi siempre en la de Chava) para, mientras degustaban algunas bebidas alcohólicas, disfrutar de algunos discos de rock. Normalmente lo hacían durante el fin de semana, pero no encontraban inconveniente para hacerlo también durante cualquier otro día, fuera martes, jueves o incluso domingo.

    Resulta que Chava era ya para ese tiempo un hombre casado e independiente, con los compromisos propios de quien ya tiene esposa y un hijo. Esto lo obligaba a una vida productiva, a trabajar para obtener dinero. Se puede decir que cumplía a cabalidad con sus compromisos de pater familia y con lo que le sobraba se permitía algunos lujos, fue de ese modo como pudo adquirir un equipo de sonido muy bueno para los estándares de ese tiempo. Se trataba de un sistema marca Gradiente, de origen brasileño. Por favor no se vaya a pensar que el hecho de que el origen del aparato sea tercermundista lo descalifica necesariamente, muy por el contrario, gozaba de muy buen prestigio porque realmente ofrecía una excelente calidad de sonido.

    Normalmente el tercio de amigos se refugiaba en la casa de Chava después de que Arturo y Guillermo habían concluído su labor productiva de ese tiempo, esto es, después de que habían terminado de tocar con su conjunto musical, ya fuera en una fiesta, un bar o una cafetería. Por cierto, aunque Chava no era músico, frecuentemente los acompañaba y, cuando se habían desocupado, pasaban a alguna parte a cenar y de ahí se iban a su casa a oír música.

    Eran unos apasionados del llamado rock progresivo y se esforzaban para conseguir lo más novedoso de ese género. Discos de vinilo o acetato que atesoraban como verdaderas joyas. Alguna vez uno, otra vez otro, solicitaba que esa noche se le concediera el espacio para exponer su nuevo hallazgo. De esa manera, en la pequeña estancia del departamento de Chava se escucharon obras de Genesis, Jethro Tull, King Crimson, Yes, Camel, PFM, Pink Floyd y muchos exponentes más de lo mejor del arte sonoro que se estaba generando en ese tiempo. Ellos en ese momento no lo sabían, pero estaban haciendo los honores a lo que posteriormente se reconoció como la más alta cumbre que jamás alcanzó el rock y, quizás, la música popular del siglo XX.

    El ritual era sencillo. Los amigos comenzaban ingiriendo algunas cervezas o algunos cocteles de ron con coca cola mientras comentaban alguna cosa que les pareciera. Para entonces el anfitrión ya había puesto a sonar su equipo con algún disco de su elección. Una vez que los tragos habían calentado el ambiente, uno de los tres camaradas solicitaba que se hiciera girar el disco que había traído para esa ocasión. Hacía una especie de reseña introductoria, ofrecía algunos datos acerca del origen de la banda, de la grabación específica, de la recepción que se la había dado en diversos ámbitos, sobre todo, de cómo había llegado hasta él la información del disco y el propio disco. Entonces, ponían a sonar al acetato y guardaban silencio. Escuchaban la obra completa prácticamente sin comentar nada, salvo algunas expresiones de emoción casi involuntarias. Una vez que concluía la grabación volvían a poner el disco, ahora sí haciendo comentarios e incluso deteniendo la reproducción para repetir algún pasaje, alguna pieza. Las expresiones iban creciendo en intensidad a medida que la botella de ron se iba vaciando. Posteriormente escuchaban alguna selección variada, algunas rolas emblemáticas para el pequeño grupo de amigos, piezas que para ellos se habían convertido casi en himnos.

    A pesar de que el nivel del volumen se iba incrementando cada vez más, nunca se llegaba a un exceso que impidiera el disfrute de la música. Procuraban un respeto hacia la propia sensibilidad auditiva, pero también mantener la mesura por respeto a la esposa y al hijo de Chava, quienes estaban durmiendo en la recámara. Por supuesto que hubo ocasiones en las que se pasaron de la raya y, tanto el nivel de la música como el de las expresiones de entusiasmo se elevaron demasiado, quizás hasta llegar a molestar a la familia e incluso a los vecinos, pero realmente habrán sido pocas. Por lo general se dedicaban a disfrutar la música y la amistad.

    Fueron tiempos en los que la selección de lo que se escuchaba representaba muchas cosas. Quizás ahora sucede igual, sería difícil afirmarlo, pero da la impresión de que en aquellos años la música representaba algo muy importante para algunos jóvenes. Resultaba una toma de postura respecto a diversos temas, era un intento por disfrutar de las manifestaciones artísticas que se gestaban en otras partes del mundo, era también una muestra de solidaridad con jóvenes de otras latitudes que estaban demostrando que tenían sus propios gustos, que estaban construyendo su propio mundo. Escuchar esos discos de rock significaba salirse de los cánones de comportamiento impuestos por el orden establecido, romper los amarres de la tradición y las conductas por imitación, dejar atrás la obediencia inercial.

    En el México de entonces, tener como preferencia el rock era ya, de hecho, una postura de inconformidad, pero ser seguidor del rock progresivo significaba ir un paso más allá, era internarse en parajes de incomprensión y hasta cierto punto de soledad. Ahora resulta casi obligado declararse admirador de Pink floyd, casi cualquiera se dice conocedor de esa banda porque ha tenido oportunidad de escuchar Otro ladrillo en la pared, pero en aquél tiempo, ser seguidor de Syd Barret y compañía era como estar habitando en un mundo alterno y eso era parte de la emoción, era un motivo de orgullo, significaba ser alguien que no iba con la corriente, alguien que había decidido buscar nuevos horizontes.

    Pero, además de eso, estaba la increíble experiencia estética que obtenían quienes optaban por esa modalidad musical. Se dejaban transportar a alturas increíbles de la mano de esas inspiradas figuras y se generaba entre ellos, entre los escuchas y los ejecutantes (aún a la distancia) una verdadera comunicación espiritual una relación mágica. Entre los protagonistas de ese movimiento musical (a nivel mundial), se generó una sana competencia para ver quien llegaba a alcanzar los niveles más altos de virtuosismo, para descubrir nuevas formas de expresión musical, para crear la obra que superara a todas las anteriores, para hacer el álbum diferente, que marcara un hito en la historia de la música. Y los receptores, los escuchas, nos deleitábamos con cada nueva propuesta.

    Cada quien podrá decir que le ha tocado vivir la experiencia musical más maravillosa, que la música de “su tiempo” ha sido la mejor. Al trío de amigos que solían juntarse para celebrar la vida oyendo esas grandes propuestas de rock, nadie les hubiera podido quitar de la cabeza que esas sesiones de apreciación musical eran incomparables. De que, cuando ellos se dejaban transportar por algún trozo musical especial, el mundo se detenía, la vida se volvía eterna, ellos alcanzaban a sentir el infinito.

  • Carlos Salazar Pérez

    Carlos Salazar Pérez

    Mi paso por el bachillerato significó mucho en mi vida. Definió muchas cosas en mi existencia. Ahí me pude dar cuenta de la gran variedad de personalidades que pueden existir en una ciudad enorme, como la de México, en aquel tiempo llamada Distrito Federal.

    La mayor parte de mis primeros 15 años de vida los había vivido, por decirlo así, en la provincia. Tanto yo como mis hermanos y amigos realizábamos casi todas nuestras actividades de manera muy local. La primaria y la secundaria las viví centrado en esa franja de territorio que era la zona limítrofe de Neza y la delegación Iztapalapa.

    Cuando ingresé al CCH Oriente para realizar la educación media superior, pude conocer personas de diversas partes de la ciudad. Había quienes venían de la colonia Moctezuma, de la Obrera, de Ayotla, de la Agrícola Oriental y, los más afortunados, los de mejor posición social, de la Jardín Balbuena. No es que fueran ricos, para nada (aunque había una chica que sí podría clasificarse como de clase media alta), pero esa colonia tenía, y sigue teniendo, el mejor prestigio de esa región de la ciudad. De ahí, de esa colonia, era el amigo del que quiero escribir en esta ocasión. Su nombre era Carlos Salazar Pérez. Nótese que estoy usando el verbo en tiempo pasado.

    No sé qué fue lo que nos acercó para que nos hiciéramos amigos. Quizás que éramos de los más jóvenes e inocentes en el grupo. Nuestros intereses y comentarios seguramente parecían muy infantiles a la mayoría de nuestros compañeros. También pudo deberse a que, aunque el ambiente del que procedíamos era muy diferente, de algún modo teníamos intereses en común, por ejemplo, a ambos nos gustaba el futbol americano y el rock. El caso es que a partir del tercer semestre nos comenzamos a aproximar en clase y, poco después, frecuentaba yo mucho su casa.

    Una experiencia que compartimos pudo haber sido la que nos acercó de manera muy significativa. Resulta que algunos de los compañeros que teníamos en común habían comenzado a consumir marihuana de manera muy habitual desde hacía algunos meses. Tanto Carlos como yo asistíamos a algunas de las quemas tan solo como testigos un poco asustados; pero cada vez le perdíamos más el miedo y, finalmente, una mañana que estábamos en el Colegio organizándonos para ir a un concierto de rock en la prepa 1, se nos acercó un amigo llamado Toño y nos dijo que le estaban ofreciendo un cartón (un paquete cilíndrico) de mota a muy buen precio, pero que él no tenía todo el dinero. Por aquellas casualidades del destino resultó que Carlos y yo llevábamos algo de dinero (lo cual, en mi caso, era muy inusual) y terminamos comprando tal oferta entre los tres. Antes de emprender el viaje rumbo al reventón, fuimos a la parte trasera de la escuela (que en ese tiempo consistía de un enorme llano) y ahí liamos unos cigarrillos y los fumamos. Para Toño y algunos otros de los participantes ese “toque” era algo cotidiano, pero para Carlos y para mí era algo totalmente novedoso y, después del nerviosismo inicial, vino el efecto que, en mi caso, fue muy severo, seguramente debido a mi aprensión. Fuimos al concierto que, por cierto, no se consumó, y regresamos a nuestra escuela y a mí no se me bajaba el efecto. Aunque nunca se lo dije a mis amigos, la verdad es que para mí fue una experiencia muy desagradable. Lo peor de todo fue regresar a casa con mi tercio del cartón escondido, una cantidad que podría alcanzar para liar cuando menos diez cigarrillos, y no hallaba dónde ocultarlo en casa. Además, mi conciencia me atormentaba, sentía que había traicionado la confianza de mis padres. No recuerdo qué fue lo que hice con esa cantidad de hierba, es muy probable que después me la haya llevado a casa de Carlos y allá la dejé. Algo que me comentó la siguiente ocasión que nos vimos fue que a él sí le había agradado la experiencia. Me dijo que tendríamos que repetirlo, e inmediatamente se puso a fumar en su propia casa.

    Carlos vivía en una casa sencilla, pero muy digna, de la colonia Jardín Balbuena. Una construcción claramente diseñada por arquitecto de una sola planta con tres recámaras . Vivía ahí él, sus dos hermanos menores y su mamá, una señora de cuarenta y tantos años que estaba obligada a trabajar porque el esposo había muerto unos años atrás. Debido a que la doña se ausentaba casi todo el día y sus hermanos pasaban varias horas en la escuela, la casa se quedaba a disposición de mi amigo, así que al llegar yo ahí podíamos escuchar nuestra música favorita, preparar algo para comer y a veces hasta hacer tarea.

    También solíamos ir a visitar a otro compañero de clase que vivía en un departamento a unas cuantas cuadras, su nombre era Hilario pero todos le decíamos Lalo. Una tarde que estábamos de visita en su casa Lalo nos propuso fumar marihuana mientras escuchábamos música. Su selección musical fue Thick as a brick, un álbum de Jethro Tull que había sido lanzado hacía poco tiempo. Nos sentamos en un sofá, fumamos un porro de mota y pusimos el disco. Debo decir que fue una de las experiencias auditivas más maravillosas que he vivido jamás. Sentía como si las notas tuvieran peso, como si tuvieran una personalidad propia cada una de ellas. Algunos momentos melódicos me parecieron tan sublimes que me arrancaron el llanto; fue para mí una vivencia tan bella que, aún ahora, varias décadas después, la sigo considerando una de mis favoritas.

    A partir de esa ocasión, una vez que le habíamos perdido totalmente el miedo al cannabis, la comenzamos a consumirlo con mayor frecuencia. Aún así, yo puedo decir que el número de veces que la fumé mientras estuve asistiendo al CCH no fueron demasiadas, de hecho pude llevar la cuenta y no excedieron las veinte. Resulta que en realidad nunca terminó de agradarme . Mi amigo Carlos, en cambio, sí se aficionó mucho al consumo de esa hierba. Cuando dejamos de frecuentarnos –lo que ocurrió unos meses después a raíz de que yo prácticamente abandoné la escuela mientras él siguió adelante– fumaba diariamente y en ocasiones varias veces en el mismo día. Posteriormente, cuando yo llegaba a visitarlo, ya de manera muy esporádica, podía constatar cómo seguía consumiendo mota y, además, solía también ingerir otro tipo de drogas, generalmente pastillas porque, seguramente, se sentía con cierta autoridad al respecto tras haber comenzado a estudiar la carrera de Medicina en la UNAM.

    Poco a poco fui dejando de acudir a visitarlo hasta que ya no lo hice más. Los años pasaron y lo poco que sabía de él era por referencias vagas que me llegaban de manera muy esporádica. Me enteré de que había logrado terminar la carrera de médico cirujano y trabajaba en un hospital del IMSS. No mucho más.

    En una ocasión, aproximadamente 12 años después de la última vez que lo había visto, viajaba yo en el metro con Bárbara (mi ahora esposa), un guitarrista llamado Rogelio y Tere, su mujer. Una estación antes de Centro médico abordó el vagón una pareja de médicos, distinguibles por su indumentaria blanca. Yo no les presté demasiada atención hasta que observé que Tere dirigía discretas miradas y gestos a Bárbara indicando que el médico varón le parecía guapo. De manera también discreta, dirigí mi morbosa mirada buscando constatar el hecho y al ver el rostro del doctor me di cuenta de que se trataba de mi amigo Carlos. No he mencionado que, entre las muchas cualidades que tenía, su galanura era algo que las mujeres siempre alababan.

    Encontrarlo de nuevo después de tantos años me pareció una coincidencia muy agradable, así que di dos pasos y me coloqué a su lado para saludarlo. Hola Carlos, le dije, cómo estás. Él volteó a verme bajando un poco la mirada, ya que era cuando menos diez centímetros más alto que yo y, tras unos segundos de notoria duda, me dijo al fin: ¿quién eres?

    Entre confundido y abochornado (Bárbara y Tere estaban muy atentas) le dije: soy Guillermo, tu compañero del CCH. Sonreí al decirlo, como haciéndole notar que comprendía que no recordara a alguien de tantos años atrás. Él sacudió la cabeza y volteó a ver a su compañera como para indicarle que estaba ante una situación un tanto desconcertante. Volvió de nuevo su mirada a mí. Yo le dije: acuérdate, me decían el Borrego. Medio sonrió y sacudió de nuevo la cabeza. El metro abrió las puertas porque estábamos ya en la estación y él me dijo de manera apresurada: bueno, mucho gusto, luego nos vemos. Y se bajó sin dar muestras de haberme reconocido ni remotamente. Yo me quedé muy confundido y un tanto abochornado porque mis acompañantes habían presenciado esta escena en la que yo quedaba como alguien despistado, alguien que, seguramente, había sido engañado por sus recuerdos. Lo único que atiné a decir fue que me parecía muy raro que no me hubiera reconocido, pero juré que no era yo el desorientado, que ese era mi amigo Carlos. No sé si me creyeron, simplemente seguimos nuestro camino y pasamos a otras cosas.

    Posteriormente intenté discernir lo qué había ocurrido en la mente de mi amigo y mi conclusión fue que seguramente había continuado con sus adicciones, vaya uno a saber a qué tipo de drogas. No volví a saber más de él hasta varios años después, quizás unos diez.

    Una mañana, cuando ya vivíamos en Toluca, en la casa que rentábamos en la colonia Ocho cedros, sonó el teléfono y yo, aún en la cama, descolgué el auricular. Para mi sorpresa, quien me buscaba era un amigo del CCH, su nombre es Sebastián Estrada y lo apodábamos El vampiro, no sé porqué. Me causó mucha extrañeza que me buscara después de tantos años, en primer término porque nunca fuimos muy amigos, en segundo, porque no tenía idea de cómo había conseguido mi número telefónico. Durante aquellos días que refería, en los que Carlos y yo descubrimos la marihuana, también El vampiro lo hizo pero, a diferencia de nosotros, él se aficionó muchísimo de manera muy rápida. Llegó un momento en el que se le veía caminando por los pasillos y espacios abiertos de la escuela siempre drogado, acompañado de otros alumnos que se habían aficionado a esa hierba tanto como él. A mí me daba la impresión de que para él la realidad era ya completamente otra, como algo detrás de una bruma espesa a través de la cual nos miraba como en sueños. No creo estar exagerando, lo que sucede es que algunos de esos compañeros realmente se clavaron mucho en el consumo de ese enervante y muy probablemente de algunos otros. Esa mañana me comentó que se había encontrado con otro ex compañero de aquél tiempo, Antonio Trejo Mancilla (quien también se aficionó mucho a la droga) y que éste le había pasado mi teléfono. Me dijo que estaba contactando a los amigos del pasado simplemente con la intención de saludarlos y saber qué era de su vida. Después de intercambiar algunos recuerdos y comentar cosas acerca de nuestra vida actual, de pronto me preguntó si sabía lo que había pasado con El guajolote, o sea, Carlos Salazar; y es que ese era el apodo de nuestro amigo. En aquél tiempo Carlos se caracterizaba, entre otras cosas, por ser muy expresivo y burlón. Por cualquier motivo soltaba una sonora carcajada, casi siempre mofándose de alguno de nosotros. En respuesta un tanto vengativa a alguien se le ocurrió ponerle ese horrible apodo: el guajolote, en referencia al singular sonido que emite ese animalito, llamado glugluteo o cloqueo . Ahora, después de todos esos años, Sebastián lo traía a la memoria refiriéndose a él con ese sobrenombre. Yo le respondí que no sabía nada de él desde hacía muchos años. Entonces me comentó que había muerto unos meses atrás. Que se había ido a meter a una casa de la colonia Romero Rubio en la que daban una especie de hospedaje de unas horas a quienes deseaban ir ahí a hacer un viaje con drogas fuertes, heroína, crack, ácido. Que Carlos solía ir ahí frecuentemente y que en una ocasión se extralimitó y sufrió un infarto al corazón. Así fue como terminó sus días. Me contó que nuestro amigo era médico y estaba casado con una doctora, que trabajaba en un hospital del Seguro Social y que a muchos de sus compañeros de trabajo les causó mucha extrañeza saber que era un adicto a un grado tal que terminó perdiendo la vida.

    Enterarme de eso me afectó enormemente. Aún cuando habían pasado muchos años sin haber tenido contacto con él, aún después de aquél incidente en el que me desconoció, para mí siguió significando una relación muy importante en una momento crucial de mi vida, nada menos que el paso de la adolescencia a la juventud. Aunque en muchos sentidos nuestras vidas eran diferentes, en algunos otros teníamos similitudes. A ambos nos resultaba insulsa la vida ordinaria, esa que suele vivir la mayoría de la gente, en la que están tan solo esperando a que las circunstancias se vayan acomodando para dejarse llevar, de manera confortable y sin compromisos, por una trayectoria temporal sin complicaciones, sin grandes emociones, sin grandes riesgos. Creo que ambos íbamos camino al fracaso en nuestra intención de hacer una existencia intensa y arriesgada; creo que tanto él como yo al final caímos en la mediocridad y adormecimiento en el que cae la mayoría de las personas de la sociedad actual. la diferencia entre nosotros fue el modo cómo afrontamos esa frustración creciente. Yo elegí pegar gritos y tamborazos, él, dejarse consumir por las drogas.

    Hace algunos años comencé a escribir algunas rolas con motivos varios. Piezas en las que intento reflejar algunas de mis inquietudes existenciales. Llamé a esa serie de composiciones Histerias. Una de aquellas canciones la hice inspirado en la imagen de mi amigo Carlos. La llamé La carcajada. En ella hago una rápida semblanza de los antecedentes que pudieron llevar a esa persona a buscar de manera desesperada una puerta de escape. Aún cuando reconozco que el resultado es un tanto sensacionalista y excesivamente dramático, creo que refleja de aceptable manera mi interpretación acerca de la angustia que debe llevar a alguien como mi amigo –un hombre apuesto, con una aceptable formación académica, con un “futuro por delante”– a buscar una salida tan riesgosa; a acercarse tanto y tan frecuentemente al abismo, buscando que éste termine por jalarlo hacia sus profundidades.

  • Cuota de peaje

    Cuota de peaje

    Mentiría si dijera que aun sufro cada vez que lo recuerdo. Es que han pasado ya muchos años y bien dicen que el tiempo cura toda herida. Claro que, como toda la gente que pasa por una experiencia similar, cuando estaba reciente yo me imaginaba que jamás se extinguiría ese sentimiento de dolor tan terrible. Lo que pasa es que en ese tiempo, en que todos éramos jóvenes y por lo mismo nos sentíamos invulnerables, enfrentarnos a la muerte de alguien tan cercano, fue una prueba casi demasiado dura. Mi hermano Mario tenía 22 años de edad y estaba en plenitud de sus facultades, como suele decirse. Tenía escasos meses de casado y su única hija (Ivette) aun era una bebé. Su matrimonio no era como para ponerlo de ejemplo pero no iba mal; él y su esposa discutían y se contentaban con la misma frecuencia que cualquier otra pareja. Cuando aun estaba reciente la tragedia yo aseguraba que todo había sido culpa de la falta de dinero, de la pobreza. Él era un empleado federal de reciente ingreso y escaso salario, lo que lo tenía siempre muy limitado y era causa frecuente de sus discusiones con Alejandra, su esposa. Precisamente la noche en que lo vimos con vida por última vez, llevaba en el bolsillo de su pantalón 200 pesos que le acababa de prestar Gustavo, otro de mis hermanos. La primera versión que nos llegó de los hechos decía que había sido interceptado por unos tipos que lo querían asaltar y que él emprendió la carrera para poder llegar a su casa con esos preciosos pesos. Decían que al cruzar la Avenida Texcoco a toda carrera había sido arrollado por un automóvil que pasaba a gran velocidad. Eran aproximadamente las dos de la madrugada de un naciente domingo 15 de mayo. Algo que a mí en lo personal me tuvo pensativo mucho tiempo es una mancha de lodo que mi hermano me dejó en la camisa. Me hizo encabronar mucho porque, para empezar, la camisa era blanca, pero, sobre todo, porque no me gustaba que se pusieran muy ebrios los acompañantes que, supuestamente, iban a ayudarnos a nuestros compromisos musicales. Es que en ese tiempo yo aun estaba muy activo en la música y formaba parte de un grupo de esos a los que llamamos “moleros” porque casi siempre actúan en fiestas de bodas, quinceaños o bautizos, donde el platillo principal es pollo con arroz y… mole. Normalmente nos acompañaban dos o tres personas para ayudarnos a cargar y conectar los instrumentos. En esos días iban con nosotros mis hermanos Mario y Gustavo y mi primo Lorenzo. Para ellos, el interés radicaba, más que en el dinero que les pagábamos, en la caza de posibles aventuras amorosas con alguna invitada; estaban, por decirlo así, en su mero momento: Mario, ya lo mencioné, contaba 22 años y ya estaba domesticado; Gustavo y Lorenzo tenían 24 y todavía le aullaban a la luna. Mientras estábamos en el receso previo a nuestro último turno musical, pusieron música grabada y se dio el caso de que yo me levanté a bailar y me coloqué justo a un lado de Mario. Él estaba muy tomado y bailaba frenéticamente. Quizá estuvo a punto de caerse o tal vez la emoción del baile lo hizo poner las manos en el piso de tierra apisonada que, por algún motivo que no sé precisar, estaba mojado, lo que recuerdo con certeza es que se incorporó con las manos manchadas de lodo, volteo a verme, me sonrió tristemente y puso su mano en mi camisa blanca dejando en ella una gran mancha de lodo. Yo inmediatamente le dije exaltado: “¡No me chingues! ¡Qué te pasa, ya estás muy tomado!” Él volvió a sonreír y siguió bailando. A los pocos minutos nos enteramos que ya se había marchado y dimos por hecho que al sentirse mal había decidido irse caminando a su casa. Vivía con su esposa y su bebita en un pequeño departamento que le prestó mi abuela, sin embargo se nos hizo un tanto extraño que no esperara hasta el final del compromiso para recibir el pago por su ayuda y para que lo lleváramos en la camioneta que alquilábamos como transporte para estos compromisos. Alguien nos dijo que lo había visto marcharse y eso nos bastó. Después de concluir nuestra actuación y traer de regreso a casa los instrumentos, acostumbrábamos beber otras cervezas mientras escuchábamos nuestra música favorita e intercambiábamos nuestras respectivas anécdotas e impresiones acerca de la fiesta o de cualquier otra cosa. Normalmente terminábamos yendo a descansar hasta las seis o siete de la mañana. Si alguien tenía una propuesta que nos pareciera interesante, en cualquier momento podíamos salir para dirigirnos hacia allá en nuestro medio de transporte habitual de aquellos días: nuestros propios pies. Era, pues, común para nosotros andar con nuestra botella de cerveza por las calles de Neza en la madrugada. En aquel tiempo el grupo de amigos que nos reuníamos los fines de semana, ya fuera para atender un compromiso musical del conjunto, o para emprender alguna otra aventura, estaba integrado por mis hermanos Gustavo y Mario, mis primos Arturo (quien era el bajista del grupo) y Lorenzo, y nuestro inseparable amigo Chava. Normalmente solíamos ir a animar alguna fiesta molera y al regreso Arturo y yo acompañábamos a Chava a su casa para seguir bebiendo y escuchar música mientras filosofábamos y nos dábamos mutuos consejos. Sin embargo, cuando alguien tenía una buena propuesta nos salíamos y emprendíamos la aventura en la calle. Podíamos ir a dar a algún congal a bailar con prostitutas; a cantar a la ventana de alguna muchacha, o simplemente a despertar a algún amigo para que bebiera con nosotros. Si se daba el caso de que nos acompañara alguien que tuviera automóvil, nuestro destino podía variar enormemente y podíamos ver la luz del siguiente día en Texcoco, en Xochimilco o al pie del volcán Popocatépetl. El día siguiente, que normalmente era domingo (las fiestas se daban más frecuentemente los sábados), solíamos reunirnos hacia el mediodía para ir a desayunar algo apropiado y aliviar nuestro estado con unas cervezas. Al caer la noche ya estaba cada quien en su casa para, el lunes, retomar su rutina habitual de la semana. El domingo 15 de mayo nos vimos casi todos en la casa de mi madre y ella nos sirvió un desayuno exquisito y reconstituyente. Más tarde nos salimos a recorrer el tianguis de San Juan hasta llegar al puesto de discos de rock que atendía Chava. Allí estuvimos hasta la tarde cuando éste levantó la mercancía y después nos invitó a su casa para seguir cheleando. Teníamos mucho aguante, pero esa noche de domingo habíamos bebido demasiado y habíamos dormido muy poco. A eso de la media noche ya estábamos totalmente ebrios y no faltaron las locuras: mi primo Lorenzo y Chava hicieron un extraño ritual que, aun ahora, me sigue inquietando: cuando nos dimos cuenta Lorenzo tenía en las manos una navaja de rasurar y  se estaba quitando su tradicional bigote, del que estaba muy orgulloso. Yo, que estaba un poco más controlado, intenté detenerlo, pero fue imposible, estaba decidido. Al terminar, Chava le pidió la navaja y la emprendió, no contra su bigote, que no usaba, sino contra sus cejas. Esto era demasiado. Traté de detenerlo pero Arturo y Gustavo me dijeron que no interviniera, que era su gusto. Tiempo después, en alguna parte, escuché (o leí)que hay pueblos en donde cortarse las cejas es señal de luto. Cuando todo esto ocurría, mi hermano Mario tenía casi 24 horas de muerto y nosotros lo ignorábamos. Cuando Mario salió de la fiesta referida al inicio de este escrito se dirigió a su casa pero, como ya mencioné, la muerte lo interceptó a medio camino. Su cuerpo quedó tendido sobre la avenida Texcoco. No llevaba ninguna identificación, nadie lo reconoció. Alguien se condolió del difunto y lo cubrió completamente con una manta blanca. A eso de las 11 de la mañana, ya con el sol calentando a plenitud, en una camioneta del municipio lo trasladaron a la morgue en calidad de desconocido. Alejandra, su esposa, estaba muy enojada porque no había llegado a dormir y decidió hacer berrinche. Se fue a casa de sus padres y allá se quedó todo el domingo. Al día siguiente, lunes, ya le pareció alarmante que no regresara su pareja. Decidió callar otro poco para no preocupar a nadie. El martes muy temprano ya no aguantó más y fue a ver a mi madre para compartirle su desesperación. Ambas mujeres iniciaron una búsqueda frenética. Hicieron llamadas por teléfono, fueron a ver gente hasta que mi madre decidió enfrentar la posibilidad más terrible: ir a la morgue. Pidió a Bárbara (la mujer que ahora es mi esposa) que la llevara en su auto y entró a ese lugar temible a revisar los cadáveres. Allí lo encontró. Desfigurado, hinchado, sólo reconocible para la madre. Normalmente yo regresaba de la escuela (en ese tiempo ENAP, ahora llamada FAD) en cuanto terminaban las clases. Ya estaba un tanto ruco (con un atraso de 5 ó 6 años) para estudiar, pero me había propuesto retomar la carrera de diseñador gráfico con la firme propuesta de terminarla. Esa tarde de martes me disponía a retornar de mi excursión diaria desde Xochimilco hasta Neza cuando me interceptaron unos amigos y prácticamente me raptaron. Fuimos a casa de uno de ellos a jugar dominó y a embriagarnos. A eso de las 9 de la noche Guillermo Andrade se ofreció para traerme a casa en su auto y noventa minutos después estábamos frente a mi casa, sorprendidos, suspendidos, ante el espectáculo del funeral. Fue mi abuela Aurora quien se acercó al auto y al abrazarme me dijo: es tu hermano Mario. El día anterior, lunes, durante la tarde yo había estado preparando un trabajo escolar que incluía dos dibujos a lápiz. Decidí dibujar –basándome en fotografías de revista– una mujer mulata con anteojos oscuros y gesto de sufrimiento y la cabeza majestuosa de un águila. Cuando estaba por terminar el segundo dibujo me percaté que mi reloj despertador estaba detenido. No puedo precisar qué hora marcaba, pero he decidido mencionar esto porque hubo una serie de acontecimientos extraños o a los que posteriormente nosotros otorgamos una importancia particular. Otra cosa que recuerdo es lo que mi hermano Gerardo nos platicaba: decía que la madrugada del 15 de mayo, cuando estaba durmiendo acompañado por su esposa, fue despertado por alguien que lo llamaba por su nombre desde la calle. Como la ventana de su recámara en un segundo piso tenía vista hacia el exterior, solo le tomó levantarse y dar unos cuantos pasos para asomarse. Juraba que quien estaba abajo en la calle, a escasos metros de su ventana, era Mario, y que le decía: “vengo a avisarte que ya me voy”. Gerardo, molesto por haber sido interrumpido en su descanso y preocupado por ver a su hermano a esas horas de la madrugada todavía en la calle, le pidió enérgicamente que ya se fuera a dormir a su casa. Decía que cuando Mario se retiró caminando y él regresaba a su cama, sintió un frío recorrer su espalda, lo que no le impidió dormir, pero le produjo un sentimiento de zozobra durante todo el día siguiente. El miércoles 18, cuando la carroza que transportaba los restos de Mario sufrió una ponchadura que obligó al convoy funerario a detenerse bajo el quemante sol del mediodía, alguien dijo: “es que no se quiere ir”. Yo me sumí en una honda reflexión acerca de lo que significa para cada uno de nosotros el viaje por la vida. Recordé todas las aventuras por las que pasamos. Al igual que muchos jóvenes, llegamos a considerarnos invulnerables; sentíamos que éramos amados por Dios o por el cosmos y que nada podía salir mal. Aun en los momentos de mayores dificultades sabíamos que algo ocurriría a nuestro favor y que, al final, cualquier asunto quedaría solucionado y sería tan solo una anécdota que recordaríamos entre carcajadas. Nos causaba risa cualquier advertencia de nuestros mayores o de nuestros amigos más prudentes. Declarábamos entre risotadas que estábamos protegidos por nuestra buena suerte y tomábamos riesgos que no poca gente criticaba y nos decía que esas eran estupideces de personas inmaduras. Tal vez nuestras aventuras no fueron muy diferentes de las de cualquier joven, pero aun después de todos estos años al recordarlas me pregunto cómo fue posible tanta imprudencia. Ir en la noche, completamente ebrios, a bordo de una camioneta maltrecha por la carretera, exponiéndonos a un terrible accidente y exponiendo también a otras personas. Llevar en nuestra camioneta en pleno día a tres felices chicas menores de edad totalmente ebrias y vociferando improperios a quien se nos atravesara. Pasar caminando por una calle “peligrosa” a media noche gritando sandeces con nuestras cervezas en la mano. Llegar a una fiesta de bodas sin ser invitados y, en un descuido del novio, llevar a la novia –con la obvia complacencia de ésta– al patio trasero de la casa y meterle un faje “de despedida”. Hazañas que nos parecían dignas de nuestra buena fortuna y que aun ahora hacen asomar a mi rostro una sonrisa de malévolo orgullo. En alguna ocasión leí, o escuché decir por ahí, que en esta vida todo tiene un precio, que nada es gratis. Yo estoy convencido de que la muerte de mi hermano fue el pago que se nos exigió por nuestros excesos. Que, de alguna manera, hay un mecanismo mediante el cual se va registrando cada uno de nuestros actos para que, llegado el momento, pasemos a la oficina a liquidar el adeudo. Considerando las cosas de este modo, hasta podríamos concluir que, dentro de todo, a Mario no le fue tan mal: hay quienes llevan una vida sedentaria, triste y aburrida y de todas maneras tienen que pasar a la caja a pagar el peaje. Ahora que han transcurrido 21 años de la tragedia que me ocupa encuentro el valor para incluso salir con chistes de mal gusto, pero la verdad es que el importe que tuvimos que pagar mediante la vida de mi hermano fue una salvajada. A todos los que integrábamos esa especie de comando temerario nos dejó una profunda huella que modificó nuestra percepción del mundo, aunque, a decir verdad, pasó todavía mucho tiempo para que sentáramos cabeza.
  • Aún no he encontrado lo que quiero encontrar

    Aún no he encontrado lo que quiero encontrar

    Hablando de anhelos, ilusiones y objetivos en la vida, ahora que soy plenamente un hombre maduro, a veces me pongo a hacer un recuento de las cosas que ambicioné, de lo que en algún momento fueron mis sueños. Me imagino que todo hombre que alcance el privilegio de llegar a una edad avanzada se detendrá de pronto a realizar un recuento de lo que pretendió y de lo que en realidad logró. Yo, desde ya, sin pensarlo demasiado, me declaro un fracasado. Obviamente por el hecho de los muy pocos logros que he coleccionado pero, además y sobre todo, porque sé perfectamente que no alcancé ni alcanzaré mis objetivos, esto, por una razón muy simple, porque jamás logré definir realmente mis objetivos. A lo largo de mi vida he observado con cierta envidia a las personas que desde muy temprano son capaces de hacer un plan de vida. Se trazan una ruta y colocan en su futuro una serie de metas a alcanzar. Hay quienes, incluso, se dan el lujo de jerarquizar sus objetivos por grados de importancia. Así, he sido testigo de personas que aún antes de llegar a los veinte años ya sabían a qué querían dedicarse durante el resto de su vida. Ya sabían (al menos eso declaraban, y yo no tengo por qué dudarlo) a qué edad sería conveniente para ellos hacer una familia, cuántos hijos procrear, donde construir su casa. He visto a quienes desde muy jóvenes ya habían decidido que serían escritores, maestros, comerciantes, y lo anunciaban sin el menor asomo de duda en su mirada. Mientras tanto yo, para no sentirme muy ridículo, aseguraba tener mis intenciones firmemente encaminadas a ser un gran músico; en otras ocasiones decía estar bien plantado en mis miras por ser un respetable diseñador gráfico y otras veces llegué a decir que quería ser un empresario del negocio de la grabación musical y hasta intentar ser director de cine. La verdad era que no tenía una idea clara de lo que quería ser o hacer. En eso, como en todos los aspectos de mi vida, siempre me ha sido difícil sentirme definido. Más bien, se me podría caracterizar utilizando una frase que mi esposa suele usar para referirse a quien no logra mostrar decisión: es una veleta, dice acerca de esa persona. Pues bien, así es como yo me calificaría. Soy una veleta. He escuchado a algunas personas decir que se identifican con una canción de U2 llamada I still haven’t found what i’m looking for, aún no he encontrado lo que estoy buscando. Me da la impresión que se refieren a que esa obra refleja muy bien su sensación de ir por la vida atentos para descubrir en algún sitio, en alguna cosa, en alguien, algo que ellos saben que buscan. Tal vez un empleo, una profesión, un reconocimiento, dinero, una casa. O quizás algo más abstracto, más acorde con la canción, algo como el amor, la belleza, la lealtad, la felicidad, la fama, la paz mental. Pues bien, aunque puedo decir que me gusta la rola, e incluso la he tarareado junto con mis amigos, en lo profundo de mi ser siempre he sentido que no me identifico con ese mensaje, y no lo hago por la sencilla razón de que no sé qué es lo que estoy buscando. No tengo una verdadera idea de si realmente quiero encontrar algo. Cuando se me pregunta, para no complicarme la vida contesto algo que creo se puede esperar de mí: que mi ilusión sería tener una bonita casa con un gran jardín, que me hubiera gustado ser una estrella de rock, que quisiera que mis canciones fueran escuchadas y reconocidas, que me gustaría tener un despacho de diseño bien establecido, que me gustaría montar un estudio de grabación muy bien puesto. Todas esas cosas son ciertas, todas me mueven ciertas fibras, pero en realidad ninguna me apasiona al grado de decir que eso es lo que estoy buscando en la vida. También es probable que, lo que me sucede, es que un día me puede estar ilusionando una cosa y al día siguiente otra y al otro día otra cosa más. Nada permanece en mi ánimo de manera muy firme y decidida. Soy una veleta.
  • El Cristo de cobre

    El Cristo de cobre

    Durante los días en que se va aproximando la Navidad, algunas personas solemos ponernos sentimentales. A mí, al menos, así me sucede.

    Hoy, revisando algunos apuntes que hice meses atrás, me encontré con un pequeño texto que escribí unos cuantos días después de que falleció mi madre: Guillermina Ceja Ochoa. Ahí refiero que, debido a que estábamos viviendo uno de los momentos más complicados de la pandemia por Covid, mis hermanos y yo tuvimos que hacer una reunión a distancia a través de los teléfonos celulares en la  que cada uno desahogó parte de lo que traía cargando en su pecho por el pesar de haber perdido a la persona más amada para nosotros. A continuación reproduzco algunos fragmentos de lo que anoté en tal ocasión:

    El día de ayer, domingo 14 de junio, se cumplieron nueve días de la muerte de mi madre. En la religión católica se acostumbra que a los difuntos se les reza un Rosario cada noche, a partir del día de su fallecimiento, hasta completar nueve, a eso le llamamos Novenario. Ayer se ajustaron los nueve días y por ese motivo los hermanos decidimos hacer una reunión virtual, a través de una plataforma de audio y video, en la que compartimos nuestras reflexiones, recuerdos, tristezas y alegrías en relación a nuestra madre.

    Mi hermano Beto cantó una canción compuesta por él mismo que, según nos dijo, ya le había presentado a mi mamá y a ella le había agradado.

    Mi hermana Coco dijo unas palabras de manera espontánea con la sensibilidad y ternura casi infantil que la caracteriza.

    Mi hermano Manuel también compartió algunas reflexiones y recuerdos, siempre con esa honestidad y crudeza que a algunos incomoda pero que a otros nos complace mucho. Además nos compartió una canción grabada (de Chelo Silva) que, según nos dijo, a mi madre le gustaba mucho.

    Mi hermana Bertha hizo alarde de su claridad mental y discursiva y nos compartió algunas historias de los días que vivió con mi mamá durante su convalecencia final. Nos puso muy sentimentales cuando nos hizo ver que ella, además de perder a su madre, había perdido a una amiga, “a mi compañerita”, dijo.

    Mi hermano Gustavo armó un acróstico con el primer nombre de mi madre (Guillermina) y una frase (a veces extensa, siempre muy conmovedora) con cada letra como inicio.

    Por mi parte decidí hacer la lectura de una poesía que encontré en una antología de poetas mexicanos. La elegí porque me pareció apropiado hacer referencia a dos características de mi admirada madre: su sencillez y su religiosidad. Ella siempre fue muy sensible hacia la gente pobre, Siempre buscaba la manera de ayudar a quienes veía en necesidad, sin importar que fueran familiares, amigos o lejanos. Cuando estaban a su alcance siempre trataba de ayudar con lo que podía. Además, siempre hacía referencias a la Biblia, pero más que nada a los mensajes de Cristo. Era para ella su bandera principal y su esperanza de un mundo mejor, tanto en esta vida como en la eternidad.

    Fue por estas razones que consideré que esta poesía resumía de manera simbólica y muy conmovedora la partida de esa mujercita admirable, ejemplar, que fue nuestra madre.

    Durante la lectura me quebré (algo que ya esperaba) y no pude hacer una declamación como me hubiera gustado. Por eso le prometí a mis hermanos que se las compartiría y así lo hice. Se las pasé en texto a través de mensaje de Whatsapp. Aquí la reproduzco para yo mismo poderla recordar cuando quiera.

    Mi Cristo de cobre

    Quiero un lecho raído, burdo, austero,
    del hospital más pobre; quiero una
    alondra que me cante en el alero;
    y si es tal mi fortuna
    que sea noche lunar la en que me muero,
    entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
    quiero un rayo de luna
    pálido, sutilísimo, ligero…
    De esa luz quiérolo; de otra, ninguna.

    Como el último pobre vergonzante,
    quiero un lecho raído
    en algún hospital desconocido,
    y algún Cristo de cobre, agonizante,
    y una tremenda inmensidad de olvido
    que, al tiempo de sentir que me he partido,
    cojan la luz y vayan por delante.
    Con eso soy feliz, nada más pido.

    ¿Para qué más fortuna
    que mi lecho de pobre,
    y mi rayo de luna,
    y mi alondra y mi alero,
    y mi Cristo de cobre.
    que ha de ser lo primero?
    Con toda esa fortuna
    y con mi atroz inmensidad de olvido,
    contento moriré; nada más pido.

    Alfredo R. Placencia.