Cristo de cobre

El Cristo de cobre

Durante los días en que se va aproximando la Navidad, algunas personas solemos ponernos sentimentales. A mí, al menos, así me sucede.

Hoy, revisando algunos apuntes que hice meses atrás, me encontré con un pequeño texto que escribí unos cuantos días después de que falleció mi madre: Guillermina Ceja Ochoa. Ahí refiero que, debido a que estábamos viviendo uno de los momentos más complicados de la pandemia por Covid, mis hermanos y yo tuvimos que hacer una reunión a distancia a través de los teléfonos celulares en la  que cada uno desahogó parte de lo que traía cargando en su pecho por el pesar de haber perdido a la persona más amada para nosotros. A continuación reproduzco algunos fragmentos de lo que anoté en tal ocasión:

El día de ayer, domingo 14 de junio, se cumplieron nueve días de la muerte de mi madre. En la religión católica se acostumbra que a los difuntos se les reza un Rosario cada noche, a partir del día de su fallecimiento, hasta completar nueve, a eso le llamamos Novenario. Ayer se ajustaron los nueve días y por ese motivo los hermanos decidimos hacer una reunión virtual, a través de una plataforma de audio y video, en la que compartimos nuestras reflexiones, recuerdos, tristezas y alegrías en relación a nuestra madre.

Mi hermano Beto cantó una canción compuesta por él mismo que, según nos dijo, ya le había presentado a mi mamá y a ella le había agradado.

Mi hermana Coco dijo unas palabras de manera espontánea con la sensibilidad y ternura casi infantil que la caracteriza.

Mi hermano Manuel también compartió algunas reflexiones y recuerdos, siempre con esa honestidad y crudeza que a algunos incomoda pero que a otros nos complace mucho. Además nos compartió una canción grabada (de Chelo Silva) que, según nos dijo, a mi madre le gustaba mucho.

Mi hermana Bertha hizo alarde de su claridad mental y discursiva y nos compartió algunas historias de los días que vivió con mi mamá durante su convalecencia final. Nos puso muy sentimentales cuando nos hizo ver que ella, además de perder a su madre, había perdido a una amiga, “a mi compañerita”, dijo.

Mi hermano Gustavo armó un acróstico con el primer nombre de mi madre (Guillermina) y una frase (a veces extensa, siempre muy conmovedora) con cada letra como inicio.

Por mi parte decidí hacer la lectura de una poesía que encontré en una antología de poetas mexicanos. La elegí porque me pareció apropiado hacer referencia a dos características de mi admirada madre: su sencillez y su religiosidad. Ella siempre fue muy sensible hacia la gente pobre, Siempre buscaba la manera de ayudar a quienes veía en necesidad, sin importar que fueran familiares, amigos o lejanos. Cuando estaban a su alcance siempre trataba de ayudar con lo que podía. Además, siempre hacía referencias a la Biblia, pero más que nada a los mensajes de Cristo. Era para ella su bandera principal y su esperanza de un mundo mejor, tanto en esta vida como en la eternidad.

Fue por estas razones que consideré que esta poesía resumía de manera simbólica y muy conmovedora la partida de esa mujercita admirable, ejemplar, que fue nuestra madre.

Durante la lectura me quebré (algo que ya esperaba) y no pude hacer una declamación como me hubiera gustado. Por eso le prometí a mis hermanos que se las compartiría y así lo hice. Se las pasé en texto a través de mensaje de Whatsapp. Aquí la reproduzco para yo mismo poderla recordar cuando quiera.

Mi Cristo de cobre

Quiero un lecho raído, burdo, austero,
del hospital más pobre; quiero una
alondra que me cante en el alero;
y si es tal mi fortuna
que sea noche lunar la en que me muero,
entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
quiero un rayo de luna
pálido, sutilísimo, ligero…
De esa luz quiérolo; de otra, ninguna.

Como el último pobre vergonzante,
quiero un lecho raído
en algún hospital desconocido,
y algún Cristo de cobre, agonizante,
y una tremenda inmensidad de olvido
que, al tiempo de sentir que me he partido,
cojan la luz y vayan por delante.
Con eso soy feliz, nada más pido.

¿Para qué más fortuna
que mi lecho de pobre,
y mi rayo de luna,
y mi alondra y mi alero,
y mi Cristo de cobre.
que ha de ser lo primero?
Con toda esa fortuna
y con mi atroz inmensidad de olvido,
contento moriré; nada más pido.

Alfredo R. Placencia.

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