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  • Escuchar el infinito

    Escuchar el infinito

    Hace muchos, muchos años, había una tercia de amigos llamados Salvador (a quien todos llamaban Chava), Arturo y Guillermo. Durante un tiempo adoptaron la costumbre de reunirse en la casa de alguno de ellos (casi siempre en la de Chava) para, mientras degustaban algunas bebidas alcohólicas, disfrutar de algunos discos de rock. Normalmente lo hacían durante el fin de semana, pero no encontraban inconveniente para hacerlo también durante cualquier otro día, fuera martes, jueves o incluso domingo.

    Resulta que Chava era ya para ese tiempo un hombre casado e independiente, con los compromisos propios de quien ya tiene esposa y un hijo. Esto lo obligaba a una vida productiva, a trabajar para obtener dinero. Se puede decir que cumplía a cabalidad con sus compromisos de pater familia y con lo que le sobraba se permitía algunos lujos, fue de ese modo como pudo adquirir un equipo de sonido muy bueno para los estándares de ese tiempo. Se trataba de un sistema marca Gradiente, de origen brasileño. Por favor no se vaya a pensar que el hecho de que el origen del aparato sea tercermundista lo descalifica necesariamente, muy por el contrario, gozaba de muy buen prestigio porque realmente ofrecía una excelente calidad de sonido.

    Normalmente el tercio de amigos se refugiaba en la casa de Chava después de que Arturo y Guillermo habían concluído su labor productiva de ese tiempo, esto es, después de que habían terminado de tocar con su conjunto musical, ya fuera en una fiesta, un bar o una cafetería. Por cierto, aunque Chava no era músico, frecuentemente los acompañaba y, cuando se habían desocupado, pasaban a alguna parte a cenar y de ahí se iban a su casa a oír música.

    Eran unos apasionados del llamado rock progresivo y se esforzaban para conseguir lo más novedoso de ese género. Discos de vinilo o acetato que atesoraban como verdaderas joyas. Alguna vez uno, otra vez otro, solicitaba que esa noche se le concediera el espacio para exponer su nuevo hallazgo. De esa manera, en la pequeña estancia del departamento de Chava se escucharon obras de Genesis, Jethro Tull, King Crimson, Yes, Camel, PFM, Pink Floyd y muchos exponentes más de lo mejor del arte sonoro que se estaba generando en ese tiempo. Ellos en ese momento no lo sabían, pero estaban haciendo los honores a lo que posteriormente se reconoció como la más alta cumbre que jamás alcanzó el rock y, quizás, la música popular del siglo XX.

    El ritual era sencillo. Los amigos comenzaban ingiriendo algunas cervezas o algunos cocteles de ron con coca cola mientras comentaban alguna cosa que les pareciera. Para entonces el anfitrión ya había puesto a sonar su equipo con algún disco de su elección. Una vez que los tragos habían calentado el ambiente, uno de los tres camaradas solicitaba que se hiciera girar el disco que había traído para esa ocasión. Hacía una especie de reseña introductoria, ofrecía algunos datos acerca del origen de la banda, de la grabación específica, de la recepción que se la había dado en diversos ámbitos, sobre todo, de cómo había llegado hasta él la información del disco y el propio disco. Entonces, ponían a sonar al acetato y guardaban silencio. Escuchaban la obra completa prácticamente sin comentar nada, salvo algunas expresiones de emoción casi involuntarias. Una vez que concluía la grabación volvían a poner el disco, ahora sí haciendo comentarios e incluso deteniendo la reproducción para repetir algún pasaje, alguna pieza. Las expresiones iban creciendo en intensidad a medida que la botella de ron se iba vaciando. Posteriormente escuchaban alguna selección variada, algunas rolas emblemáticas para el pequeño grupo de amigos, piezas que para ellos se habían convertido casi en himnos.

    A pesar de que el nivel del volumen se iba incrementando cada vez más, nunca se llegaba a un exceso que impidiera el disfrute de la música. Procuraban un respeto hacia la propia sensibilidad auditiva, pero también mantener la mesura por respeto a la esposa y al hijo de Chava, quienes estaban durmiendo en la recámara. Por supuesto que hubo ocasiones en las que se pasaron de la raya y, tanto el nivel de la música como el de las expresiones de entusiasmo se elevaron demasiado, quizás hasta llegar a molestar a la familia e incluso a los vecinos, pero realmente habrán sido pocas. Por lo general se dedicaban a disfrutar la música y la amistad.

    Fueron tiempos en los que la selección de lo que se escuchaba representaba muchas cosas. Quizás ahora sucede igual, sería difícil afirmarlo, pero da la impresión de que en aquellos años la música representaba algo muy importante para algunos jóvenes. Resultaba una toma de postura respecto a diversos temas, era un intento por disfrutar de las manifestaciones artísticas que se gestaban en otras partes del mundo, era también una muestra de solidaridad con jóvenes de otras latitudes que estaban demostrando que tenían sus propios gustos, que estaban construyendo su propio mundo. Escuchar esos discos de rock significaba salirse de los cánones de comportamiento impuestos por el orden establecido, romper los amarres de la tradición y las conductas por imitación, dejar atrás la obediencia inercial.

    En el México de entonces, tener como preferencia el rock era ya, de hecho, una postura de inconformidad, pero ser seguidor del rock progresivo significaba ir un paso más allá, era internarse en parajes de incomprensión y hasta cierto punto de soledad. Ahora resulta casi obligado declararse admirador de Pink floyd, casi cualquiera se dice conocedor de esa banda porque ha tenido oportunidad de escuchar Otro ladrillo en la pared, pero en aquél tiempo, ser seguidor de Syd Barret y compañía era como estar habitando en un mundo alterno y eso era parte de la emoción, era un motivo de orgullo, significaba ser alguien que no iba con la corriente, alguien que había decidido buscar nuevos horizontes.

    Pero, además de eso, estaba la increíble experiencia estética que obtenían quienes optaban por esa modalidad musical. Se dejaban transportar a alturas increíbles de la mano de esas inspiradas figuras y se generaba entre ellos, entre los escuchas y los ejecutantes (aún a la distancia) una verdadera comunicación espiritual una relación mágica. Entre los protagonistas de ese movimiento musical (a nivel mundial), se generó una sana competencia para ver quien llegaba a alcanzar los niveles más altos de virtuosismo, para descubrir nuevas formas de expresión musical, para crear la obra que superara a todas las anteriores, para hacer el álbum diferente, que marcara un hito en la historia de la música. Y los receptores, los escuchas, nos deleitábamos con cada nueva propuesta.

    Cada quien podrá decir que le ha tocado vivir la experiencia musical más maravillosa, que la música de “su tiempo” ha sido la mejor. Al trío de amigos que solían juntarse para celebrar la vida oyendo esas grandes propuestas de rock, nadie les hubiera podido quitar de la cabeza que esas sesiones de apreciación musical eran incomparables. De que, cuando ellos se dejaban transportar por algún trozo musical especial, el mundo se detenía, la vida se volvía eterna, ellos alcanzaban a sentir el infinito.

  • Discos y cassettes, esos viejos amigos

    Discos y cassettes, esos viejos amigos

    Hoy comencé a hacer limpieza en la pequeña habitación que uso como espacio de trabajo en mi casa. Entre las primeras cosas que decidí sacar están dos cajas para guardar cassettes y una para guardar videos. En cada pequeña caja de cassettes musicales caben aproximadamente 45 y en la de videos (VHS) unos 24. Se trata de una labor muy dolorosa, ya que cada uno de esos pequeños dispositivos que contienen música, video o ambas cosas, significa mucho para mí, sin embargo, es necesario ir haciendo espacio, ya sea para traer otros objetos o simplemente para tener un sitio menos saturado. Mientras estaba alistando las cajas para arrumbarlas me vinieron a la mente varios pensamientos. Recordé cómo fui atesorando esos cassettes hace varios años. Rememoré la ilusión con que nos dábamos a la tarea de ir haciendo un pequeño (o grande, según los recursos de cada quien) archivo con las grabaciones de nuestra preferencia. Era importante tener en nuestro poder esas obras de manera tangible. Los melómanos obsesivos como yo procurábamos tener grabaciones de la mejor calidad de sonido posible. En ese tiempo lo que prevalecía como medio de reproducción musical eran los discos de acetato o vinil. Para los fanáticos de determinado género era crucial conseguir las versiones más cotizadas, tanto por su calidad  sonora, como por su presentación física. Las cubiertas eran también un factor muy importante para la valoración general de una obra. Era frecuente que decidiéramos la compra de un disco por el arte de la cubierta, apoyada, claro está, de alguna referencia previa. La mayor parte de producciones que buscábamos mis amigos y yo eran de rock en inglés, por lo que, aunque casi siempre nos conformábamos con poder conseguir la versión hecha en México, era mucho más codiciada la obtención de los álbumes importados de Inglaterra o Estados Unidos, los cuales, obviamente, costaban mucho más. Pero sentíamos que el sacrificio que significaba gastar nuestros pocos recursos en algún disco bien valía la pena. El siguiente paso en el ritual era reunirnos en la casa de alguien y disfrutar la grabación en colectivo animados por unas buenas cervezas o unos tragos de ron o brandy. Para llegar al sitio de reunión solíamos hacer el recorrido caminando desde casa y eso nos daba motivo para llevar el disco (o los discos) bajo el brazo, procurando que el resto de la humanidad se enterara de que íbamos portando una joya. Claro que a nadie le importaba un cacahuate eso. Seguramente ni quien volteara a vernos, y quienes lo hicieran difícilmente darían alguna importancia a lo que íbamos cargando. Pero eso era lo de menos, lo realmente importante era el sentimiento de creerse diferente, de imaginar que pertenecíamos a una casta privilegiada que estaba de iniciados en un misterio tan profundo como satisfactorio. El avance tecnológico permitió la llegada de los cassettes. Pequeñas cajitas que cabían en la bolsa del pantalón. Su pequeño formato no permitía una expresión plástica en las cubiertas como ocurría en las portadas de los LPs, pero la calidad de sonido llegó a ser muy aceptable. Cuando uno contaba con un buen equipo reproductor se podía obtener una buena experiencia auditiva. Estas cintas no sustituyeron a los discos, yo diría que más bien los complementaron. Normalmente comprábamos el acetato y, para evitar el desgaste de esa joya, lo copiábamos en un cassette y de ese modo lo podíamos tocar una y otra vez sin temor. El resultado fue que, a medida que crecía la colección de discos, iba creciendo también la colección de cassettes. En ocasiones también comprábamos cintas grabadas de fábrica, o sea, no hacíamos la copia, sino que el producto ya venía grabado y empaquetado por la compañía productora. Era muy común que las personas tuvieran tanto el disco como el cassette de algunas producciones musicales. El complemento de las cintas era, obviamente, un aparato reproductor, al que llamábamos grabadora o casetera (mención aparte merecen los llamados Walkman, pequeños reproductores de bolsillo que significaron toda una revolución cultural). Con esa maravillosa combinación podíamos reproducir pero también hacer nuestras propias grabaciones. Solíamos grabar pláticas y convivencias, pero lo más común en mi caso –y de mis amigos– era grabar discos y música del radio. De esa manera, nos convertíamos en verdaderos cazadores de programas en los que programaban canciones o álbumes completos sin la interferencia de anuncios o comentarios. Los programadores de algunas estaciones de radio estaban al tanto de eso y algunos de ellos nos complacían reproduciendo, en ciertos horarios, sesiones musicales sin interrupciones que llegaban a ser un verdadero deleite y una forma de mantenernos actualizados respecto a lo que ocurría en otras latitudes del mundo. Claro que también es necesario recordar la manera en la que la gran mayoría de estaciones de radio escatimaban la buena música (del género que fuera) y preferían programar lo más comercial e insulso con la finalidad de retener, del modo más comodino, a su público cautivo. Y, si eso ocurría con todos los géneros musicales, era irritante ver como, ya sea por desprecio, temor, ignorancia u obediencia de indicaciones, el género más afectado era el rock. Como decía, teníamos que andar “cazando” las escasas opciones que surgían. Sobra decir que, si esto sucedía con la radio, con la televisión el panorama era peor. Era también muy común regalar y recibir como presente tanto discos como cassettes. Cuando alguien creía adivinar tus gustos se atrevía a darte como obsequio especial una grabación musical. El avance de las cintas de video fue muy similar. Casi en los mismos términos, las mismas razones y los mismos motivos, pero con la intención de conservar imágenes en movimiento. Grabaciones caseras, mensajes, pero sobre todo películas. El cine al alcance de cualquier hogar. Esto dio por resultado la acumulación de cassettes, tanto grandes como pequeños, en todas las casas. Posteriormente sucedió algo muy similar con los discos compactos o CDs. Nos pusimos a recolectar lo que ya teníamos en discos de vinil y en cintas y hubo quienes, al agregarle novedades, terminaron por formar enormes fonotecas. Posteriormente la tecnología nos ofreció el formato DVD, discos pequeños, del tamaño de los CDs pero con mucha mayor capacidad de almacenamiento, tanta que podía contener sin problemas una producción cinematográfica o un concierto musical. Los video cassettes se fueron a la bodega y todos nos pusimos a juntar películas como locos, tanto “originales” como piratas. Y después llegó la reproducción de obras musicales o de video en streaming y mandó todo lo anterior al baúl de la obsolescencia. Ahora tenemos la posibilidad de ver películas, conciertos, tutoriales, videos, cursos y lo que se ocurra; así como buscar y escuchar los temas musicales favoritos (los que nunca habíamos escuchado y los que no sabíamos que existían) y no solo eso, sino incluso ver el video de prácticamente cualquier tema. Como consecuencia, la mayoría de las personas ya no hacemos caso a nuestros “antiguos” discos, cassette, cintas de video, CDs o DVDs. Para muchos, estos objetos del ayer no son ahora sino un estorbo. Es frecuente ver como la gente se deshace de colecciones, que en otro tiempo fueron verdaderos tesoros, arrojándolos al camión de la basura o poniéndolos a disposición de quien los quiera de manera gratuita. Hay personas más sensibles que otras. Así como algunos prácticamente arrojan a la calle sus joyas de antaño, existen quienes no están dispuestos a desprenderse de uno solo de sus recuerdos. Yo no soy tan devoto de mis pertenencias, pero tampoco tan indiferente. Es por eso que cada vez que quiero hacer una limpia de cosas me cuesta tanto trabajo. Sin embargo, aveces termino por tomar algunas decisiones drásticas y esto ha dado por resultado que me he deshecho de objetos que pudieron ser de valor en otro momento. He descartado revistas, libros y algunos instrumentos que han dejado de ser útiles en una nueva circunstancia. Los cassettes y cintas de video que saqué hace unos días de mi pequeña oficina los almacené en una cisterna seca que tenemos en casa. Envolví en plástico las cajas contenedoras para protegerlos de la eventual humedad y los coloqué dentro de esa especie de fosa con paredes de concreto. Sentí gacho, pero no tanto porque, como sea, ahí están, como dormiditos. Si un día quiero volver a reproducirlos puedo recuperarlos e intentar hacerlos sonar. Quizás aún pueda encontrar un dispositivo que me permita hacerlo, quizás, si no lo tengo, lo pueda conseguir, mientras tanto, ahí están, arrojados a la oscuridad, como viejas amistades que se quedaron atrás, desvaneciéndose en un pasado que se aleja más cada vez.