Etiqueta: música

  • Discos y cassettes, esos viejos amigos

    Discos y cassettes, esos viejos amigos

    Hoy comencé a hacer limpieza en la pequeña habitación que uso como espacio de trabajo en mi casa. Entre las primeras cosas que decidí sacar están dos cajas para guardar cassettes y una para guardar videos. En cada pequeña caja de cassettes musicales caben aproximadamente 45 y en la de videos (VHS) unos 24. Se trata de una labor muy dolorosa, ya que cada uno de esos pequeños dispositivos que contienen música, video o ambas cosas, significa mucho para mí, sin embargo, es necesario ir haciendo espacio, ya sea para traer otros objetos o simplemente para tener un sitio menos saturado. Mientras estaba alistando las cajas para arrumbarlas me vinieron a la mente varios pensamientos. Recordé cómo fui atesorando esos cassettes hace varios años. Rememoré la ilusión con que nos dábamos a la tarea de ir haciendo un pequeño (o grande, según los recursos de cada quien) archivo con las grabaciones de nuestra preferencia. Era importante tener en nuestro poder esas obras de manera tangible. Los melómanos obsesivos como yo procurábamos tener grabaciones de la mejor calidad de sonido posible. En ese tiempo lo que prevalecía como medio de reproducción musical eran los discos de acetato o vinil. Para los fanáticos de determinado género era crucial conseguir las versiones más cotizadas, tanto por su calidad  sonora, como por su presentación física. Las cubiertas eran también un factor muy importante para la valoración general de una obra. Era frecuente que decidiéramos la compra de un disco por el arte de la cubierta, apoyada, claro está, de alguna referencia previa. La mayor parte de producciones que buscábamos mis amigos y yo eran de rock en inglés, por lo que, aunque casi siempre nos conformábamos con poder conseguir la versión hecha en México, era mucho más codiciada la obtención de los álbumes importados de Inglaterra o Estados Unidos, los cuales, obviamente, costaban mucho más. Pero sentíamos que el sacrificio que significaba gastar nuestros pocos recursos en algún disco bien valía la pena. El siguiente paso en el ritual era reunirnos en la casa de alguien y disfrutar la grabación en colectivo animados por unas buenas cervezas o unos tragos de ron o brandy. Para llegar al sitio de reunión solíamos hacer el recorrido caminando desde casa y eso nos daba motivo para llevar el disco (o los discos) bajo el brazo, procurando que el resto de la humanidad se enterara de que íbamos portando una joya. Claro que a nadie le importaba un cacahuate eso. Seguramente ni quien volteara a vernos, y quienes lo hicieran difícilmente darían alguna importancia a lo que íbamos cargando. Pero eso era lo de menos, lo realmente importante era el sentimiento de creerse diferente, de imaginar que pertenecíamos a una casta privilegiada que estaba de iniciados en un misterio tan profundo como satisfactorio. El avance tecnológico permitió la llegada de los cassettes. Pequeñas cajitas que cabían en la bolsa del pantalón. Su pequeño formato no permitía una expresión plástica en las cubiertas como ocurría en las portadas de los LPs, pero la calidad de sonido llegó a ser muy aceptable. Cuando uno contaba con un buen equipo reproductor se podía obtener una buena experiencia auditiva. Estas cintas no sustituyeron a los discos, yo diría que más bien los complementaron. Normalmente comprábamos el acetato y, para evitar el desgaste de esa joya, lo copiábamos en un cassette y de ese modo lo podíamos tocar una y otra vez sin temor. El resultado fue que, a medida que crecía la colección de discos, iba creciendo también la colección de cassettes. En ocasiones también comprábamos cintas grabadas de fábrica, o sea, no hacíamos la copia, sino que el producto ya venía grabado y empaquetado por la compañía productora. Era muy común que las personas tuvieran tanto el disco como el cassette de algunas producciones musicales. El complemento de las cintas era, obviamente, un aparato reproductor, al que llamábamos grabadora o casetera (mención aparte merecen los llamados Walkman, pequeños reproductores de bolsillo que significaron toda una revolución cultural). Con esa maravillosa combinación podíamos reproducir pero también hacer nuestras propias grabaciones. Solíamos grabar pláticas y convivencias, pero lo más común en mi caso –y de mis amigos– era grabar discos y música del radio. De esa manera, nos convertíamos en verdaderos cazadores de programas en los que programaban canciones o álbumes completos sin la interferencia de anuncios o comentarios. Los programadores de algunas estaciones de radio estaban al tanto de eso y algunos de ellos nos complacían reproduciendo, en ciertos horarios, sesiones musicales sin interrupciones que llegaban a ser un verdadero deleite y una forma de mantenernos actualizados respecto a lo que ocurría en otras latitudes del mundo. Claro que también es necesario recordar la manera en la que la gran mayoría de estaciones de radio escatimaban la buena música (del género que fuera) y preferían programar lo más comercial e insulso con la finalidad de retener, del modo más comodino, a su público cautivo. Y, si eso ocurría con todos los géneros musicales, era irritante ver como, ya sea por desprecio, temor, ignorancia u obediencia de indicaciones, el género más afectado era el rock. Como decía, teníamos que andar “cazando” las escasas opciones que surgían. Sobra decir que, si esto sucedía con la radio, con la televisión el panorama era peor. Era también muy común regalar y recibir como presente tanto discos como cassettes. Cuando alguien creía adivinar tus gustos se atrevía a darte como obsequio especial una grabación musical. El avance de las cintas de video fue muy similar. Casi en los mismos términos, las mismas razones y los mismos motivos, pero con la intención de conservar imágenes en movimiento. Grabaciones caseras, mensajes, pero sobre todo películas. El cine al alcance de cualquier hogar. Esto dio por resultado la acumulación de cassettes, tanto grandes como pequeños, en todas las casas. Posteriormente sucedió algo muy similar con los discos compactos o CDs. Nos pusimos a recolectar lo que ya teníamos en discos de vinil y en cintas y hubo quienes, al agregarle novedades, terminaron por formar enormes fonotecas. Posteriormente la tecnología nos ofreció el formato DVD, discos pequeños, del tamaño de los CDs pero con mucha mayor capacidad de almacenamiento, tanta que podía contener sin problemas una producción cinematográfica o un concierto musical. Los video cassettes se fueron a la bodega y todos nos pusimos a juntar películas como locos, tanto “originales” como piratas. Y después llegó la reproducción de obras musicales o de video en streaming y mandó todo lo anterior al baúl de la obsolescencia. Ahora tenemos la posibilidad de ver películas, conciertos, tutoriales, videos, cursos y lo que se ocurra; así como buscar y escuchar los temas musicales favoritos (los que nunca habíamos escuchado y los que no sabíamos que existían) y no solo eso, sino incluso ver el video de prácticamente cualquier tema. Como consecuencia, la mayoría de las personas ya no hacemos caso a nuestros “antiguos” discos, cassette, cintas de video, CDs o DVDs. Para muchos, estos objetos del ayer no son ahora sino un estorbo. Es frecuente ver como la gente se deshace de colecciones, que en otro tiempo fueron verdaderos tesoros, arrojándolos al camión de la basura o poniéndolos a disposición de quien los quiera de manera gratuita. Hay personas más sensibles que otras. Así como algunos prácticamente arrojan a la calle sus joyas de antaño, existen quienes no están dispuestos a desprenderse de uno solo de sus recuerdos. Yo no soy tan devoto de mis pertenencias, pero tampoco tan indiferente. Es por eso que cada vez que quiero hacer una limpia de cosas me cuesta tanto trabajo. Sin embargo, aveces termino por tomar algunas decisiones drásticas y esto ha dado por resultado que me he deshecho de objetos que pudieron ser de valor en otro momento. He descartado revistas, libros y algunos instrumentos que han dejado de ser útiles en una nueva circunstancia. Los cassettes y cintas de video que saqué hace unos días de mi pequeña oficina los almacené en una cisterna seca que tenemos en casa. Envolví en plástico las cajas contenedoras para protegerlos de la eventual humedad y los coloqué dentro de esa especie de fosa con paredes de concreto. Sentí gacho, pero no tanto porque, como sea, ahí están, como dormiditos. Si un día quiero volver a reproducirlos puedo recuperarlos e intentar hacerlos sonar. Quizás aún pueda encontrar un dispositivo que me permita hacerlo, quizás, si no lo tengo, lo pueda conseguir, mientras tanto, ahí están, arrojados a la oscuridad, como viejas amistades que se quedaron atrás, desvaneciéndose en un pasado que se aleja más cada vez.
  • El proceso de “Axtlán”

    El proceso de “Axtlán”

    He estado recordando los días en los que llevé a cabo la grabación de mi álbum musical “Con rumbo a Axtlán” y el proceso que seguí para realizarlo. Como ya lo he referido en otras partes, esta serie de rolas las compuse a partir de la lectura de varios libros de Carlos Castaneda, la saga de Las enseñanzas de Don Juan, en la cual el autor narra de manera acuciosa y muy entretenida la manera en que fue guiado para convertirse en brujo de la antigua tradición mexicana.

    Esas lecturas dejaron en mí una honda impresión. Me mostraron que hay varias maneras de apreciar la realidad. La veracidad o no de lo que ahí se narra es algo que para mí pasó a segunda importancia, lo principal fue concebir la posibilidad de un mundo mágico que podría estar coexistiendo con el nuestro. Un universo en el que las cosas tienen otros límites, otros sentidos. La historia en general fue para mí un alud de ideas que exaltaron mi imaginación.

    Comencé por subrayar algunos párrafos que me parecieron especialmente interesantes. Al cabo de un tiempo me di cuenta de que era ya una cantidad bastante considerable de anotaciones y que, casi sin proponérmelo, había logrado hacer una especie de prontuario de los conceptos que más me habían impresionado. Entonces me di a la tarea de anotar en un cuaderno todos esos fragmentos. Después, me puse a clasificarlos por temas y, de pronto, ahí estaban ya los temas que podrían servirme para realizar una serie de canciones.

    Mi idea inicial fue crear una especie de ópera rock a la manera de lo que hicieron The Who con Quadrophenia o con Tommy o lo que hicieron The Kinks con Preservation. Tenía la ilusión de producir un espectáculo musical que fuera presentado en un teatro, en el que se fuera narrando la historia a través de escenografías, luces, actuación e interpretación musical. Tenía muy claro en mi mente los motivos gráficos, los diálogos, los tiempos narrativos, la ejecución musical. Todo. Al mismo tiempo me iba resignando y entendiendo que en realidad ese plan estaba muy fuera de mis posibilidades, pero cuando menos (me dije) podría intentar hacer un proyecto sonoro, o sea grabar un álbum con las canciones que dan cuenta de la historia.

    Para evitar algún tema por cuestiones de derechos de autor rehice la historia a mi manera. Aunque en ningún momento menciono nombres de personajes, generé mis propios caracteres y traté de que el resultado final fuera un relato diferente, sin dejar nunca de mencionar la obra en la que está inspirado. 

    Durante varios meses fui dando forma a la idea. Comencé por hacer bocetos musicales con mis modestos medios: una guitarra, un pequeño teclado electrónico Casio y una grabadora sencilla. Lo que obtuve fue una serie de canciones muy sencillas, algunas con mejores características musicales y líricas que otras, pero todas muy bien ubicadas en el concepto y el discurso que tenía en mente.

    Pasaron las semanas y los meses y finalmente logré acumular una cierta cantidad de dinero a finales del año 2003. No mucho, tan solo lo suficiente para acudir a un pequeño estudio ubicado en Tlacotepec, un pueblo en las afueras de Toluca, y logré llegar a un acuerdo con Adán, el dueño y operador del estudio.

    Pedí la ayuda de algunos amigos para hacer la ejecución de las piezas y emprendimos el proceso de grabación. Los participantes fueron: mi sobrino Fernando Medina en los teclados; Diana Valdés, una chica amiga de él, en el bajo; Daniel González, un conocido de mi sobrino, se encargó de la guitarra en las primeras tres canciones y posteriormente me ayudó mi amigo Manix (Manuel Murillo) y otro amigo mío llamado Gerardo Manrique en ese mismo instrumento. Yo me encargué de la batería y la voz.

    Como era de esperarse, no faltaron los obstáculos de varios tipos, los problemas que fueron surgiendo en el proceso: limitaciones técnicas y económicas, crisis de compatibilidad, deserciones, falta de compromiso y una serie de factores más. Sin embargo,  logré seguir adelante hasta que finalmente pude tener en mis manos el producto terminado.

    Quedé satisfecho a secas, más bien, me conformé con lo que pude lograr. El producto no me desagradó del todo pero me quedó el sentimiento de que pudimos haber hecho algo mejor. Posteriormente, al cabo de unos cuatro o cinco años, quise solucionar las deficiencias de sonido que le encontraba y acudí con un tipo llamado Yafet, quien manejaba un estudio de grabación y me fue recomendado porque, según me dijeron, tenía un buen oído para grabaciones de rock. Escuchó mi disco y me prometió que lo podría potenciar mucho mediante una mejor ecualización de la batería y el bajo. Me convenció e hicimos trato. Al cabo de algunos días me entregó el producto de su trabajo que, a pesar de que hizo un buen esfuerzo, no alcanzó la mejoría que me prometió. Así que dejé por la paz mi proyecto como algo que imaginé con alcances mucho mayores y que realmente no logró despegar mucho. Pese a todo, a que no me satisfacía por completo, no lo encontraba tan mal. Me convencí de que era un buen intento y un buen recuerdo.

    Pasaron los años y llegó el fatídico 2020, con la epidemia de COVID, con las varias muertes, con el miedo generalizado y el confinamiento atrofiante. Durante ese impasse forzado hubo quienes tuvimos la fortuna de no enfermar y buscábamos la manera de mantenernos activos y ocupar el tiempo de diferentes formas. Esto llevó a mi hijo a retomar el no tan logrado intento musical de su padre y tratar de mejorarlo mediante los conocimientos y técnicas musicales y de grabación que había adquirido.

    Al cabo de algunas semanas me presentó el resultado y, sinceramente, considero que le dio un muy buen impulso. Hizo una labor minuciosa y muy profesional. Los instrumentos se perciben de manera muy firme cada uno por su lado, y el sonido conjunto es muy armonioso y consistente. Él por su propia cuenta se dio a la tarea de rehacer algunas ejecuciones deficientes de diversos instrumentos y, además de todo, ajustó el sonido de cada pieza para que el álbum tuviera una consistencia de principio a fin. En fin, estoy más que contento con el resultado.

    Mis canciones pueden ser buenas, puede que no lo sean, pero cuando menos van a poder ser escuchadas con un sonido muy cercano a lo que yo imaginaba desde aquellos lejanos días en que las concebí.