Etiqueta: nostalgia

  • Escuchar el infinito

    Escuchar el infinito

    Hace muchos, muchos años, había una tercia de amigos llamados Salvador (a quien todos llamaban Chava), Arturo y Guillermo. Durante un tiempo adoptaron la costumbre de reunirse en la casa de alguno de ellos (casi siempre en la de Chava) para, mientras degustaban algunas bebidas alcohólicas, disfrutar de algunos discos de rock. Normalmente lo hacían durante el fin de semana, pero no encontraban inconveniente para hacerlo también durante cualquier otro día, fuera martes, jueves o incluso domingo.

    Resulta que Chava era ya para ese tiempo un hombre casado e independiente, con los compromisos propios de quien ya tiene esposa y un hijo. Esto lo obligaba a una vida productiva, a trabajar para obtener dinero. Se puede decir que cumplía a cabalidad con sus compromisos de pater familia y con lo que le sobraba se permitía algunos lujos, fue de ese modo como pudo adquirir un equipo de sonido muy bueno para los estándares de ese tiempo. Se trataba de un sistema marca Gradiente, de origen brasileño. Por favor no se vaya a pensar que el hecho de que el origen del aparato sea tercermundista lo descalifica necesariamente, muy por el contrario, gozaba de muy buen prestigio porque realmente ofrecía una excelente calidad de sonido.

    Normalmente el tercio de amigos se refugiaba en la casa de Chava después de que Arturo y Guillermo habían concluído su labor productiva de ese tiempo, esto es, después de que habían terminado de tocar con su conjunto musical, ya fuera en una fiesta, un bar o una cafetería. Por cierto, aunque Chava no era músico, frecuentemente los acompañaba y, cuando se habían desocupado, pasaban a alguna parte a cenar y de ahí se iban a su casa a oír música.

    Eran unos apasionados del llamado rock progresivo y se esforzaban para conseguir lo más novedoso de ese género. Discos de vinilo o acetato que atesoraban como verdaderas joyas. Alguna vez uno, otra vez otro, solicitaba que esa noche se le concediera el espacio para exponer su nuevo hallazgo. De esa manera, en la pequeña estancia del departamento de Chava se escucharon obras de Genesis, Jethro Tull, King Crimson, Yes, Camel, PFM, Pink Floyd y muchos exponentes más de lo mejor del arte sonoro que se estaba generando en ese tiempo. Ellos en ese momento no lo sabían, pero estaban haciendo los honores a lo que posteriormente se reconoció como la más alta cumbre que jamás alcanzó el rock y, quizás, la música popular del siglo XX.

    El ritual era sencillo. Los amigos comenzaban ingiriendo algunas cervezas o algunos cocteles de ron con coca cola mientras comentaban alguna cosa que les pareciera. Para entonces el anfitrión ya había puesto a sonar su equipo con algún disco de su elección. Una vez que los tragos habían calentado el ambiente, uno de los tres camaradas solicitaba que se hiciera girar el disco que había traído para esa ocasión. Hacía una especie de reseña introductoria, ofrecía algunos datos acerca del origen de la banda, de la grabación específica, de la recepción que se la había dado en diversos ámbitos, sobre todo, de cómo había llegado hasta él la información del disco y el propio disco. Entonces, ponían a sonar al acetato y guardaban silencio. Escuchaban la obra completa prácticamente sin comentar nada, salvo algunas expresiones de emoción casi involuntarias. Una vez que concluía la grabación volvían a poner el disco, ahora sí haciendo comentarios e incluso deteniendo la reproducción para repetir algún pasaje, alguna pieza. Las expresiones iban creciendo en intensidad a medida que la botella de ron se iba vaciando. Posteriormente escuchaban alguna selección variada, algunas rolas emblemáticas para el pequeño grupo de amigos, piezas que para ellos se habían convertido casi en himnos.

    A pesar de que el nivel del volumen se iba incrementando cada vez más, nunca se llegaba a un exceso que impidiera el disfrute de la música. Procuraban un respeto hacia la propia sensibilidad auditiva, pero también mantener la mesura por respeto a la esposa y al hijo de Chava, quienes estaban durmiendo en la recámara. Por supuesto que hubo ocasiones en las que se pasaron de la raya y, tanto el nivel de la música como el de las expresiones de entusiasmo se elevaron demasiado, quizás hasta llegar a molestar a la familia e incluso a los vecinos, pero realmente habrán sido pocas. Por lo general se dedicaban a disfrutar la música y la amistad.

    Fueron tiempos en los que la selección de lo que se escuchaba representaba muchas cosas. Quizás ahora sucede igual, sería difícil afirmarlo, pero da la impresión de que en aquellos años la música representaba algo muy importante para algunos jóvenes. Resultaba una toma de postura respecto a diversos temas, era un intento por disfrutar de las manifestaciones artísticas que se gestaban en otras partes del mundo, era también una muestra de solidaridad con jóvenes de otras latitudes que estaban demostrando que tenían sus propios gustos, que estaban construyendo su propio mundo. Escuchar esos discos de rock significaba salirse de los cánones de comportamiento impuestos por el orden establecido, romper los amarres de la tradición y las conductas por imitación, dejar atrás la obediencia inercial.

    En el México de entonces, tener como preferencia el rock era ya, de hecho, una postura de inconformidad, pero ser seguidor del rock progresivo significaba ir un paso más allá, era internarse en parajes de incomprensión y hasta cierto punto de soledad. Ahora resulta casi obligado declararse admirador de Pink floyd, casi cualquiera se dice conocedor de esa banda porque ha tenido oportunidad de escuchar Otro ladrillo en la pared, pero en aquél tiempo, ser seguidor de Syd Barret y compañía era como estar habitando en un mundo alterno y eso era parte de la emoción, era un motivo de orgullo, significaba ser alguien que no iba con la corriente, alguien que había decidido buscar nuevos horizontes.

    Pero, además de eso, estaba la increíble experiencia estética que obtenían quienes optaban por esa modalidad musical. Se dejaban transportar a alturas increíbles de la mano de esas inspiradas figuras y se generaba entre ellos, entre los escuchas y los ejecutantes (aún a la distancia) una verdadera comunicación espiritual una relación mágica. Entre los protagonistas de ese movimiento musical (a nivel mundial), se generó una sana competencia para ver quien llegaba a alcanzar los niveles más altos de virtuosismo, para descubrir nuevas formas de expresión musical, para crear la obra que superara a todas las anteriores, para hacer el álbum diferente, que marcara un hito en la historia de la música. Y los receptores, los escuchas, nos deleitábamos con cada nueva propuesta.

    Cada quien podrá decir que le ha tocado vivir la experiencia musical más maravillosa, que la música de “su tiempo” ha sido la mejor. Al trío de amigos que solían juntarse para celebrar la vida oyendo esas grandes propuestas de rock, nadie les hubiera podido quitar de la cabeza que esas sesiones de apreciación musical eran incomparables. De que, cuando ellos se dejaban transportar por algún trozo musical especial, el mundo se detenía, la vida se volvía eterna, ellos alcanzaban a sentir el infinito.

  • Discos y cassettes, esos viejos amigos

    Discos y cassettes, esos viejos amigos

    Hoy comencé a hacer limpieza en la pequeña habitación que uso como espacio de trabajo en mi casa. Entre las primeras cosas que decidí sacar están dos cajas para guardar cassettes y una para guardar videos. En cada pequeña caja de cassettes musicales caben aproximadamente 45 y en la de videos (VHS) unos 24. Se trata de una labor muy dolorosa, ya que cada uno de esos pequeños dispositivos que contienen música, video o ambas cosas, significa mucho para mí, sin embargo, es necesario ir haciendo espacio, ya sea para traer otros objetos o simplemente para tener un sitio menos saturado. Mientras estaba alistando las cajas para arrumbarlas me vinieron a la mente varios pensamientos. Recordé cómo fui atesorando esos cassettes hace varios años. Rememoré la ilusión con que nos dábamos a la tarea de ir haciendo un pequeño (o grande, según los recursos de cada quien) archivo con las grabaciones de nuestra preferencia. Era importante tener en nuestro poder esas obras de manera tangible. Los melómanos obsesivos como yo procurábamos tener grabaciones de la mejor calidad de sonido posible. En ese tiempo lo que prevalecía como medio de reproducción musical eran los discos de acetato o vinil. Para los fanáticos de determinado género era crucial conseguir las versiones más cotizadas, tanto por su calidad  sonora, como por su presentación física. Las cubiertas eran también un factor muy importante para la valoración general de una obra. Era frecuente que decidiéramos la compra de un disco por el arte de la cubierta, apoyada, claro está, de alguna referencia previa. La mayor parte de producciones que buscábamos mis amigos y yo eran de rock en inglés, por lo que, aunque casi siempre nos conformábamos con poder conseguir la versión hecha en México, era mucho más codiciada la obtención de los álbumes importados de Inglaterra o Estados Unidos, los cuales, obviamente, costaban mucho más. Pero sentíamos que el sacrificio que significaba gastar nuestros pocos recursos en algún disco bien valía la pena. El siguiente paso en el ritual era reunirnos en la casa de alguien y disfrutar la grabación en colectivo animados por unas buenas cervezas o unos tragos de ron o brandy. Para llegar al sitio de reunión solíamos hacer el recorrido caminando desde casa y eso nos daba motivo para llevar el disco (o los discos) bajo el brazo, procurando que el resto de la humanidad se enterara de que íbamos portando una joya. Claro que a nadie le importaba un cacahuate eso. Seguramente ni quien volteara a vernos, y quienes lo hicieran difícilmente darían alguna importancia a lo que íbamos cargando. Pero eso era lo de menos, lo realmente importante era el sentimiento de creerse diferente, de imaginar que pertenecíamos a una casta privilegiada que estaba de iniciados en un misterio tan profundo como satisfactorio. El avance tecnológico permitió la llegada de los cassettes. Pequeñas cajitas que cabían en la bolsa del pantalón. Su pequeño formato no permitía una expresión plástica en las cubiertas como ocurría en las portadas de los LPs, pero la calidad de sonido llegó a ser muy aceptable. Cuando uno contaba con un buen equipo reproductor se podía obtener una buena experiencia auditiva. Estas cintas no sustituyeron a los discos, yo diría que más bien los complementaron. Normalmente comprábamos el acetato y, para evitar el desgaste de esa joya, lo copiábamos en un cassette y de ese modo lo podíamos tocar una y otra vez sin temor. El resultado fue que, a medida que crecía la colección de discos, iba creciendo también la colección de cassettes. En ocasiones también comprábamos cintas grabadas de fábrica, o sea, no hacíamos la copia, sino que el producto ya venía grabado y empaquetado por la compañía productora. Era muy común que las personas tuvieran tanto el disco como el cassette de algunas producciones musicales. El complemento de las cintas era, obviamente, un aparato reproductor, al que llamábamos grabadora o casetera (mención aparte merecen los llamados Walkman, pequeños reproductores de bolsillo que significaron toda una revolución cultural). Con esa maravillosa combinación podíamos reproducir pero también hacer nuestras propias grabaciones. Solíamos grabar pláticas y convivencias, pero lo más común en mi caso –y de mis amigos– era grabar discos y música del radio. De esa manera, nos convertíamos en verdaderos cazadores de programas en los que programaban canciones o álbumes completos sin la interferencia de anuncios o comentarios. Los programadores de algunas estaciones de radio estaban al tanto de eso y algunos de ellos nos complacían reproduciendo, en ciertos horarios, sesiones musicales sin interrupciones que llegaban a ser un verdadero deleite y una forma de mantenernos actualizados respecto a lo que ocurría en otras latitudes del mundo. Claro que también es necesario recordar la manera en la que la gran mayoría de estaciones de radio escatimaban la buena música (del género que fuera) y preferían programar lo más comercial e insulso con la finalidad de retener, del modo más comodino, a su público cautivo. Y, si eso ocurría con todos los géneros musicales, era irritante ver como, ya sea por desprecio, temor, ignorancia u obediencia de indicaciones, el género más afectado era el rock. Como decía, teníamos que andar “cazando” las escasas opciones que surgían. Sobra decir que, si esto sucedía con la radio, con la televisión el panorama era peor. Era también muy común regalar y recibir como presente tanto discos como cassettes. Cuando alguien creía adivinar tus gustos se atrevía a darte como obsequio especial una grabación musical. El avance de las cintas de video fue muy similar. Casi en los mismos términos, las mismas razones y los mismos motivos, pero con la intención de conservar imágenes en movimiento. Grabaciones caseras, mensajes, pero sobre todo películas. El cine al alcance de cualquier hogar. Esto dio por resultado la acumulación de cassettes, tanto grandes como pequeños, en todas las casas. Posteriormente sucedió algo muy similar con los discos compactos o CDs. Nos pusimos a recolectar lo que ya teníamos en discos de vinil y en cintas y hubo quienes, al agregarle novedades, terminaron por formar enormes fonotecas. Posteriormente la tecnología nos ofreció el formato DVD, discos pequeños, del tamaño de los CDs pero con mucha mayor capacidad de almacenamiento, tanta que podía contener sin problemas una producción cinematográfica o un concierto musical. Los video cassettes se fueron a la bodega y todos nos pusimos a juntar películas como locos, tanto “originales” como piratas. Y después llegó la reproducción de obras musicales o de video en streaming y mandó todo lo anterior al baúl de la obsolescencia. Ahora tenemos la posibilidad de ver películas, conciertos, tutoriales, videos, cursos y lo que se ocurra; así como buscar y escuchar los temas musicales favoritos (los que nunca habíamos escuchado y los que no sabíamos que existían) y no solo eso, sino incluso ver el video de prácticamente cualquier tema. Como consecuencia, la mayoría de las personas ya no hacemos caso a nuestros “antiguos” discos, cassette, cintas de video, CDs o DVDs. Para muchos, estos objetos del ayer no son ahora sino un estorbo. Es frecuente ver como la gente se deshace de colecciones, que en otro tiempo fueron verdaderos tesoros, arrojándolos al camión de la basura o poniéndolos a disposición de quien los quiera de manera gratuita. Hay personas más sensibles que otras. Así como algunos prácticamente arrojan a la calle sus joyas de antaño, existen quienes no están dispuestos a desprenderse de uno solo de sus recuerdos. Yo no soy tan devoto de mis pertenencias, pero tampoco tan indiferente. Es por eso que cada vez que quiero hacer una limpia de cosas me cuesta tanto trabajo. Sin embargo, aveces termino por tomar algunas decisiones drásticas y esto ha dado por resultado que me he deshecho de objetos que pudieron ser de valor en otro momento. He descartado revistas, libros y algunos instrumentos que han dejado de ser útiles en una nueva circunstancia. Los cassettes y cintas de video que saqué hace unos días de mi pequeña oficina los almacené en una cisterna seca que tenemos en casa. Envolví en plástico las cajas contenedoras para protegerlos de la eventual humedad y los coloqué dentro de esa especie de fosa con paredes de concreto. Sentí gacho, pero no tanto porque, como sea, ahí están, como dormiditos. Si un día quiero volver a reproducirlos puedo recuperarlos e intentar hacerlos sonar. Quizás aún pueda encontrar un dispositivo que me permita hacerlo, quizás, si no lo tengo, lo pueda conseguir, mientras tanto, ahí están, arrojados a la oscuridad, como viejas amistades que se quedaron atrás, desvaneciéndose en un pasado que se aleja más cada vez.
  • Cuota de peaje

    Cuota de peaje

    Mentiría si dijera que aun sufro cada vez que lo recuerdo. Es que han pasado ya muchos años y bien dicen que el tiempo cura toda herida. Claro que, como toda la gente que pasa por una experiencia similar, cuando estaba reciente yo me imaginaba que jamás se extinguiría ese sentimiento de dolor tan terrible. Lo que pasa es que en ese tiempo, en que todos éramos jóvenes y por lo mismo nos sentíamos invulnerables, enfrentarnos a la muerte de alguien tan cercano, fue una prueba casi demasiado dura. Mi hermano Mario tenía 22 años de edad y estaba en plenitud de sus facultades, como suele decirse. Tenía escasos meses de casado y su única hija (Ivette) aun era una bebé. Su matrimonio no era como para ponerlo de ejemplo pero no iba mal; él y su esposa discutían y se contentaban con la misma frecuencia que cualquier otra pareja. Cuando aun estaba reciente la tragedia yo aseguraba que todo había sido culpa de la falta de dinero, de la pobreza. Él era un empleado federal de reciente ingreso y escaso salario, lo que lo tenía siempre muy limitado y era causa frecuente de sus discusiones con Alejandra, su esposa. Precisamente la noche en que lo vimos con vida por última vez, llevaba en el bolsillo de su pantalón 200 pesos que le acababa de prestar Gustavo, otro de mis hermanos. La primera versión que nos llegó de los hechos decía que había sido interceptado por unos tipos que lo querían asaltar y que él emprendió la carrera para poder llegar a su casa con esos preciosos pesos. Decían que al cruzar la Avenida Texcoco a toda carrera había sido arrollado por un automóvil que pasaba a gran velocidad. Eran aproximadamente las dos de la madrugada de un naciente domingo 15 de mayo. Algo que a mí en lo personal me tuvo pensativo mucho tiempo es una mancha de lodo que mi hermano me dejó en la camisa. Me hizo encabronar mucho porque, para empezar, la camisa era blanca, pero, sobre todo, porque no me gustaba que se pusieran muy ebrios los acompañantes que, supuestamente, iban a ayudarnos a nuestros compromisos musicales. Es que en ese tiempo yo aun estaba muy activo en la música y formaba parte de un grupo de esos a los que llamamos “moleros” porque casi siempre actúan en fiestas de bodas, quinceaños o bautizos, donde el platillo principal es pollo con arroz y… mole. Normalmente nos acompañaban dos o tres personas para ayudarnos a cargar y conectar los instrumentos. En esos días iban con nosotros mis hermanos Mario y Gustavo y mi primo Lorenzo. Para ellos, el interés radicaba, más que en el dinero que les pagábamos, en la caza de posibles aventuras amorosas con alguna invitada; estaban, por decirlo así, en su mero momento: Mario, ya lo mencioné, contaba 22 años y ya estaba domesticado; Gustavo y Lorenzo tenían 24 y todavía le aullaban a la luna. Mientras estábamos en el receso previo a nuestro último turno musical, pusieron música grabada y se dio el caso de que yo me levanté a bailar y me coloqué justo a un lado de Mario. Él estaba muy tomado y bailaba frenéticamente. Quizá estuvo a punto de caerse o tal vez la emoción del baile lo hizo poner las manos en el piso de tierra apisonada que, por algún motivo que no sé precisar, estaba mojado, lo que recuerdo con certeza es que se incorporó con las manos manchadas de lodo, volteo a verme, me sonrió tristemente y puso su mano en mi camisa blanca dejando en ella una gran mancha de lodo. Yo inmediatamente le dije exaltado: “¡No me chingues! ¡Qué te pasa, ya estás muy tomado!” Él volvió a sonreír y siguió bailando. A los pocos minutos nos enteramos que ya se había marchado y dimos por hecho que al sentirse mal había decidido irse caminando a su casa. Vivía con su esposa y su bebita en un pequeño departamento que le prestó mi abuela, sin embargo se nos hizo un tanto extraño que no esperara hasta el final del compromiso para recibir el pago por su ayuda y para que lo lleváramos en la camioneta que alquilábamos como transporte para estos compromisos. Alguien nos dijo que lo había visto marcharse y eso nos bastó. Después de concluir nuestra actuación y traer de regreso a casa los instrumentos, acostumbrábamos beber otras cervezas mientras escuchábamos nuestra música favorita e intercambiábamos nuestras respectivas anécdotas e impresiones acerca de la fiesta o de cualquier otra cosa. Normalmente terminábamos yendo a descansar hasta las seis o siete de la mañana. Si alguien tenía una propuesta que nos pareciera interesante, en cualquier momento podíamos salir para dirigirnos hacia allá en nuestro medio de transporte habitual de aquellos días: nuestros propios pies. Era, pues, común para nosotros andar con nuestra botella de cerveza por las calles de Neza en la madrugada. En aquel tiempo el grupo de amigos que nos reuníamos los fines de semana, ya fuera para atender un compromiso musical del conjunto, o para emprender alguna otra aventura, estaba integrado por mis hermanos Gustavo y Mario, mis primos Arturo (quien era el bajista del grupo) y Lorenzo, y nuestro inseparable amigo Chava. Normalmente solíamos ir a animar alguna fiesta molera y al regreso Arturo y yo acompañábamos a Chava a su casa para seguir bebiendo y escuchar música mientras filosofábamos y nos dábamos mutuos consejos. Sin embargo, cuando alguien tenía una buena propuesta nos salíamos y emprendíamos la aventura en la calle. Podíamos ir a dar a algún congal a bailar con prostitutas; a cantar a la ventana de alguna muchacha, o simplemente a despertar a algún amigo para que bebiera con nosotros. Si se daba el caso de que nos acompañara alguien que tuviera automóvil, nuestro destino podía variar enormemente y podíamos ver la luz del siguiente día en Texcoco, en Xochimilco o al pie del volcán Popocatépetl. El día siguiente, que normalmente era domingo (las fiestas se daban más frecuentemente los sábados), solíamos reunirnos hacia el mediodía para ir a desayunar algo apropiado y aliviar nuestro estado con unas cervezas. Al caer la noche ya estaba cada quien en su casa para, el lunes, retomar su rutina habitual de la semana. El domingo 15 de mayo nos vimos casi todos en la casa de mi madre y ella nos sirvió un desayuno exquisito y reconstituyente. Más tarde nos salimos a recorrer el tianguis de San Juan hasta llegar al puesto de discos de rock que atendía Chava. Allí estuvimos hasta la tarde cuando éste levantó la mercancía y después nos invitó a su casa para seguir cheleando. Teníamos mucho aguante, pero esa noche de domingo habíamos bebido demasiado y habíamos dormido muy poco. A eso de la media noche ya estábamos totalmente ebrios y no faltaron las locuras: mi primo Lorenzo y Chava hicieron un extraño ritual que, aun ahora, me sigue inquietando: cuando nos dimos cuenta Lorenzo tenía en las manos una navaja de rasurar y  se estaba quitando su tradicional bigote, del que estaba muy orgulloso. Yo, que estaba un poco más controlado, intenté detenerlo, pero fue imposible, estaba decidido. Al terminar, Chava le pidió la navaja y la emprendió, no contra su bigote, que no usaba, sino contra sus cejas. Esto era demasiado. Traté de detenerlo pero Arturo y Gustavo me dijeron que no interviniera, que era su gusto. Tiempo después, en alguna parte, escuché (o leí)que hay pueblos en donde cortarse las cejas es señal de luto. Cuando todo esto ocurría, mi hermano Mario tenía casi 24 horas de muerto y nosotros lo ignorábamos. Cuando Mario salió de la fiesta referida al inicio de este escrito se dirigió a su casa pero, como ya mencioné, la muerte lo interceptó a medio camino. Su cuerpo quedó tendido sobre la avenida Texcoco. No llevaba ninguna identificación, nadie lo reconoció. Alguien se condolió del difunto y lo cubrió completamente con una manta blanca. A eso de las 11 de la mañana, ya con el sol calentando a plenitud, en una camioneta del municipio lo trasladaron a la morgue en calidad de desconocido. Alejandra, su esposa, estaba muy enojada porque no había llegado a dormir y decidió hacer berrinche. Se fue a casa de sus padres y allá se quedó todo el domingo. Al día siguiente, lunes, ya le pareció alarmante que no regresara su pareja. Decidió callar otro poco para no preocupar a nadie. El martes muy temprano ya no aguantó más y fue a ver a mi madre para compartirle su desesperación. Ambas mujeres iniciaron una búsqueda frenética. Hicieron llamadas por teléfono, fueron a ver gente hasta que mi madre decidió enfrentar la posibilidad más terrible: ir a la morgue. Pidió a Bárbara (la mujer que ahora es mi esposa) que la llevara en su auto y entró a ese lugar temible a revisar los cadáveres. Allí lo encontró. Desfigurado, hinchado, sólo reconocible para la madre. Normalmente yo regresaba de la escuela (en ese tiempo ENAP, ahora llamada FAD) en cuanto terminaban las clases. Ya estaba un tanto ruco (con un atraso de 5 ó 6 años) para estudiar, pero me había propuesto retomar la carrera de diseñador gráfico con la firme propuesta de terminarla. Esa tarde de martes me disponía a retornar de mi excursión diaria desde Xochimilco hasta Neza cuando me interceptaron unos amigos y prácticamente me raptaron. Fuimos a casa de uno de ellos a jugar dominó y a embriagarnos. A eso de las 9 de la noche Guillermo Andrade se ofreció para traerme a casa en su auto y noventa minutos después estábamos frente a mi casa, sorprendidos, suspendidos, ante el espectáculo del funeral. Fue mi abuela Aurora quien se acercó al auto y al abrazarme me dijo: es tu hermano Mario. El día anterior, lunes, durante la tarde yo había estado preparando un trabajo escolar que incluía dos dibujos a lápiz. Decidí dibujar –basándome en fotografías de revista– una mujer mulata con anteojos oscuros y gesto de sufrimiento y la cabeza majestuosa de un águila. Cuando estaba por terminar el segundo dibujo me percaté que mi reloj despertador estaba detenido. No puedo precisar qué hora marcaba, pero he decidido mencionar esto porque hubo una serie de acontecimientos extraños o a los que posteriormente nosotros otorgamos una importancia particular. Otra cosa que recuerdo es lo que mi hermano Gerardo nos platicaba: decía que la madrugada del 15 de mayo, cuando estaba durmiendo acompañado por su esposa, fue despertado por alguien que lo llamaba por su nombre desde la calle. Como la ventana de su recámara en un segundo piso tenía vista hacia el exterior, solo le tomó levantarse y dar unos cuantos pasos para asomarse. Juraba que quien estaba abajo en la calle, a escasos metros de su ventana, era Mario, y que le decía: “vengo a avisarte que ya me voy”. Gerardo, molesto por haber sido interrumpido en su descanso y preocupado por ver a su hermano a esas horas de la madrugada todavía en la calle, le pidió enérgicamente que ya se fuera a dormir a su casa. Decía que cuando Mario se retiró caminando y él regresaba a su cama, sintió un frío recorrer su espalda, lo que no le impidió dormir, pero le produjo un sentimiento de zozobra durante todo el día siguiente. El miércoles 18, cuando la carroza que transportaba los restos de Mario sufrió una ponchadura que obligó al convoy funerario a detenerse bajo el quemante sol del mediodía, alguien dijo: “es que no se quiere ir”. Yo me sumí en una honda reflexión acerca de lo que significa para cada uno de nosotros el viaje por la vida. Recordé todas las aventuras por las que pasamos. Al igual que muchos jóvenes, llegamos a considerarnos invulnerables; sentíamos que éramos amados por Dios o por el cosmos y que nada podía salir mal. Aun en los momentos de mayores dificultades sabíamos que algo ocurriría a nuestro favor y que, al final, cualquier asunto quedaría solucionado y sería tan solo una anécdota que recordaríamos entre carcajadas. Nos causaba risa cualquier advertencia de nuestros mayores o de nuestros amigos más prudentes. Declarábamos entre risotadas que estábamos protegidos por nuestra buena suerte y tomábamos riesgos que no poca gente criticaba y nos decía que esas eran estupideces de personas inmaduras. Tal vez nuestras aventuras no fueron muy diferentes de las de cualquier joven, pero aun después de todos estos años al recordarlas me pregunto cómo fue posible tanta imprudencia. Ir en la noche, completamente ebrios, a bordo de una camioneta maltrecha por la carretera, exponiéndonos a un terrible accidente y exponiendo también a otras personas. Llevar en nuestra camioneta en pleno día a tres felices chicas menores de edad totalmente ebrias y vociferando improperios a quien se nos atravesara. Pasar caminando por una calle “peligrosa” a media noche gritando sandeces con nuestras cervezas en la mano. Llegar a una fiesta de bodas sin ser invitados y, en un descuido del novio, llevar a la novia –con la obvia complacencia de ésta– al patio trasero de la casa y meterle un faje “de despedida”. Hazañas que nos parecían dignas de nuestra buena fortuna y que aun ahora hacen asomar a mi rostro una sonrisa de malévolo orgullo. En alguna ocasión leí, o escuché decir por ahí, que en esta vida todo tiene un precio, que nada es gratis. Yo estoy convencido de que la muerte de mi hermano fue el pago que se nos exigió por nuestros excesos. Que, de alguna manera, hay un mecanismo mediante el cual se va registrando cada uno de nuestros actos para que, llegado el momento, pasemos a la oficina a liquidar el adeudo. Considerando las cosas de este modo, hasta podríamos concluir que, dentro de todo, a Mario no le fue tan mal: hay quienes llevan una vida sedentaria, triste y aburrida y de todas maneras tienen que pasar a la caja a pagar el peaje. Ahora que han transcurrido 21 años de la tragedia que me ocupa encuentro el valor para incluso salir con chistes de mal gusto, pero la verdad es que el importe que tuvimos que pagar mediante la vida de mi hermano fue una salvajada. A todos los que integrábamos esa especie de comando temerario nos dejó una profunda huella que modificó nuestra percepción del mundo, aunque, a decir verdad, pasó todavía mucho tiempo para que sentáramos cabeza.
  • El Cristo de cobre

    El Cristo de cobre

    Durante los días en que se va aproximando la Navidad, algunas personas solemos ponernos sentimentales. A mí, al menos, así me sucede.

    Hoy, revisando algunos apuntes que hice meses atrás, me encontré con un pequeño texto que escribí unos cuantos días después de que falleció mi madre: Guillermina Ceja Ochoa. Ahí refiero que, debido a que estábamos viviendo uno de los momentos más complicados de la pandemia por Covid, mis hermanos y yo tuvimos que hacer una reunión a distancia a través de los teléfonos celulares en la  que cada uno desahogó parte de lo que traía cargando en su pecho por el pesar de haber perdido a la persona más amada para nosotros. A continuación reproduzco algunos fragmentos de lo que anoté en tal ocasión:

    El día de ayer, domingo 14 de junio, se cumplieron nueve días de la muerte de mi madre. En la religión católica se acostumbra que a los difuntos se les reza un Rosario cada noche, a partir del día de su fallecimiento, hasta completar nueve, a eso le llamamos Novenario. Ayer se ajustaron los nueve días y por ese motivo los hermanos decidimos hacer una reunión virtual, a través de una plataforma de audio y video, en la que compartimos nuestras reflexiones, recuerdos, tristezas y alegrías en relación a nuestra madre.

    Mi hermano Beto cantó una canción compuesta por él mismo que, según nos dijo, ya le había presentado a mi mamá y a ella le había agradado.

    Mi hermana Coco dijo unas palabras de manera espontánea con la sensibilidad y ternura casi infantil que la caracteriza.

    Mi hermano Manuel también compartió algunas reflexiones y recuerdos, siempre con esa honestidad y crudeza que a algunos incomoda pero que a otros nos complace mucho. Además nos compartió una canción grabada (de Chelo Silva) que, según nos dijo, a mi madre le gustaba mucho.

    Mi hermana Bertha hizo alarde de su claridad mental y discursiva y nos compartió algunas historias de los días que vivió con mi mamá durante su convalecencia final. Nos puso muy sentimentales cuando nos hizo ver que ella, además de perder a su madre, había perdido a una amiga, “a mi compañerita”, dijo.

    Mi hermano Gustavo armó un acróstico con el primer nombre de mi madre (Guillermina) y una frase (a veces extensa, siempre muy conmovedora) con cada letra como inicio.

    Por mi parte decidí hacer la lectura de una poesía que encontré en una antología de poetas mexicanos. La elegí porque me pareció apropiado hacer referencia a dos características de mi admirada madre: su sencillez y su religiosidad. Ella siempre fue muy sensible hacia la gente pobre, Siempre buscaba la manera de ayudar a quienes veía en necesidad, sin importar que fueran familiares, amigos o lejanos. Cuando estaban a su alcance siempre trataba de ayudar con lo que podía. Además, siempre hacía referencias a la Biblia, pero más que nada a los mensajes de Cristo. Era para ella su bandera principal y su esperanza de un mundo mejor, tanto en esta vida como en la eternidad.

    Fue por estas razones que consideré que esta poesía resumía de manera simbólica y muy conmovedora la partida de esa mujercita admirable, ejemplar, que fue nuestra madre.

    Durante la lectura me quebré (algo que ya esperaba) y no pude hacer una declamación como me hubiera gustado. Por eso le prometí a mis hermanos que se las compartiría y así lo hice. Se las pasé en texto a través de mensaje de Whatsapp. Aquí la reproduzco para yo mismo poderla recordar cuando quiera.

    Mi Cristo de cobre

    Quiero un lecho raído, burdo, austero,
    del hospital más pobre; quiero una
    alondra que me cante en el alero;
    y si es tal mi fortuna
    que sea noche lunar la en que me muero,
    entonces, oíd bien qué es lo que quiero:
    quiero un rayo de luna
    pálido, sutilísimo, ligero…
    De esa luz quiérolo; de otra, ninguna.

    Como el último pobre vergonzante,
    quiero un lecho raído
    en algún hospital desconocido,
    y algún Cristo de cobre, agonizante,
    y una tremenda inmensidad de olvido
    que, al tiempo de sentir que me he partido,
    cojan la luz y vayan por delante.
    Con eso soy feliz, nada más pido.

    ¿Para qué más fortuna
    que mi lecho de pobre,
    y mi rayo de luna,
    y mi alondra y mi alero,
    y mi Cristo de cobre.
    que ha de ser lo primero?
    Con toda esa fortuna
    y con mi atroz inmensidad de olvido,
    contento moriré; nada más pido.

    Alfredo R. Placencia.